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Por Elespiadigital
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infoelespiadigitales/4/4/19

Albert Rivera aprende con rapidez. Y lo que ya borda, casi rozando la perfección, son las formas de la ‘vieja política’, que justo es la que ha venido criticando de forma recurrente en sus discursos hasta llegar a donde ha llegado; es decir, sacando una nota excelente como alumno aventajado de los políticos marrulleros a los que antes reclamaba una ‘nueva política’ más honrada y transparente, de la que él pretende -o pretendía- ser adalid.

De hecho, hay que destacar su gran habilidad para presentar en público seis condiciones de pacotilla como una ‘exigencia’ para dar el sí a la investidura de Rajoy, cuando hasta hace dos días le había negado su apoyo encastillado en la abstención por la pasividad reformista del PP en los temas que, en su opinión, ahogaban al país, incluido el independentismo catalán (esas reformas eran su principal argumento de campaña). Pero, de repente, esas ambiciosas miras se han limitado a una verdadera peccata minuta comparada con las promesas que esgrimía como el ungüento amarillo necesario para regenerar y modernizar el sistema político.

El portavoz de Ciudadanos en el Congreso de los Diputados, Juan Carlos Girauta, lo ha visualizado perfectamente, asegurando que en su partido se han “tragado un sapo” (por apoyar la investidura de Rajoy) y admitiendo que se tragarán “cien si hace falta”; claro está que no por contentar al candidato presidencial del PP, sino por el “bien” de los españoles. Pero sin aclarar a qué españoles eso les parece bien o mal (el cuento de ‘la Patria es mía’)…

Ahora, lo único que necesita España, o lo más necesario, según Rivera, son las seis bagatelas reclamadas a Rajoy como si fueran el ‘no va más’ de la política, y que éste ha recibido -y tratado- aparatosamente, como algo venido del otro mundo y de especial trascendencia en el actual contexto de crisis global. Una mentira que, por lo general, los medios informativos no han querido poner en evidencia como comparsas de las malas artes más conocidas y practicadas en la vieja política (y parece que también en la nueva): presentar lo intrascendente como extraordinario y despreciar lo realmente trascendente como una nimiedad sin importancia.

Esta táctica de engrandecer lo fácil de lograr y de empequeñecer o ignorar lo importante, que es más difícil de conseguir, engañando al populacho, es bien conocida en España desde que eclosionó el absolutismo monárquico con Fernando VII. Que todo lo que ahora se le ocurre a Rivera para reconducir las políticas fallidas de Rajoy sean esas seis partidas menores, no deja de ser triste y decepcionante.

Porque, ¿qué significa exactamente ‘limitar los mandatos presidenciales a ocho años o dos legislaturas…’? ¿Es que acaso no basta para eso con la voluntad de los electores reflejada en las urnas…? ¿Y cómo se justifica entonces que el Jefe del Estado lo sea de por vida o que un juez ejerza su función potestativa hasta la jubilación…? ¿Es que Rivera puede garantizar que cuando se cercene la vida política de un buen presidente del Gobierno, que puede haberlo, no será sustituido por otro peor…?

Y, a estas alturas de la historia, ¿para qué se necesita una comisión de investigación parlamentaria sobre el ‘caso Gürtel-Bárcenas’, si ya está instruyéndose en los tribunales de justicia, a punto de la vista oral y bien que mal con las responsabilidades políticas depuradas en las urnas…?

Ítem más: ¿Es que Rivera no se ha dado cuenta de que para no indultar a un condenado por corrupción política solo hace falta eso: no indultarle…?

¿Y qué es lo que se aporta sustancialmente al sistema -si no es injusticia- con la separación inmediata de cualquier cargo público imputado por corrupción, si éste no llega a ser procesado y condenado en sentencia firme…? ¿Acaso Rivera niega la tutela efectiva de los jueces y tribunales y la presunción de inocencia recogidas en nuestro ordenamiento jurídico…?

Finalmente, el joven Rivera parece ignorar -y esto es lo más burdo de sus exigencias políticas- que la eliminación de los aforamientos acordada con Rajoy no sirve para nada sin consensuarla también con otros partidos, porque el tema requiere una reforma constitucional con mayoría reforzada en las Cámaras (art. 167 CE). Un consenso transcendente que también es necesario para modificar la Ley Electoral y que no se alcanza, ni de lejos, sólo con un acuerdo PP-Ciudadanos…

Calificar las exigencias de Rivera para apoyar la investidura de Rajoy como pura ‘pacotilla’, puede parecer duro. Pero lo cierto es que nos dejamos otras expresiones más agresivas en el tintero, porque plantearlas tal cual, con el país soportando lo que soporta, es algo más que una broma de mal gusto.

¿Para cuándo deja el paladín de la ‘nueva política’ concertar con el PP la separación de poderes que garanticen una verdadera democracia y en particular la despolitización del Poder Judicial, conforme a lo prometido en las elecciones de 2011 por el propio Rajoy? Y, si Rivera cree de verdad que ahora tiene la sartén por el mango, ¿por qué no exige una reconducción del desmadre autonómico que elimine las competencias del Estado duplicadas y triplicadas, que son la base de nuestro insoportable déficit público…?

¿Cómo olvidar en un acuerdo tan importante, nada menos que para investir presidente a Rajoy, la rectificación de sus desmanes legislativos de la X Legislatura, como la ‘ley mordaza’ o la imposición partidista de la reforma educativa, rechazadas ambas por todas las demás fuerzas políticas con representación parlamentaria…? ¿Y cómo ignorar la imperiosa necesidad de adelgazar el aparato del sector público cuya reforma con el Plan CORA ha sido una auténtica tomadura de pelo…?

Para muchos electores expectantes -incluidos no pocos del PP- el partido de la ‘nueva política’ se ha olvidado como por ensalmo de lo que es necesario exigir al Gobierno en estos momentos de crisis institucional. Es decir, en cuestiones de Estado y obviando de momento la cuestión ideológica, en un compadreo bochornoso que huele a polilla, a pacto de maquillaje en la trastienda del teatro político y a presión indecente sobre otros partidos.

Nada hay en el acuerdo PP-Ciudadanos, ni por asomo, sobre las grandes reformas de Estado, en lo político, en lo social o en lo institucional. No se tocan los problemas de la enseñanza y la sanidad, ni la fiscalidad, ni la quiebra de la Seguridad Social, ni las garantías de la unidad nacional sobre la que tanto han banalizado ambos partidos. Ni en él se cita para nada el problema del desempleo, que es la preocupación crucial de los españoles (y menos aún la política exterior, la defensa nacional, el terrorismo…).

¿Y cuál es el motivo de soslayar en el exigente acuerdo PP-Ciudadanos la tan traída y llevada reforma de la Constitución, si unos y otros no dejan de evidenciar cada dos por tres sus lagunas y agujeros negros…?

En fin, lo único que parece interesar a Rivera es seguir chupando cámara mediática y tratar de justificar públicamente un acuerdo subterráneo en el más puro juego de la ‘vieja política’. Pacotilla, bagatelas y peccata minuta: abalorios de toma y daca como los que se utilizaban para engatusar a los indígenas en la conquista de América.

El joven Rivera aprende rápido; pero sobre todo lo malo. Y en especial a manejar la bocina, el bombo y la pandereta (instrumentos clásicos de la ‘vieja política’), en vez de procurar la virtuosa perfección del sistema de convivencia democrática. Lo dicho: pobre y bochornoso, se mire como se mire.

Fernando J. Muniesa  

Por Victoria
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Analizando el espectáculo que están dando algunos políticos en torno a la formación del Gobierno, el periodista Rafa de Miguel escribía en El País (25/07/2016): “Sería necesario que todos entonáramos un mea culpa por haber cometido el error de pensar que en algún momento Rajoy dejaría de ser Rajoy”.

Pero esa era una verdad relativa, porque la mayoría de los expertos que siguen el tema conocen perfectamente al personaje en cuestión y saben de su contumaz ‘tancredismo’ y del ‘ahí me las den todas’ con el que ha venido bandeándose desde el 20 de octubre de 1981, cuando obtuvo un acta de diputado por Alianza Popular (hoy Partido Popular) en las primeras elecciones autonómicas de Galicia. Actitud, claro está, que va más allá de que Rajoy sea un gallego ejerciente -más o menos como otros muchos- y sin que se desconozcan tampoco las limitaciones personales de quienes lideran los demás partidos.

Con independencia de las críticas que a propósito del actual impasse político se le puedan hacer al todavía presidente en funciones, lo cierto es que la preocupación que provoca ya alcanza a la Corona. Su titular, que tiene la responsabilidad indelegable de proponer un candidato al cargo, se empieza a ver cogido en un aprieto de difícil salida, sean cuales sean las culpas de unos y otros en la crisis de Gobierno que soportamos desde el 20-D.

Tras los resultados electorales del 26-J, y conociendo la habitual actitud interesada y poco flexible de todas las fuerzas políticas, ya señalamos el mal cariz que estaban tomando los acontecimientos y la posibilidad de que el Jefe del Estado tuviera que proponer a un candidato no partidista para someterse a la investidura presidencial. Es decir, que abriera la puerta por primera vez en el actual régimen democrático a una presidencia independiente de los grupos parlamentarios del Congreso, o ‘cívica’ como se denomina en otros modelos asimilables.

De hecho, durante su última ronda de consultas con los portavoces parlamentarios, el Rey les pidió a todos un esfuerzo para evitar otro fracaso en la formación del Gobierno y no vernos avocados a unas nuevas elecciones. Algo que, además de dar continuidad a un Ejecutivo en funciones durante más de un año (realimentando el desgobierno), llevaría el desprestigio social del sistema al límite.

Cosa sin duda grave, porque nada hay establecido en la Constitución, ni en su desarrollo legal, para frenar una sucesiva repetición de elecciones como las del 20-D y 26-J. Y en el entorno de Rajoy ya se contempla una tercera convocatoria electoral, que podría posponerse hasta el 2017, una vez sustanciados los comicios autonómicos en el País Vasco previstos para el próximo 25 de septiembre (y en Galicia), con la esperanza de que el apoyo del PP sea imprescindible para facilitar un gobierno del PNV y poder exigir entonces a este partido reciprocidad a nivel nacional.

Por el momento, seguimos sin atisbar cómo se resolverá la formación de un Gobierno efectivo para sustituir al que se encuentra inefectivo desde que el 26 de octubre de 2015 se disolvieron el Congreso y el Senado y se convocaron las elecciones del 20-D. Y lo cierto es que, de ser presidido en su caso por Mariano Rajoy o por Pedro Sánchez, en realidad sería el de un perdedor, con escasas posibilidades de mantenerse vivo siquiera a corto plazo, se presente en su momento a la opinión pública como se quiera presentar.

Por ello, quizás haya llegado la hora de que el Rey tenga que apurar sus competencias constitucionales para poner algo de orden y sensatez dentro de la política española, proponiendo un candidato a la Presidencia del Gobierno sin afiliación partidista y sin excederse con ello para nada en lo que a ese respecto establece la Constitución (art. 99 CE). La legalidad del procedimiento es, pues, evidente; y su legitimidad vendría otorgada por el propio refrendo de investidura en el Congreso de los Diputados, donde está representada la soberanía del pueblo español (el presidente ‘independiente’ sería elegido por los mismos mandatarios de los ciudadanos que han venido eligiendo a los presidentes partidistas).

Por tanto, nada hay que discutir sobre la legalidad ni sobre la legitimidad de un posible presidente independiente o cívico. Condiciones acompañadas por la de elector y elegible que la Carta Magna otorga también a este tipo de candidatos, sin afiliación expresa a ningún partido ni necesidad de tener acta de diputado.

La solución de un presidente independiente no requiere nada más que la iniciativa del Jefe del Estado cuando las circunstancias lo aconsejen y, por supuesto, el respaldo en la votación del pleno del Congreso durante la correspondiente sesión de investidura, que debería obtener en base a su propuesta política y no condicionada por una ideología partidista. Y esto es tan claro que ya estuvo a punto de suceder con ocasión del 23-F. Entonces, la intención del general Armada (o del ‘Elefante Blanco’ fuera quien fuese) era someterse a esa votación de investidura con la aquiescencia previa del Rey y de los diputados presentes en el hemiciclo, una vez retirada la fuerza de la Guardia Civil que lo había asaltado…, aunque quedando todos bajo la coacción latente de sus armas (eso fue lo que le convirtió en ‘golpista’).

Es evidente que el asunto requiere un pacto de Estado, pero no mayor ni distinto del que suponen la elección parlamentaria de un candidato de partido en el procedimiento habitual o el propio desarrollo de la acción legislativa. Y sería difícil de entender una oposición a la propuesta regia por parte de la clase política, considerando que ella es la responsable directa de la situación (no deja de ser curioso que hayan sido los partidos emergentes, Podemos y Ciudadanos, los primeros en apuntar la figura de un presidente del Gobierno cívico o libre de ataduras partidistas, como se caracterizan teóricamente el Defensor del Pueblo o el presidente del Poder Judicial).

Algunos analistas -sin duda complacientes con la situación de desgobierno o demasiado próximos al PP o al PSOE- consideran impropia la adhesión de los partidos a este tipo de ‘solución independiente’ sin que sus electores estén advertidos de tal posibilidad en los programas electorales previos. Pero esta exigencia no deja de ser un absurdo categórico por cuanto, de entrada, devaluaría la figura de cualquier candidato que aspirase a ser el más votado, con independencia de lo habitual que es verles incumplir sin rubor alguno sus promesas de campaña más sustanciales.

Veremos lo que da de sí el tiempo muerto pedido por Rajoy para salir del embrollo en el que estamos metidos, a nuestro entender principalmente por su insostenible fracaso personal. Pero lo cierto es que las lagunas de la Constitución permiten a Rajoy seguir como presidente del Gobierno en funciones de forma indefinida -a pesar de su incapacidad práctica-, y que, desde esa provisionalidad, la demolición del Estado y del sistema de convivencia democrática continúen en su línea actual de deterioro.

Sea como fuere, lo evidente es que la salida del problema o su pernicioso enquistamiento pueden depender ya de la actitud que tome el Rey. Su Majestad no gobierna pero reina, teniendo que ejercer en cualquier caso como Jefe del Estado. Estemos atentos, pues, a cómo resuelve la situación en caso de que continúe tan enconada (otra prueba de fuego más para nuestra desfasada Constitución).

Fernando J. Muniesa

 

 

Por Victoria
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De momento, ‘Don Tancredo’ sigue haciendo honor a su fama. Impasible el ademán, ha vuelto a exhibir sus tremendas facultades para el inmovilismo político, amparado por la vaguería y el pasotismo antes que en la diligencia, la prudencia y el pragmatismo.

Que Rajoy tiene un sentido irreal del tiempo político, es tan cierto como que ese es uno de sus atributos personales más perniciosos. Desajustar la acción de gobierno con la realidad de los acontecimientos, es un mal que, aun cuando haya afectado a más de un inquilino de La Moncloa, en su caso se acompaña con derivas que lo agravan de forma significada.

A su renqueante sentido de la oportunidad, hay que añadir el desinterés por la acción política profunda y reformista, de forma que, conjugando ambas actitudes, lo que cosecha son puros devaneos, cuando no fracasos y descalabros manifiestos, para él, para su partido y para el conjunto de España, aunque se esfuerce en presentarlos como éxitos encomiables. Y así, la querencia de Rajoy a practicar en la vida pública la suerte de ‘Don Tancredo’, que en realidad es una inacción o parálisis voluntaria y la máxima expresión del anti-toreo (o de la anti-política), no deja de ser una actitud reprobable y causa de nuevos males y perjuicios encadenados.

Esa pésima interpretación del tiempo en la política, convirtiéndola en pura inmovilidad o en actuaciones tardías, ha llevado a Rajoy al mal lugar que ocupa en términos de imagen y desprestigio público. A ser, dicho sea con gran pesar y sin ganas de hacer sangre, el presidente del Ejecutivo peor valorado socialmente desde la Transición, y con mucha diferencia, aunque haga oídos sordos del tema: con sus mejores resultados del 26-J tiene en contra 16 millones de electores frente a los 8 millones que le votaron (en 2015, con un 3,2% más de participación, fueron 18 millones en contra y 7,2 a favor), y ello con independencia de que su mala imagen social vaya mucho más allá de lo transmitido en las urnas.

Hoy, el rechazo ciudadano a Rajoy -incluso dentro de su partido- es aún más grande que el que en su día tuvo Manuel Fraga y que, como es sabido, frustró su carrera presidencial a pesar de su mayor inteligencia y capacidad, obligándole a recluirse en la política gallega (exitosamente). Y esa es una realidad con consecuencias muy claras, tanto en el plano personal como en el institucional y corporativo, de forma que su entendimiento con otros líderes y actores sociales es realmente imposible, salvo en contubernios inconfesables; algo sin nada que ver con los votantes más fieles del PP, porque ese reducto de incondicionales es leal a la sigla antes que a quien la representa (con otro jefe de filas el PP tendría sin duda más apoyo social).

La fórmula ‘marianista’ de querer dominar el tiempo ad eternum instalado en la ingravidez política, choca con la realidad de que los acontecimientos tienen vida propia, soliendo presentarse además de forma inesperada. El problema de Rajoy es que, a fuerza de no querer mover pieza en temas sustanciales, ni querer adelantar movimientos siquiera en el orden de lo más pedestre o cotidiano, los hechos terminan por desbordarle. De esta forma, cada vez que se ve obligado a rectificar, apeándose del pedestal de ‘Don Tancredo’, lo hace fuera del tiempo adecuado y a traspiés asegurado.

Y el fenómeno es tan implacable como reiterado. Lo mismo da que se trate de anunciar las candidaturas electorales (siempre secuestradas de forma absurda hasta última hora), de enmendar la política económica, de reformas institucionales, de los ceses ministeriales, de la lucha contra la corrupción, del diálogo con los partidos independentistas y hasta de su propia investidura…; temas que, por tratarse a destiempo -cuando se tratan-, suelen terminar en accidente político y con cirugía de urgencia.

Así se llegó al fracaso de Arias Cañete en las últimas elecciones europeas, a que Esperanza Aguirre tuviera que poner firmes a Rajoy con su nominación como candidata a la alcaldía de Madrid, a los ceses tardíos de Ana Mato y de José Ignacio Wert, a la defenestración del ministro Alberto Ruiz-Gallardón, a envainarse la reforma de la llamada ‘ley del aborto’, a enmendar el IVA cultural y a comerse el ‘tasazo’ con patatas fritas (hoy con sentencia de inconstitucionalidad)… Y a que las urnas llegaran a levantar actas reiteradas de la muerte del bipartidismo, o a montar el ‘tinglado del miedo’ para estigmatizar a Podemos ante la opinión pública, en una práctica degradante de la democracia (y de paso también a Ciudadanos).

Ahora, Rajoy, que al final no ha sabido combatir la crisis ni regenerar el sistema político con su mayoría absoluta de la X Legislatura (2011-2016), se ha vuelto a acobardar como aspirante a la presidencia del Gobierno más votado (victoria pírrica de la que había hecho insistente alarde). Como los toreros medrosos, a la hora de la verdad ha desechado la oportunidad de medirse cuanto antes con la competencia en la sesión de investidura, escondido en el callejón del Parlamento a la espera del toro de carril que le permita ejercitar su particular toreo político de salón y que los costaleros le saquen en volandas por la puerta grande… o que, como a Franco, le eleven al poder bajo palio.

De trabajarse la presidencia del Gobierno, de argumentar y debatir en el Congreso para lograrla o de sudar la camiseta negociando las concesiones y ayudas necesarias, nada de nada. Y miedo a que le ‘apaleen’ políticamente (riesgo que va de suyo en el sueldo político), todo el del mundo; pero sin el rasgo de dejar que otros lidiadores con más agallas ocupen su sitio en el ruedo. Dicho de otra forma, comportándose como el perro del hortelano magistralmente descrito por Lope de Vega, que ni come ni deja comer.

Lo destacable en estos momentos, es, pues, la permanente evocación que Rajoy hace de ‘Don Tancredo’, perdiendo miles y miles de votos desde que en 2011 ZP le puso el Gobierno de la Nación en bandeja de plata (en 2015 se le fueron de las manos más de 3,5 millones y casi 3 millones en 2016). Engreído con los pobres resultados del 26-J, Rajoy dio por hecho que el debate de investidura comenzaría el 2 de agosto con él como candidato, con la primera votación el día 3 y la segunda el 5, y con todos sus adversarios pedaleando a su rueda por el temor a nuevas elecciones; pero como nada hizo para facilitarlo, pues en nada se ha quedado, pidiendo además tiempo muerto para seguir en el mismo mundo divagante que está desde el 20-D.

Sus lloriqueos del “no quiero que me apaleen y que Sánchez llegue como salvador” (latiguillo que muestra su escasa capacidad para la lucha política), y su insistencia en imponer la adhesión a su programa sin la mínima cesión al de otros, rayan en el autismo (afección que condiciona la interacción social). Que a Podemos y Ciudadanos todavía les falte experiencia y cintura negociadora tiene un pase, porque son partidos de nuevo cuño; pero que le falte al presidente en funciones, haciendo otra vez clara dejación de su responsabilidad como líder del partido más votado, le descalifica a título personal y es realmente pernicioso -más que frustrante- para el PP: si cree que puede forzar un apoyo incondicional de otros partidos o recuperar votos en una tercera ronda electoral, se equivoca de medio a medio.

Como claro es también que este maestro del ‘tancredismo’ ya no está para alternar en Las Ventas (o en la política de altura), y ni siquiera para hacerse a un lado conservando la presidencia del partido, es decir pasando a una especie de ‘reserva activa’. Lo suyo sería cortarse la coleta con dignidad y culminar su vida funcionarial como registrador de la propiedad, profesión tranquila que con toda seguridad ejercería a la perfección.

Porque, siguiendo Rajoy en lo que está, ¿se imaginan ustedes el martirio que supondría verle encabezar de nuevo las listas del PP en otras elecciones generales…? ¿Y, en su caso, quién aguantaría el sufrimiento de una nueva legislatura con ‘Don Tancredo’ de presidente y en minoría parlamentaria, con fecha de caducidad a cuatro días vista y con la crisis sin resolver…?

Pues váyanse preparando, queridos abonados: al día de hoy, y salvo que el Rey decida proponer la investidura de un candidato independiente, esas son las dos previsiones de futuro más plausibles (y ambas inconvenientes). ¡Viva ‘Don Tancredo’!

Fernando J. Muniesa

Por Victoria
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Lo más atrayente de Ciudadanos es que podía ser el partido moderado que, sin tomar aún el relevo del PP como líder de la derecha española, conjurara por su posición parlamentaria los excesos y deficiencias de gobierno que padecemos habitualmente, vinieran de donde vinieran, abriendo así una ventana de aire fresco y renovación en nuestra decadente vida pública. No precipitarse ni errar en sus decisiones políticas le sería suficiente para ir aspirando con prudencia y coherencia a otros objetivos más ambiciosos.

Pero no parece que las cosas hayan ido exactamente por ese camino. Para empezar, lanzado a una híper actividad política más mediática que reflexiva, Albert Rivera no ha entendido que la ‘coherencia’ es la conexión existente entre cosas naturalmente relacionadas, que se expresa y percibe como una actitud lógica y consecuente con una posición anterior o pre-establecida.

La coherencia política se da cuando el pensamiento y la acción guardan cierto grado de congruencia, coincidiendo esencialmente con lo esperado en cada caso. El asunto es complejo, porque en política tampoco se contempla con claridad toda la problemática existente y sus variables, ni dentro ni fuera de los partidos: el propio sistema tiene escasa conciencia de muchas necesidades prioritarias, con el inconveniente añadido de que también son muchas las personas y grupos que interactúan dentro del mismo.

Pero lo cierto es que uno de los grandes lastres de la política española es el de la ‘incoherencia’ entre lo que se dice y lo que se hace (caso de la corrupción). Por eso precisamente, la crítica más demoledora contra los representantes electos es la que se basa en ese desviacionismo manifiesto.

Y así chocó sobremanera el acuerdo contemporizador suscrito entre el PSOE y Ciudadanos (la segunda marca de la derecha) tras las elecciones andaluzas del 22 de marzo de 2015. Porque, si aquello era lo coherente, ¿es que no hubiera sido mejor un acuerdo directo PSOE-PP…? Después tampoco sería muy comprensible la ayuda incondicional de Rivera para intentar la investidura presidencial de un perdedor electoral como Pedro Sánchez.

Lo coherente es que, según dicten las urnas, la izquierda se asocie con la izquierda y la derecha con la derecha para arrebatar el poder a sus oponentes; o que en la oposición al Gobierno los partidos más afines, bien sean progresistas o conservadores, aúnen esfuerzos para controlar al Ejecutivo. Eso es lo razonable, y lo ‘coherente’ dentro del sistema.

Que PSOE, IU y otras fuerzas ‘de progreso’ se apoyen entre sí para alcanzar gobiernos de ese signo, es lógico y natural. Pero no lo fue, por ejemplo, la ‘pinza’ que montó Julio Anguita con el PP de Aznar para combatir al PSOE, dicho sea con todo respeto para el entonces dirigente comunista, y sin que nadie cuestionara por ello al PP, beneficiario de aquel extraño acuerdo.

Y pactando con el PSOE por aquí y con el PP por allá, Ciudadanos transmite a nivel público más incoherencia que realismo político, sobre todo si lo pactado no se traduce en logros genuinos de su sigla política.

Cuando a propósito de su pacto con el PSOE de Andalucía se preguntó a Rivera si se fiaba de Susana Díaz, señaló que su compromiso “estaba firmado” y que, si no cumplía, su partido estaba dispuesto a presentar “una moción de censura”, pero sin calcular siquiera que para prosperar le faltaban escaños aun uniéndose al PP. Torpe, torpe, torpe, Rivera debió prever que, una vez sentada en la presidencia de la Junta, Díaz gobernaría más cerca de Podemos y de IU que de Ciudadanos, partido que además ha tenido que soportar la ira del electorado andaluz de centro-derecha…

Con el fin del bipartidismo, la nueva forma de hacer política pasa por los pactos y el entendimiento entre las fuerzas fragmentadas, situación que marca la valía real de los partidos emergentes, su verdadera capacidad política y su cintura para sostenerse o progresar en las urnas. Esa falta de capacidad ya se llevó por delante a UPyD, ha estado a punto de acabar con IU y puede terminar con Ciudadanos (el problema de Podemos es otro).

La realidad, diga Rivera lo que diga, es que en Andalucía pasó de propugnar ‘el cambio’ a reasentar el modelo neo caciquil, clientelar y corrupto que el PSOE mantiene allí desde la Transición, y que muy probablemente seguirá manteniendo. ¿Y qué entienden Rivera y Ciudadanos por ‘el cambio’, si entonces apostaron por ‘más de lo mismo’…?

Algunos analistas alabaron la actitud ponderada de Ciudadanos al facilitar la permanencia del PP al frente de determinados ayuntamientos y autonomías y haciendo lo propio con el PSOE en Andalucía: una vela por aquí y otra por allí, aceptando lo comido por lo servido y las gallinas que entran por las que salen, como diría José Mota. Pero la ingenuidad política puede tener un coste muy alto y hasta encubrir, incluso, la corrupción más taimada.

La realidad es que, en Andalucía, Ciudadanos apoyó una política económica clientelar y en otras comunidades (como Madrid) la liberal-conservadora, a veces salvaje, que practica el PP… ¿Y es que alguien puede entender la contradicción de apoyar al PSOE en la Junta de Andalucía y al PP en los ayuntamientos de Almería, Granada, Málaga o Jaén…? ¿Dónde se sitúan entonces la ‘coherencia’ y el ‘oportunismo’…?

¿Qué lección magistral puede dar el profesor Garicano a sus alumnos para explicar tamaña chafarrina en términos de económica práctica…? ¿Cómo justificar el apoyo de Ciudadanos para, sin ir más lejos, querer crear en Andalucía un banco público y una cuarenta de ‘embajadas’ autonómicas…?

Cierto es que la situación política no deja de ser complicada. Pero, por eso, la actitud de Rivera debería haber sido más prudente y menos protagonista, porque en realidad el problema no era –ni lo es- verdaderamente suyo, sino del PP y del PSOE. Prestar ayuda constructiva sí. Pero allá unos y otros con sus éxitos y fracasos, debiéndose centrar Ciudadanos con su actual posición en dar doctrina sobre su propio ideario, en lugar de comprometerse con lo que otros hagan o dejen de hacer bajo su exclusiva responsabilidad.

Rivera parece creer que el ‘centrismo’ le permite pactar indistintamente con dios y con el diablo, valga la comparación, confundido con el ‘bisagrismo’, que es cosa distinta (oportunismo duro y puro), una tara del sistema que se puede ejercer desde cualquier posición política. Y por eso, las alusiones de algunos portavoces de Ciudadanos al ‘centrismo’ y al papel que pudo jugar en la Transición son erróneas. La UCD (no se olvide que era un partido de derechas) apostó, como hizo el PSOE, por la ‘moderación’, pero no por el ‘centrismo’, que apareció después con el CDS del ex presidente Suárez y llegó hasta donde llegó, que fue a la vuelta de la esquina.

Como también es un error pensar que las elecciones se ganan y se pierden en el espacio político de centro, prácticamente inexistente, por mucho que algunos politólogos afirmen lo contrario. Otra cosa es que la mayoría del electorado sea sensible a la ‘moderación’ (a buscar el equilibrio entre los extremos), actitud compatible con muchas posiciones ideológicas y más relacionada con el talante que con la geometría política.

En esto de la nueva política y de los partidos emergentes, no basta parecer honestos y aseados, sino que también hay que serlo, de forma efectiva, sin posturas equívocas ni guiños absurdos a otros partidos. Y sin confundir tres conceptos diferentes: la plausible ‘moderación’ política; el ‘centrismo’, que sólo es un concepto espacial ciertamente limitado (y sin la exclusiva del consenso) y la ‘bisagra’, que es hija del oportunismo y la bajeza política.

Y en esas estamos. Ya veremos cómo Ciudadanos, y otros, salen del lío en el que se han metido. O si unos y otros nos devuelven a donde estábamos.

De momento, el nuevo proceso de investidura presidencial parece que nos quiere retrotraer a los tiempos nefastos de las bisagras autonómicas, olvidando la grave acusación -y cierta- que se ha venido haciendo a los partidos independentistas de querer ‘romper España’, dejándoles que sigan tirando del déficit público si ayudan a que Rajoy continúe en la presidencia del Gobierno (Núñez Feijóo lo define como pactos “útiles” para investir a su amiguete). Así que pelillos a la mar, y a seguir viviendo del cuento que son tres días; aunque la hemeroteca es inapelable y haría escarnio de los ‘patriotas’ de Ciudadanos si participan en semejante desfachatez.

Todo ello adornado con la última y más atrevida recomendación del líder de Ciudadanos al Jefe del Estado: “Le diré al Rey que convenza a Sánchez de que tendrá que abstenerse” (El País 22/07/2016). Ahí es nada, y otorgando a Su Majestad funciones que no tiene. Antes, quienes tenían que abstenerse para investir a Sánchez eran otros. Medítese, pues, si lo de este chico es coherente o simplemente normal.

Mientras tanto, recordemos al joven Rivera este antiguo estribillo coplero: Que sí, que sí, que sí, que sí, / que a La Parrala le gusta el vino. / Que no, que no, que no, que no, / ni el aguardiente ni el marrasquino. A ver si ahora resulta que hace cama política redonda en torno a Rajoy con los partidos anti españoles de siempre, sus enemigos irreconciliables hasta hace solo cuatro días.

Fernando J. Muniesa

Por Victoria
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Cuando a alguien se le dice eso de ‘¡todo tu gozo en un pozo!’, se le está haciendo ver que aquello que soñaba o esperaba ver cumplirse, ha acabado convertido en una quimera, arrastrando todas sus ilusiones a un abismo profundo del que no podrán retornar.

La idea que resume esa expresión es la de la decepción, dando a entender que se ha frustrado algo con lo que ya se contaba y cuyo logro causaba alegría. También está relacionada con el cuento de ‘La lechera’ y con el ‘hacer castillos en el aire’, o con unas ilusiones que no se cumplirán.

Y lo cierto es que el gozo de todos aquellos que han podido ver en Podemos un revulsivo para la regeneración política de España, y un medio para desarrollar políticas progresistas y de gran alcance social, está a punto de caer en el pozo del desengaño.

Salvando las distancias, que son muchas, al caso se le podría aplicar lo que a la Falange del franquismo cuando se la asemejaba con los emblemáticos almacenes SEPU, que eran admiración de propios y extraños y uno de los iconos del régimen, situados en el centro de Madrid: tenían su acceso principal por la Avenida de José Antonio (en 1980 pasó a llamarse Gran Vía), pero una salida por la calle del Desengaño. Con el tiempo el edificio también fue sede del Grupo PRISA…

No nos atrevemos a decir que el éxito electoral de Podemos (no sabemos si en el futuro seguirá siendo Unidos Podemos) haya sido embriagador. Pero es evidente que ha producido una sorpresa grande, externa e interna, como algo inesperado, chocando con el alcance y la modestia habitual de las iniciativas ciudadanas que fueron su calvo de cultivo.

De ahí se pasó a convertir el movimiento inicial del 15-M en un partido político más, sometido, claro está, al régimen general que les gobierna. Algunos avispados esperaban tal vez que de esta forma fuera diluido, abducido o corrompido (elíjase el término que se prefiera) por el mismo modelo político contra el que había nacido y al que amenazaba seriamente (recuérdese el Mayo del 68 francés); es decir, contra una partitocracia reforzada con el bipartidismo imperfecto PP-PSOE.

Esa fue la exigencia del sistema político para aceptar la legitimidad del 15-M y no liquidarlo con cargas policiales, aduciendo razones de seguridad y una defensa del orden constitucional falsa e interesada. Y ahí, en el momento de sucumbir ante la tentación política partidista en lugar de mantenerse como fuerza ciudadana pura, nacieron primero la eclosión política de Podemos y luego -naturalmente- sus problemas de identidad, los comportamientos parlamentarios erróneos y la confusión de sus fines y sus metas.

Ya se sabía que el sistema partitocrático estaba reduciendo a su mínima expresión la representación social intermedia (colegios profesionales y sociedades científicas, sindicatos, asociaciones grupales…), a la que el radical-socialista Mendès-France tanta importancia dio en su libro Pour une républiquemoderne, justo porque ese cercenamiento lo fortalecía y permitía alejar y manipular la realidad social a conveniencia, en una verdadera suerte de perversidad democrática. Algo que los politólogos fundadores de Podemos no podían ignorar o deberían guardar en su bagaje intelectual.

Entonces, lo primero que tendría que resolver Podemos tras su eclosión como partido y su parón electoral del 26-J, que ha sido consecuencia directa de su falta de reflexión política y de un modelo de organización interna poco eficiente, es su filosofía general para alcanzar el poder.

Es decir, Podemos sigue sin definir qué tipo de partido quiere ser desde el punto de vista ideológico (posicionándose claramente al respecto), del político-territorial (nacional, autonomista, soberanista…) y también en el  plano social (partido de clase, inter-clasista, transversal…), de manera que las propuestas políticas y su mercado electoral se puedan correlacionar y percibir sin confusiones ni contradicciones. Y debería hacerlo bien, en concordancia con lo que reclaman las bases sociales que alentaron su nacimiento, fácilmente comprobable mediante sondeos de opinión.

Y acto seguido tendría que adoptar un modelo de organización y gestión interna acertado y eficiente dentro del posicionamiento elegido y, por supuesto, formas adecuadas para su expresión e identificación pública, sobre todo a nivel parlamentario. Dejándose de gestos populistas que nada aportan a los contenidos políticos ni a la solución de los problemas que tanto preocupan al país -como el absurdo piquito en la boca de Iglesias y Domenech o la innecesaria exhibición maternal de Carolina Bescansa en el hemiciclo del Congreso-, y de butades como el ridículo pregón de que ZP ha sido el mejor presidente de Gobierno desde la Transición a nuestros días (otra metedura de pata del líder podemita)…

No se pueden confundir un movimiento más o menos asambleario con la organización, las estrategias y las tácticas de un partido político por muy singular que sea. Ni se puede permitir que las luchas por el poder interno se basen, como sucede en Podemos, en diferencias ideológicas o conceptuales, porque eso lleva de forma indefectible a la ruptura total de la organización.

Los ‘leninistas’ de Podemos, o sus estudiosos de la ciencia política, saben muy bien que la unidad de mando, de acción y de responsabilidad (algunos añadían de forma expresa la ‘unidad de caja’) son fundamentales para salvaguardar la fortaleza de cualquier organización política, así como que su ausencia la disuelve.

No queremos extendernos en este tema, pero es evidente que Podemos ha comenzado a encajar el castigo del oportunismo, la incoherencia, el populismo, los bandazos y la retórica política, la desorganización interna y la absoluta falta de rigor en sus propuestas y planteamientos de partido (y cuidado con el ‘caudillismo’). Eso es lo que asusta de verdad y lo que tarde o temprano rechazará su electorado potencial, y no su vocación reformista ni su agresividad contra el sistema establecido, que en muchos aspectos sigue siendo ampliamente repudiado por las bases sociales.

De hecho, si los ‘podemitas’ no espabilan y se toman la política más en serio, consolidándose como partido de una izquierda todo lo dura que se quiera pero ‘coherente y racional’ (seria y rigurosa), es muy posible que pronto veamos su gozo en un pozo y a todos sus cargos en el paro político. Acompañado, por supuesto, con el nacimiento de otros movimientos sociales similares al del 15-M y seguramente con el resurgir de IU.

No hace falta ser adivino para prever que, con lo que estamos viviendo y los partidos que seguimos teniendo (incluyendo a Podemos y Ciudadanos), el futuro político del país se vaya tornando cada vez más incierto, oscuro y revuelto, abriendo de nuevo un gran hueco para quien de verdad quiera tomarse la política en serio y arrasar a la pandilla de mediocres que la han tomado al asalto. Tiempo al tiempo para comprobarlo.

Fernando J. Muniesa

Por Elespiadigital
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infoelespiadigitales/4/4/19

Al amparo de no haber sucumbido ante el temido sorpasso de Podemos en las elecciones del 26-J, el PSOE ha hecho una lectura tan interesada como errónea de ese milagroso regalo electoral.

De hecho, las encuestas al uso daban por cantado que Pablo Iglesias se convertiría en líder de la oposición, sin que los analistas políticos pudieran argumentar nada para desdecirlas. Y si el golpe de Podemos no se ha consumado, sólo ha sido sólo por su propia culpa, por la inconsistencia de sus propuestas, por sus malas formas parlamentarias y sus excesos de populismo y por algunas torpezas tácticas, sin ningún mérito que capitalizar al respecto por Pedro Sánchez.

Según la propia Susana Díaz, el PSOE se salvó del zarpazo de Podemos, o del KO técnico, ‘por la campana’. Como algunos boxeadores vapuleados en el ring se salvan momentáneamente antes de arrodillarse en la lona sólo gracias a que se consume el tiempo del round correspondiente, siendo por lo general los perdedores del combate.

La primera y más grave equivocación del PSOE en este tema ha sido no querer reconocer, o seguir enmascarando, el continuo deterioro del partido. Sus apologistas y algunos irreductibles palmeros del bipartidismo han preferido hablar del fracaso de Podemos -que en todo caso ha consolidado su tercer puesto en el ranking de la política nacional-, y no del nuevo batacazo electoral socialista, agrandando distancias con el PP, que hoy todavía es el contrincante directo en la lucha por el poder.

Lo cierto es que el ‘zapaterismo’ introdujo de lleno al PSOE en caída libre electoral cuando todavía no existía Podemos, sin que Pérez Rubalcaba pudiera frenarla en 2011, siendo a su vez superado en el mismo descalabro por Pedro Sánchez el 20-D. Aunque peor aún es lo logrado por el candidato socialista el 26-J: derrotarse a sí mismo perdiendo otros cinco escaños más sobre su ya precaria marca de 90. Y justo porque él y su partido han seguido jugando a ‘la gallina ciega’ seis meses más; es decir, consumiendo una segunda vuelta en las urnas sin ton ni son y con una falta total de realismo político.

Quien el 26-J perdió las elecciones no fue Unidos Podemos (porque no se había planteado ese objetivo ni por asomo y aun habiendo malgastado una gran oportunidad para crecer), sino el PSOE, por mucho que algunos digan lo contrario. Y las seguirá perdiendo, de forma cada vez más cruel, hasta que se tome su problema en serio y dedique muchos más esfuerzos y unos cuantos años a la verdadera renovación y regeneración interna, obra que nunca se quiere acometer.

Y lo peor de todo es que -como decimos- esa derrota se ha presentado y hasta celebrado como una gran victoria… Claro está que no sobre el PP sino sobre Pablo Iglesias, que de momento es un objetivo secundario, un señuelo de mera distracción frente a los populares o, en todo caso, un virus anti PSOE de progresión retardada y efecto final letal, que se debe analizar en sus causas originales antes que por el mal que le genera.

Eduardo Madina, ex secretario general del Grupo Parlamentario Socialista en el Congreso, afirmó de inmediato tras el 26-J -y dijo bien- que el PSOE “no puede conformarse con 85 diputados”, remarcado que Pedro Sánchez había conseguido el “peor resultado” de la historia socialista (superando todas las malas marcas precedentes) y que en un futuro congreso se deberá “discutir a fondo” por qué ha ocurrido. Una cantinela que, por otra parte, ya se ha venido repitiendo tras los anteriores desastres electorales.

Y tampoco habría que esperar más auto crítica para reconocer, pues, que el PSOE lleva demasiado tiempo dando ‘palos de ciego’ en sus posiciones y propuestas políticas. Y no digamos menos en lo relativo a su liderazgo y cuadros dirigentes, en lo que poco se siembra y poco habrá para recoger.

De hecho, frente a quienes dentro del partido defienden dejar gobernar de nuevo al PP, apoyando tarde o temprano su investidura si no por activa sí por pasiva, con la vieja guardia socialista a la cabeza, Madina aclaró que a quien ahora corresponde formar gobierno es a Rajoy. Y que éste no puede pedir al PSOE que le facilite el trabajo“para defender” políticas contra las que los socialistas se habían presentado a las elecciones.

Después de indicar que Rajoy tiene otros posibles apoyos en el Congreso de los Diputados, donde hay fuerzas ideológicamente próximas al PP (incluidas las derechas de ámbito autonómico con las que sigue sin entenderse), y que debería buscarlas, Madina sostuvo que la gobernabilidad de España había recaído en los populares y que era a Rajoy a quien correspondía “buscar su acuerdo” en vez de presionar al PSOE para que le “arregle la vida”… Y afirmó que los socialistas no se abstendrían en su eventual investidura y que votarían “que no, seguro” (así lo ratificó más tarde el Comité Federal del PSOE por unanimidad, pero con muchas caras largas y disidencias contenidas a la espera de acontecimientos que permitan otra postura).

Claro está que en la controversia interna socialista (un auténtico galimatías que confunde al electorado con un continuo cruce de ideas inconcretas y hasta contrapuestas), Pedro Sánchez se mueve de forma mecánica, igual que un pollo al que se le ha cortado la cabeza y aletea instintivamente por el corral hasta desangrarse; eso sí, acusando del desaguisado a Podemos de forma cuando menos absurda. Es la versión más penosa y dramática del juego de ‘la gallina ciega’, o del de ‘la piñata’ que se pretende romper a estacazos con los ojos vendados. Un espectáculo político lamentable.

El horno del PSOE no está para bollos. Pedro Sánchez es otro perdedor más y debería haber dimitido como secretario general del PSOE el mismo 26-J, al certificarse su segundo y mayor fracaso electoral. Si entre las dos últimas elecciones generales hubiera asumido la realidad social, afrontándola con claridad y pragmatismo, de forma más flexible, sin maximalismos y con el entendimiento político necesario para obviar las exclusiones, quizás hubiera podido liderar una mayoría coyuntural de corte reformista con Ciudadanos y Unidos Podemos (188 diputados), a pesar de haber perdido la oportunidad de hacerlo antes, cuando esas mismas formaciones sumaban 201 escaños.

Pero el caso es que ni el juego de ‘la gallina ciega’ ni el confundirse en el análisis de la situación y su proyección de futuro, es lo mejor que se puede hacer en política. Como tampoco lo es seguir dando ‘palos de ciego’ o tratar de lograr algo sin saber muy bien cómo hacerlo; con dudas y titubeos y sin un rumbo fijo…, porque eso tiene escasas probabilidades de éxito final.

El PSOE se encuentra en una encrucijada penosa, agravada -como hemos escrito en otra ocasión- por los consejos torcidos de Felipe González y del resto de una vieja guardia socialista empeñada en llevar al partido de victoria en victoria hasta la derrota final (como hace Rajoy en el PP). Haría bien en pararse y reflexionar sobre su pasado, su presente y su futuro, antes de seguir dando tumbos cuesta abajo y sin frenos.

Ni el 38 Congreso Federal del PSOE celebrado en Sevilla en febrero de 2012, ni el Congreso Extraordinario de 2014 sirvieron para nada. Y todo indica que el de 2016 tampoco servirá. Lo suyo parece que es, en efecto, el juego de ‘la gallina ciega’, o bandearse por el agitado mundo de la política nacional como un pato mareado.

Fernando J. Muniesa

Por Victoria
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Si en España ha habido un presidente del Gobierno con bula democrática, es decir al que la ciudadanía le haya perdonado personalmente lo que no ha perdonado a nadie, incluida su responsabilidad en asuntos bien procelosos, ese es sin duda alguna Felipe González. Con independencia de que también se le hayan reconocido muchas cosas meritorias.

Se fue de rositas del contubernio del 23-F, de los Gales, los Filesa, los Matesa, los Time-Export, las traiciones al pueblo saharaui, la OTAN de entrada No (que fue Sí), las Bases Fuera (que se quedaron Dentro), la primera guerra del Golfo, las connivencias con gobernantes sátrapas y políticos corruptos, las puertas giratorias para el enriquecimiento de los políticos y de otros muchos episodios oscuros de sus gobiernos…, incluido el de la ‘cal viva’ tan agriamente recordado por Pablo Iglesias en sede parlamentaria.

Y, no obstante, si algún ex presidente del Gobierno se inmiscuye en la política formal del país más de lo que debiera, ese es también Felipe González. Y quede claro que no hablamos de la política de su partido, ni de lo que pueda ser una entendible y prudente opinión personal sobre temas más generales, sino de arrogarse la autoridad moral y el dogmatismo de quien se considera factótum permanente del Estado y excelso guardián de sus esencias, algunas de ellas con efluvios mal olientes alumbrados justo bajo el sello del ‘felipismo’.

De esta forma, se da la paradoja de que quien tendría que ser más comedido en su retiro político, o al menos tanto como lo han sido otros que le precedieron o sucedieron en el mismo cargo, termine siendo quien en esa situación emérita más saca los pies del tiesto. Y no se critica, insistimos, el tomar posición o hacer comentarios sobre cuestiones internas del partido propio (como suele hacer José María Aznar en el PP), sino el plantear diatribas y lanzar anatemas sobre la política nacional en su conjunto e incluso en el ámbito de la diplomacia, que obviamente es una materia de Estado impropia de políticos retirados y más aún tan sobre pagados de sí mismos como Felipe González.

Ahí, en ese delicado terreno de las relaciones internacionales, hemos visto, por ejemplo, cómo el ex presidente González (y no el abogado humanista que ha podido ser pero que nunca fue), se ha revestido de una inexistente aura democrática (y casi tenida por exclusiva) para arremeter contra el Gobierno de Venezuela en cuestiones internas, no menos controvertidas que las de otros países a los que él nunca acusó de dictatoriales, tratando de descalificar a Podemos por su ‘leninismo’ (¿?) y por los contactos bolivarianos que algunos de sus fundadores tuvieron antes de constituirse en fuerza parlamentaria, como les pedía el sistema… Pero olvidando que fue el gobierno socialista de Rodríguez Zapatero (y directamente de la mano del ministro Bono) el que al mismo tiempo pactaba con Hugo Chávez nada menos que la modernización de su flota de combate con buques de la empresa pública Navantia, generando además bastante controversia sobre sus millonarias comisiones de intermediación…

Paréntesis: Curiosamente, el Tribunal Supremo acaba de archivar la causa promovida por el sindicato Manos Limpias sobre la presunta financiación ilegal de Podemos y otros posibles delitos relacionados con la recepción de fondos procedentes de Irán, de acuerdo incluso con la Fiscalía, mientras la financiación irregular de otros partidos sigue siendo más que evidente…

En el terreno de la política nacional, el último latiguillo de González ha sido bramar contra quienes, en su particular opinión, quieren ‘romper España’, por supuesto fuera de su partido (hacerlo desde dentro parece otra cosa), en directa alusión a Podemos. Pero olvidando también sus previos acuerdos de gobierno con los nacionalistas vascos y catalanes, a los que entonces no se atrevía siquiera a tildar de independentistas…, e incluso la actual propuesta del PSOE para llevar a España, mucho más allá del cuestionada Estado de las Autonomías, hacia el esperpento de una España Federal, ya fracasado escandalosamente en la I República.

¿Y qué decir, además, de las oscuras relaciones mantenidas por todos los gobiernos socialistas, y personalmente por González, con la controvertida monarquía marroquí (primero con Hassan II y después con Mohamed VI…? ¿O cómo encajar en una política de altura su conocida afirmación de que “Aznar y Anguita son la misma mierda”…?

¿Es que alguien se ha interesado realmente en España por investigar las ‘mierdas’ caribeñas de Felipe González y su comprometida estela de ‘amistades peligrosas’, desde Carlos Andrés Pérez a Gustavo Cisneros, pasando por el señor Slim…? ¿Trata tal vez de reconquistar el poder en Venezuela para goce y disfrute de sus amiguísimos archimillonarios de allende los mares…? ¿Acaso no se enterró su relación con Enrique Sarasola (‘Pichirri’) y su papel en el pelotazo del Metro de Medellín de forma extremadamente prudente…? ¿Y es que no conocemos todos los españoles que en los ‘papeles de Panamá’ aparecen personas tan cercanas a Felipe González como Mar García Vaquero o Jesús Barderas…?

La doble vida del señor González actuando como amable y modesto jubilado en España -cuando no pontificando ex cathedra- y como potentado entre potentados en los paraísos caribeños, aconseja no destapar una tercera personalidad justiciera ni que actúe como ‘matador do cangaçeiros’ en corrales ajenos (al estilo de Antônio das Mortes en el film homónimo de Glauber Rocha).

Bien que mal, los españoles ya saben valorar el comportamiento de sus políticos, con el consiguiente premio o castigo, sin necesidad de que el ex presidente González les oriente en esas tereas. Antes al contrario, muchos de ellos agradecerían que no olvide su pasado y que, en todo caso, ponga al PSOE en orden interno, por la falta que le hace y si es que le dejan: hasta Rodríguez Zapatero le mantuvo a distancia (por algo sería).

Y ahora, en el contexto del 26-J, el caudillo socialista de antes, hoy al parecer quejoso de su ostracismo político, sigue tratando de enmendarle la plana al propio sistema democrático y cuestionar con no pocos apriorismos y supuestos falaces a quienes, como Podemos, compiten legítimamente en elecciones (las ganen o las pierdan) tras haber embridado los movimientos callejeros que tanto amenazaban la estabilidad general del país, simpatías o antipatías hacia Pablo Iglesias aparte. Pretendiendo también condicionar a propios y extraños en la lectura de los resultados salidos del 26-J (como hizo el 20-D).

González ya nos había advertido de lo malo que sería para España votar a Podemos (a los demás partidos -incluido el suyo- claro que no), sobre todo por su conexión con el régimen bolivariano, tan distinto del cleptocrático que mantuvo su amigo Carlos Andrés Pérez condenado ‘por fraude a la nación’ en los tribunales de justicia (y que nadie le ha afeado). Pero, yendo mucho más lejos, lo que pretende ahora, poco más o menos, no es fomentar un gobierno de progreso propio de las fines socialistas, sino la rendición del PSOE ante los populares para salvaguardar los intereses del establishment, del que hace tiempo él y sus amigos ricachones forman parte inequívoca y sustancial.

Y lo curioso es que en parte de esa tarea -la de criticar sobremanera a la izquierda y muy poco a la derecha- le haya acompañado su mentor Alfonso Guerra. El mismo compañero del alma al que Felipe dejó tirado después de asegurar públicamente que sus críticos dentro y fuera del PSOE lo que iban a conseguir era un paquete de dos para irse juntos del Gobierno (su famoso ‘dos por uno’)…

Ahora, el ex presidente González insiste en dar lecciones de política dentro y fuera del PSOE, y a quien ni se las pide ni se las acepta. Entre otras cosas porque su magisterio está atado al pasado y no con pocas vergüenzas. Y lo más triste del caso es que, para salvar a su partido de la ruina electoral en la que profundiza cada vez más, sólo se le ocurra atacar a Podemos…

El rey Juan Carlos I se lo dijo a Hugo Chávez de forma irremediable y célebre (aunque quizás poco adecuada): “¿Por qué no te callas?”. Ahora, y no con menos motivo, la admonición a Felipe González sería la misma. Si se observan con atención y un poco de perspicacia, sus comentarios sobre la política nacional sólo aportan soberbia y rencor (dentro y fuera de su partido), sin la menor propuesta perfeccionista o regeneradora del sistema.

Cierto es que a él le van muy bien las cosas tal y como están; lo malo es que, con sus consejos, al PSOE le va de auténtico descalabro.

Fernando J. Muniesa

Por Victoria
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Sobre la eclosión de los nuevos partidos políticos de ámbito nacional, cabría decir, en principio, lo mismo que Antonio Machado poetizó acerca de la primavera: “Nadie sabe cómo ha sido. / La primavera ha venido. / ¡Aleluyas blancas / de los zorzales floridos!”.

Pero las razones para que, de repente, Ciudadanos y Podemos hayan consolidado una notable representación parlamentaria, desbancando al PP y al PSOE de sus privilegiadas posiciones históricas y dinamitando el cortijo del bipartidismo imperfecto en el que se encontraban instalados como fuerzas mayoritarias, tienen una base menos sorprendente que algunos dictados meteorológicos.

Y también más sólida. Porque por insólita o circunstancial que pueda parecer, la situación creada por ese nuevo escenario de partidos viene de lejos y tiene visos de mantenerse. De hecho, y a pesar de su bisoñez y del parón sufrido el 26-J, Ciudadanos y Podemos totalizan 103 escaños en el Congreso, 18 más que el PSOE y muchos más que algunos partidos periféricos que han venido condicionando la gobernabilidad de la Nación durante años como nocivas ‘bisagras’ para la convivencia nacional.

La fragmentación política que se ha reconfirmado el pasado 26-J, anunciada de forma tendencial mucho antes del 20-D, tiene bastante que ver con el deterioro moral del PSOE iniciado en los últimos años del ‘felipismo’ y sobrecargado en su caída por el ‘zapaterismo’. Pero también, o sobre todo, con el rechazo ciudadano a otra investidura presidencial de Rajoy tras haberle endosado éste a las bases sociales más débiles el brutal coste de la crisis económica, permitiendo por activa y por pasiva una corrupción pública sin precedentes (mezcla a todas luces explosiva). Eso es lo que hay y por lo que, en teoría, el PP podría volver a quedarse sólo para formar un Gobierno en todo caso destinado a morir desangrado a corto plazo.

Ambos partidos, PP y PSOE, han venido malversando desde hace tiempo su credibilidad social y reduciendo su capital político a la mínima expresión. Imponer, como han impuesto, una partitocracia sobre el Estado demoliberal parlamentario (trasladando el epicentro político desde el Congreso de los Diputados a los despachos de los partidos y sus aparatos), reflejada en un entendimiento bipartidista interesado y oscuro, ha sido regresivo para el modelo de convivencia democrática constituido en 1978 y a la larga nefasto para el socialismo, que ha terminado olvidando su razón fundacional.

Pero sobre esa realidad (que se debe corregir con urgencia), Rajoy, que fue un candidato presidencial impuesto por Aznar y mantenido en esa liza tras dos fracasos electorales sucesivos frente a ZP, sólo por el interés del aparato popular, no por elecciones primarias ni por su inexistente carisma político, ha añadido actitudes y comportamientos indeseables y de gran ayuda para abrir a Ciudadanos el espacio más moderado de la derecha, rompiéndola en dos (aun de forma desigual), y facilitar el avance de una izquierda más agresiva que la del PSOE.

El tancredismo político de Rajoy y la prevalencia de rescatar a la banca (no al país) a costa de empobrecer a los ciudadanos de a pie, junto al autoritarismo con el que gobernó en la X Legislatura (sin el menor consenso con nadie), agitaron al cuerpo social tanto como se pudo agitar tras la muerte de Franco: ahora, y gracias a su empecinamiento, ha conseguido que Ciudadanos y Podemos sigan ahí, teniendo bastante que decir en el proceso de investidura presidencial.

Rajoy no quiso retirarse como candidato del PP para el 20-D, a pesar de que durante sus cuatro años de mandato, él como presidente del Gobierno y todos sus ministros, llegaron a ser -y con mucho- los gobernantes peor valorados por la sociedad española desde la Transición, perdiendo nada más y nada menos que un tercio de sus votos y escaños. Y tampoco quiso renunciar a ser candidato el 26-J, ganándose otro varapalo electoral por mucho que siga siendo el partido insuficientemente más votado (o quizás logrando una victoria pírrica con falsas lecturas).

Todo ello acompañado de unas listas electorales plagadas de viejas glorias y ministros abrasados (o de desconocidos sin la menor promoción interna) y empeñado en ignorar las reformas institucionales prometidas en el 2011 (que pudieron conllevar sustanciales ahorros presupuestarios), con las que logró su malgastada mayoría parlamentaria absoluta. Y, aún más, haciendo en ocasiones exactamente lo contrario de lo prometido en la campaña de aquellos comicios, de forma flagrante y hasta ostentosa.

Cierto es que Rajoy ha encabezado, como sucedió el 20-D, la lista electoral más votada (otro candidato/a popular con mejor imagen pública, que no faltan, podría haberle superado), pero al mismo tiempo es el tapón para que el sistema de pactos políticos demandado con absoluta claridad por los electores, pueda prosperar. Suena mal y cuesta decirlo, pero hoy Rajoy ya no es la solución, sino el problema que ha impedido -y presumiblemente seguirá impidiéndolo- un acuerdo de gobernabilidad estable; sencillamente porque, tras su arrasador mandato contra las bases sociales, el partido que le apoye corre el riesgo de morir electoralmente en el empeño.

Rajoy ha ganado las elecciones del 26-J sin que nadie se lo discuta, mejorando su última marca pero sin alcanzar un umbral claro de gobierno. Así, y sin considerar presunciones como la abstención de los tradicionales votantes de IU o la generosidad electoral de muchos simpatizantes del PSOE para evitar su quiebra absoluta, la victoria popular no deja de ser ilusoria y, como tal, una oportunidad inmejorable para que su líder se pueda retirar con dignidad y sin que nadie tenga que indicarle la puerta de salida. Tendrá serias dificultades para conseguir apoyos activos más allá de una fría pasividad que permita su investidura en segunda vuelta y, en todo caso, para morir acto seguido abrasado por una dura oposición parlamentaria.

Lo que hay que decirle hoy a Rajoy es lo mismo que se dice a los críos cuando, con voluntad o sin ella, rompen sus juguetes: “¿Y ahora qué…?”. Sólo queda esperar que no insista en forzar el sistema establecido para obtener la investidura presidencial en el Congreso de los Diputados, con la absurda esperanza de que sus opositores le lleven en volandas hasta la presidencia del Gobierno y apoyen sus políticas a favor del establishment. O, peor aún, que ahora, so capa de su anunciada ‘salvación de España’, quiera imponer otra vez los apoyos activos de gobierno que no pudo imponer hace seis meses, estando más o menos en la misma situación de desequilibrio parlamentario, aunque tenga el derecho de intentarlo.

Claro está que, puesto a seguir en lo suyo, o sea haciendo jogging, footing o running en La Moncloa (cada día se ve que lo hace mejor), el presidente en funciones quizás quiera gobernar en minoría como hicieron Suárez en 1977 y 1979 (con 165 y 168 diputados en cada caso), González en 1993 (con 159) o el propio Aznar en 1996 todavía con menos (156). Pero Suárez, González y Aznar eran otra cosa, con independencia de que la precariedad parlamentaria de todos ellos fuera sensiblemente menor y su cintura política mayor.

Desde su previa oposición, éste último le espetó en reiteradas ocasiones al entonces presidente del Gobierno socialista su famoso “¡Váyase señor González!”. Pero, ahora, a quien con su escasa y condicionada victoria de 137 escaños (con muchos más se suele estar en la oposición) le toca irse es a Rajoy, simplemente porque hoy él es más un problema que una solución. Eso si quiere pasar a la historia con alguna grandeza política y haciendo un favor final a su partido. Tiempo al tiempo para comprobarlo: la prueba de la aritmética parlamentaria no suele fallar.

Fernando J. Muniesa

Por Elespiadigital
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En la noche del 20-D se confirmaron el insuficiente éxito del PP, una ruina absoluta del PSOE (en parte enmascarada por el gran fracaso no reconocido del PP) y el éxito revulsivo de Podemos y Ciudadanos que se situaron en el tercer y cuarto puesto en el ranking electoral, pasando de cero escaños nada menos que a 69 y 40 respectivamente. Así, los analistas que hasta el último momento habían apostado por un bipartidismo irredimible PP-PSOE, tuvieron que rectificar sobre la marcha, afirmando incluso alguno de ellos haber sido augur de lo acontecido.

Y ahora, al cierre electoral del 26-J, vemos cómo, aún con algunos ajustes, se consolida la fragmentación en la representación política. Y cómo la gobernabilidad de la Nación vuelve a presentarse de nuevo complicada, con el sostenimiento de Podemos (ahora Unidos Podemos) y una ruptura de momento irreversible en el voto de derechas, dado que Ciudadanos mantiene 32 escaños, partidos antes emergentes que siguen siendo fuerzas considerables para el entendimiento y la convivencia política nacional, pese a quien pese.

Salvando las distancias, volvemos a una situación muy parecida a la que, justo al inicio de la Transición y a propósito del enterramiento del antiguo régimen franquista -por su propia consunción-, el profesor Jesús Fueyo definió de forma célebre y lapidaria como “fin del paganismo y principio de lo mismo”. Es decir, a jugar una nueva mano de la misma partida política pero con protagonistas distintos en la mesa.

Y en este nuevo escenario, lo más preocupante es el deterioro electoral del PP y el PSOE, castigados en las urnas hasta límites sin más precedentes que el de la extinta UCD, aunque todavía hagan valer su posición relativa frente a las demás formaciones políticas y que, sea cual sea su papel en la XII Legislatura, les tendría que llevar a una urgente recomposición interna. Instalados en el anti reformismo y en una permanente connivencia con la corrupción, fueron avisados insistentemente de lo que se les avecinaba sin hacer nada para evitarlo: paguen ahora su inevitable penitencia y quítense de encima a todos los culpables de esa triste deriva, cuanto antes mejor.

Lo más obvio, no para todos pero sí para nosotros, es que los nuevos partidos siguen siendo el revulsivo de la política española, sí o sí. Y que, mientras el PSOE sigue cayendo, Unidos Podemos, manteniendo los 71 escaños obtenidos el 20-D (69 de Podemos y 2 de Izquierda Unida) es quien tiene cogida la sartén de la izquierda por el mango, aun sin llegar a asestar el anunciado sorpasso al PSOE que ha caído desde los 90 a 85. Si en diciembre de 2015 la izquierda de ámbito nacional lograba 161 escaños, ahora, seis meses después, sólo suma 156, pero con una mayor proximidad entre partidos, y aunque, a pesar de su continuo descalabro, Pedro Sánchez pueda seguir siendo al menos jefe de la oposición.

Frente a sus anteriores 123 escaños, el PP ha subido a 137, mientras que Ciudadanos ha bajado de 40 a 32. Antes sumaban 163 y ahora suman 169. Antes no se entendieron y ahora se entenderán menos, sobre todo si el cadáver político de Rajoy sigue insepulto (con la circunstancia añadida de que los populares mantienen la mayoría absoluta en el Senado).

La aritmética parlamentaria arbitrará -si es posible- la formación del nuevo Gobierno. Pero con los resultados del 26-J será difícil que pivote -como antes pivotaba- sólo sobre el PP o sobre el PSOE, salvo que se quiera forzar una ‘gran coalición’ a la alemana (algo en sí mismo contradictorio) o una rendición del socialismo ante los populares de consecuencias impredecibles. Guste más o guste menos, el actor que sigue incordiando en la formación del Gobierno es Podemos.

El rechazo ciudadano a otra investidura presidencial de Rajoy, empeñado en unos recortes sociales tremendos combinados con una tolerancia de la corrupción nunca vista (una suma ciertamente explosiva), ha vuelto a pesar en las urnas más que el manido grito del ‘¡que vienen los rojos!’. Han bajado los escaños y los votos de los partidos de izquierda en su conjunto, pero no han funcionado ni la campaña del miedo ni el intento de desacreditarles como enajenados políticos capaces no tanto de reformar el sistema sino de arrasarlo, con lo que el ‘rojerío’ no dejará de pisar las moquetas del poder (en parte gracias a la torpeza con la que se les ha querido combatir)…

Ahora, la contumaz realidad del voto sigue desbordando las esperanzas del establishment, por no hablar de sus manipulaciones argumentales. Ahora, y aunque el PP continúe siendo el partido más votado, ya existen nuevas actas fehacientes de la defunción del bipartidismo y, en consecuencia, una necesidad absoluta de soslayar las mentiras políticas habituales -de populares y socialistas- y tomarse las cosas seriamente en todos los niveles de la vida nacional. Porque esto de pasar por las urnas tiene su miga o su para qué; y cuando el electorado se harta, sucede lo que ha sucedido: que, tras agotar su crédito social, el PP y el PSOE han quedado pateados por un grupo de aprendices de la política -que es lo que todavía son-, dicho sea con todo el respeto del mundo.

El PP y el PSOE de hoy se han pegado un segundo batacazo en relación con su posición de 2011 (como sucedió en 2015). Y eso se justifica no por errores puntuales, sino porque la podredumbre del sistema político que ambos representan ha desbordado los diques de su propia nómina mediática. Lo que, finalmente, ha facilitado el asalto de los nuevos partidos al sistema para poder acometer reformas institucionales profundas. Y ahí siguen.

Ya veremos cómo se encara la deseable formación de un nuevo Gobierno. Pero lo cierto es que, de lograrse, en el fondo será presidido por un perdedor, se presente a la opinión pública como se quiera presentar. Quizás haya llegado la hora de que el Jefe del Estado, si es capaz, proponga un poco de orden y concierto en el agitado mar de la política española.

Fernando J. Muniesa

Por Victoria
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En el debate político electoral se vienen observando continuas alusiones a la ‘extrema izquierda’, casi siempre con visos acusatorios o estigmatizadores. Sobre todo desde el PP y los medios informativos que le son afines. Aunque al líder de Ciudadanos, Albert Rivera, tampoco se corte un pelo al utilizar el término ‘comunistas’ de forma peyorativa.

Y el caso es que, mientras a los populares y socialistas se les supone cierta respetabilidad -no se sabe bien por qué- y son perfectamente identificables, a la extrema izquierda, aún desdibujada, se la considera casi un azote de la humanidad. Y así, cuando se pretende anatemizar a alguien con etiquetas extremistas de este tipo, caben serias dudas sobre si se hace de forma razonable o no. Sobre todo después del decisivo papel jugado por Santiago Carrillo y el PCE en la Transición, con la propia Dolores Ibarruri ejerciendo de diputada por Asturias en las Cortes Constituyentes de 1977 (llegó a presidir la Mesa de Edad del Congreso en la apertura de aquella legislatura).

Ante tanta insistencia en ese torpe intento de descrédito político, realmente fuera de lugar, sólo cabe preguntarse cuál es o dónde se afinca hoy en día la ‘extrema izquierda’ española. Porque, quienes la señalan de forma tan despectiva, ¿se refieren acaso a Unidos Podemos…? ¿O miran de reojo a los separatistas vascos y catalanes e incluso a algunos socialistas afanados en proclamar el Estado Federal…? ¿Y alguien puede señalar con un mínimo de rigor intelectual y sin menospreciar la libertad ideológica consagrada en la Carta Magna, en qué partido anida esa deriva extrema de la izquierda al parecer tan terrible y devastadora…?

¿Acaso son de ‘extrema izquierda’ o de izquierda revolucionaria los ediles que hoy regentan ayuntamientos capitalinos tan importantes como los de Madrid, Barcelona o Valencia…? ¿Y qué tiene que ver eso con el Frente Popular, las checas o la quema de iglesias y conventos de otras épocas pasadas ya enterradas…?

Claro está que mucho más grave es no saber dónde anida la ‘extrema derecha’ del país, ni que nadie la denuncie con la misma aplicación. ¿O es que acaso no existe…?

Otro invento político curioso, puesto también de moda por el PP durante la época ‘tancredil’ de Mariano Rajoy, es distinguir -de forma igualmente tendenciosa- entre los partidos ‘constitucionalistas’ y los que al parecer no lo son. Y el caso tiene su miga, porque presenta tintes -ahí es nada- de prevaricación institucional.

Aquellos partidos que sintiéndose tocados por el aura divina de la democracia -la ‘suya’ y no la de todos- se definen como ‘constitucionalistas’, están afirmando de forma implícita la existencia en paralelo de otros que no lo son. Y dando a entender que el Estado ampara desde su Administración Central a formaciones políticas inconstitucionales o que han falseado los estatutos fundacionales que dieron lugar a su registro en el Ministerio del Interior.

¿Y es lícito, o simplemente ético, sostener o insinuar que partidos con su representación parlamentaria obtenida en las urnas son ‘inconstitucionales’, sólo porque aspiren a modificar ciertos contenidos de la Carta Magna o se muestren en desacuerdo con alguno de sus desarrollos legales…? ¿Es que acaso las fuerzas políticas ‘constitucionalistas’ que ya la han modificado en dos ocasiones son las únicas con derecho de pernada para hacerlo…?

Lo curioso del caso es que en nuestro marco de convivencia democrática, estas muestras o reverdecimientos del ‘constitucionalismo de ocasión’ son protagonizadas precisamente por quienes más suelen pasar del respeto cotidiano a los valores y principios que sustentan nuestra norma de mayor valor jurídico, e incluso de su literalidad textual. Ahí están para atestiguarlo unos cuantos miles de causas judiciales con significados nombre políticos implicados, afiliados precisamente a los partidos ‘constitucionalistas’.

Pues bien, al socaire de esta práctica tan poco edificante, conviene recordar a quienes tanto se complacen en ella que el texto constitucional ampara y obliga a todos los ciudadanos por igual, otorgando los mismos derechos fundamentales y libertades públicas para todos, sea cual sea la ideología de cada uno.

Ese es el principio general. Pero el compromiso democrático de las instituciones públicas se concreta en especificaciones muy precisas e inequívocas. Así, en el capítulo segundo de la Constitución se consagran, entre otras libertades, la ideológica y la de expresión, y también el derecho de todos los ciudadanos a participar en los asuntos públicos, por supuesto sin excluir a los ‘comunistas’, y vinculando en su tutela a todos los poderes públicos sin la más mínima exclusión.

Y habiendo sido los constituyentes tan claros y precisos al establecer esas garantías universales ¿en base a qué enfermiza razón algunos políticos siguen discriminando y tratando de desacreditar a sus oponentes apelando a su forma de pensar y posición izquierdista, tachándoles de ‘comunistas’ o criticando su pertenencia a una ‘extrema izquierda’ que en realidad no existe...? ¿Y hasta cuándo van a seguir amenazando electoralmente con su manida campaña del miedo…?

Frente al grito facilón del ‘¡que vienen los rojos!’, lo que parece aproximarse en las inminentes comicios del 26-J es una avalancha de respetables votos democráticos con los que identificar las demandas y aspiraciones políticas de cada elector.

Predicar el constitucionalismo y la democracia de ocasión es una cosa, pero dar ejemplo sobre lo predicado es harina de otro costal. El 26-J mediremos con bastante precisión qué costal acarrean unos y otros en las urnas.

Fernando J. Muniesa

Por Victoria
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Por supuesto que la coyuntura electoral española no va a propiciar ningún ‘efecto mariposa’ que pueda alterar radicalmente el sistema político, ni mucho menos provocar el caos democrático que algunos vaticinan en contra de un posible gobierno de auténtica izquierda, o de una izquierda menos tibia que la socialdemócrata del PSOE.

Si observamos con atención la dinámica sociopolítica de la democracia, e incluso la del franquismo, aquí ‘nunca pasa nada’. Así lo advertimos en una crónica anterior parafraseando a Juan Antonio Bardem a propósito de la película del mismo título que estrenó en 1963, en la que de forma sutil mostraba la intrahistoria de una pequeña ciudad representativa de aquella sociedad, remarcando su invariable rutina cotidiana y la pobre interacción de sus ambientes y habitantes.

Entonces, la expresión ‘nunca pasa nada’ se asentó en los medios políticos, tal vez como una lógica aspiración del viejo régimen. Y lo cierto es que, con un poco de perspicacia, también podríamos verla reflejada en la política de la Transición y, sin duda alguna, en la época del bipartidismo imperfecto protagonizado por el PP y el PSOE.

Puede decirse que, políticamente, con Franco nunca pasó nada y que, según se mire, después de su muerte tampoco pasó mucho. Más bien sólo lo imprescindible para que, en el fondo, todo siguiera ‘atado y bien atado’, en una suerte no de ruptura democrática sino de una insoslayable reforma del oxidado régimen establecido, con una acusada continuidad terminal de las esencias y prohombres del franquismo hasta su total agotamiento vital.

En realidad, la muerte de la UCD tras la intentona golpista del 23-F solo fue consecuencia de la fosilización del modelo político pre-existente, al igual que la eclosión del PSOE en las elecciones generales del 28 de octubre de 1982 también sería su única salida posible.

Tras el natural acceso del PSOE al poder, el establishment decidió dar por concluida la Transición y por consolidado el nuevo régimen democrático, así llamado porque dimanaba de una Carta Magna, en la que los constituyentes impusieron entre otras cosas -y con poca posibilidad de respuesta popular- el cuestionado Estado de las Autonomías. El referéndum previo por el que se aprobó la Monarquía parlamentaria como nueva forma política del Estado, tampoco sería gran cosa, porque venía totalmente encarrilado como una herencia franquista…

Al fin y al cabo, los avances democráticos de nuestra historia política más reciente no han sido nada extraordinarios. Aunque se hayan presentado como notables y trascendentes, acaso porque ni siquiera había costumbre de que sucedieran cosas semejantes.

Pero en estos momentos, el nuevo agotamiento del modelo político está a punto de propiciar que pequeñas cosas, como algunas nimias rectificaciones en el comportamiento electoral, terminen siendo sean decisivas, quizás por el desinterés previo del PP-PSOE en promover las reformas institucionales y el regeneracionismo demandado por los votantes.

Y el acomodo del sistema ha sido tan grande, que hasta la aparición de Podemos y sus movimientos populares (la consolidación de Ciudadanos fue una reacción ante ese fenómeno en el espectro de la derecha), tampoco se ha tenido conciencia de lo que supone un verdadero ‘cambio político’. La agria reacción que esa novedad ha generado en el poder establecido -el establishment-, intentando confundir simples reivindicaciones sociales poco menos que con el caos democrático, e incluso con la propia anarquía, o pretendiendo identificar esas reformas necesarias con el puro desgobierno, muestra lo raro o inhabitual del suceso.

Ahora, la contumacia no rectificadora del PP-PSOE ha situado a los partidos emergentes en el fiel de la balanza política, tomando el poder en algunos ayuntamientos emblemáticos sin que la realidad del día a día haya activado las alarmas del tsunami político. Porque los tiros no van por ahí.

Lo que se percibe objetivamente es que, poco a poco y en cada una de las elecciones que se van sucediendo, la dinámica del cambio político (radical) avanza de forma irreversible, como un proceso silente que sólo vislumbran las bases sociales y los analistas independientes, mientras la clase todavía dirigente sigue aferrada a los deplorables tics y formas del pasado.

Ahora es el momento en el que las pequeñas rectificaciones (las que los políticos no han querido acometer y las que los electores pueden sustanciar en las urnas el 26-J), van a mostrarse decisivas.

Algunos analistas hablan de cansancio y posible abstención electoral, otros de cómo el voto de la ‘racionalidad’ se puede imponer al de la ‘emotividad’ y otros más de cómo los votos fugados del PP-PSOE pueden volver al redil de las casas madre… Más o menos con la esperanza, sin duda ilusoria, de que se pueda reinstaurar el nocivo modelo previo de bipartidismo imperfecto.

Nosotros preferimos interpretar la realidad secuencial del comportamiento en los últimos procesos electorales y su tendencia, los datos sobre malestar social, el avance de la pobreza en España, la clara continuidad de la crisis económica, la tolerancia con la corrupción política y la negación a ultranza del regeneracionismo…, por ejemplo. Y desde luego prever cómo el acuerdo de Unidos Podemos dejará de castigar la dispersión geográfica de IU o cómo el sistema D’Hont para la adjudicación de escaños ya no primará de forma exclusiva a los dos partidos históricamente mayoritarios…

El 26-J será el momento en el que mover o reajustar apenas un 5% de los votos, o convertirlos en escaños de forma más objetiva y democrática, va a poder generar un efecto definitivo sobre el sistema. El pasado 20-D se inició ese tránsito y nada se ha rectificado ni hecho para impedir su progreso.

Fernando J. Muniesa

Por Victoria
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El actual espectro de fuerzas políticas y la dinámica electoral desde que el Gobierno de Rajoy comenzó a malversar su mayoría parlamentaria absoluta de la XI Legislatura, junto con la mala experiencia previa del ‘zapaterismo’, confirman la prevista voladura del bipartidismo -que algunos anticipamos antes incluso de que el fenómeno comenzara a mostrarse en los comicios europeos de mayo del 2014- y la realidad de una política nacional a cuatro bandas con plaza para el PP, Ciudadanos, PSOE y Unidos Podemos.

Si con las cautelas propias del caso damos por acertados o aproximativos los últimos sondeos pre-electorales, el PP quizás podría volver a ser el partido más votado, aunque de nuevo lejos del resultado necesario para poder liderar otro gobierno conservador. Y, además, con menos diferencia de escaños sobre Ciudadanos que en las últimas elecciones del 20-D, cuando el que el partido de Albert Rivera era sólo un fenómeno emergente sin representación en el Congreso de los Diputados, mientras que ahora es una fuerza política consolidada y claramente competidora en el espacio de centro-derecha (en realidad una derecha moderada).

La cuestión es saber si el 26-J ambos partidos (PP y Ciudadanos) son capaces de sumar lo suficiente para un acuerdo de gobernabilidad (el 20-D alcanzaron entre ambos sólo 163 escaños frente a los 186 del PP en las elecciones anteriores de 2011). Y, es su caso, cuál será el nuevo peso de cada uno de ellos para liderarlo, con un Rajoy rechazado por propios y extraños y un Rivera algo inmaduro pero en alza.

Un fenómeno de reposicionamiento electoral que se dará también dentro de la izquierda política y quizás de forma todavía más rotunda, con una nueva caída al límite del PSOE en favor de Unidos Podemos, fuerzas que el 20-D totalizaron 159 escaños (29 más que la suma del PSOE y Ciudadanos que se postuló fallidamente para formar Gobierno). La incógnita en este caso es si esa suma de izquierdas puede superar o no a la del PP y Ciudadanos y si habrá o no sorpasso de Unidos Podemos a la agotada formación socialista, a efectos del entendimiento entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias.

Menos digerible, por mucho que algunos la patrocinen para seguir en el poder, es la ‘gran coalición’ al estilo alemán (derecha e izquierda juntas). Por tanto, y más allá de lo que supone la lucha entre bloques de izquierda y derecha, con las dos variables derivadas del nuevo reparto electoral entre cuatro fuerzas políticas de ámbito nacional (sin despreciar el papel puntual de los partidos autonómicos), lo que cabe preguntarse en este momento es para qué quieren, tanto el PP como el PSOE, volver a gobernar España…

Desde luego que es importante saber quién termina ganando las elecciones del 26-J. Pero en este nuevo escenario de fragmentación política, también es necesario poner de relieve algunas circunstancias de cara a conformar el próximo Gobierno de la Nación, trascendental por el clamoroso fracaso de la XII Legislatura y porque todo indica que se inaugurará una nueva forma de acceso al poder ejecutivo y de ejercerlo.

Entonces estaremos en un escenario político de cuatro partidos agrupados en los dos bloques históricos de la política nacional: el conservador y el progresista (en realidad el espacio de centro sólo es dialéctico). Y lo que hay que ver entonces es si de verdad PP y PSOE dan el relevo de sí mismos a Ciudadanos y Unidos Podemos, acompañado con el tipo de conciertos que ya se han suscrito en la política local y autonómica, marcados por el deseo de los votantes y la photo-finish del recuento electoral.

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La primera y más evidente advertencia es que, tras el fracaso de Rajoy en los tres principales desafíos de legislatura (gestión social de la crisis, lucha contra la corrupción y reformas institucionales), y su renuncia para intentar formar gobierno tras el 20-D, es imposible que, con él al frente, el PP pueda recuperar la confianza del electorado y el apoyo de los otros partidos. Caso en el que también se encuentra el PSOE, incapaz de sacudirse el lastre del ‘zapaterismo’, todas sus contradicciones internas, sus dudas oportunistas sobre el modelo político nacional y las heridas de la corrupción propia.

¿Y qué pueden prometer ahora ambas fuerzas políticas, si con mucha más fortaleza nada han sido capaces de hacer en materia de reformas, lucha contra la corrupción y verdadera perfección del sistema político…? ¿Es que ofrecen algo concreto y creíble a esos efectos…? ¿Alguien puede entender cuál es, de verdad, su oferta política exacta y realizable más allá de su descalificación del oponente o del vótame para que no gobierne otro…?

A partir de esta realidad, que en esta ocasión además obligará a cualquier ganador a buscar apoyos post-electorales sólidos (no ‘mínimos’), el peso numérico y la posición geométrica de cada partido será decisiva en el ámbito de las oportunidades de gobierno. Fracasado el entendimiento entre Ciudadanos y el PSOE (por su escasa aritmética), lo cierto es que en la liza electoral el PP se sitúa claramente en el espacio de la derecha, desde la derecha-derecha y hasta el límite del centro-derecha (pero no más allá), pudiendo llegar a acuerdos de gobernabilidad in extremis sólo con Ciudadanos, partido situado en el centro-derecha (de momento tampoco está claro que juntos puedan sumar una mayoría suficiente).

Y esa misma atadura es la de Unidos Podemos en el otro extremo del eje ideológico-posicional: como izquierda-izquierda revulsiva y con efectos al menos sumatorios (con algunas adhesiones transversales), su posibilidad de pacto es con el PSOE (apoyados incluso por partidos periféricos), pero tal vez con más visos de poder alcanzar una mayoría de gobierno.

Parece ser, pues, que el protagonismo de las nuevas elecciones en cada hemisferio de la política (el conservador y el progresista) correrá a cargo de Ciudadanos y Unidos Podemos. Porque, para el elector avezado, el quid de la cuestión sigue siendo efectivamente este: ¿Para qué quieren el PP y el PSOE volver a gobernar España…? ¿Y cómo van a creer ahora los electores sus habituales promesas de cambios que después siempre olvidan…?

Fernando J. Muniesa

Por Victoria
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Una de las pocas cosas realmente novedosas en las elecciones del 26-J, es  que al menos en las candidaturas de Ciudadanos y de Unidos Podemos, que son las que quizás despiertan más interés, no figuran muertos políticos vivientes. Cierto es que podrán integrarlas gente políticamente menos experta o con acentos ideológicos inusuales y hasta transgresores; pero, de momento, no se encuentran marcadas por la lacra de la corrupción política (personal o partidista) ni por el continuo incumplimiento de sus promesas electorales, sin que tampoco tengan menor bagaje intelectual que quienes en otros partidos ya se muestran como candidatos de réquiem.

El ‘réquiem’ (‘descanso’ en latín) se conoce sobre todo en su afección a la ‘misa de difuntos’ de la liturgia romana (missa pro defunctis o missadefunctorum), que es un ruego por las almas de los muertos, realizado justo antes de su entierro o en las ceremonias que conmemoran el óbito en cuestión. Otra identificación del ‘réquiem’ son las composiciones musicales utilizadas principalmente para acompañar estos servicios litúrgicos o como conciertos de toque funerario.

Así, en esta crónica utilizamos el término ‘réquiem’ para acentuar el carácter caduco o fútil de los personajes incluidos de forma prominente en las listas electorales sin nada que aportar en términos de futuro. Es decir, políticos amortizados o auténticos ‘muertos vivientes’ incapaces de arrastrar a nadie a las urnas, cuando no claramente perjudiciales por su pasada experiencia de gobierno o su mala valoración social.

Y esas candidaturas de réquiem son las que volvemos a ver en el PP y en el PSOE para las elecciones del 26-J, quizás porque sus propios líderes (Rajoy y Sánchez), ambos realmente fracasados el 20-D, no dejan de ser dos cadáveres políticos incapaces de promover a su alrededor la más mínima ilusión ni esperanza de futuro.

El PP insiste en unas listas electorales en las que prevalecen los mismos amiguetes de Rajoy, incluidos los ministros en funciones peor valorados desde la Transición, que ya le acompañaron en la pérdida de la mayoría absoluta y nada menos que de 63 diputados, o el 33% de los obtenidos en 2011, antes que hacerlas atractivas para los votantes. Nada se observa por esa vía que suponga autocrítica alguna ni el menor atisbo de rectificación política o de renovación interna, con lo que uno no sabe cuál es la razón exacta por la que el PP espera mejorar sus resultados el 26-J.

Ahí están, incluidas en los puestos más destacados de las candidaturas, personas ya quemadas o súper amortizadas, e incluso fracasadas o que se han comportado como meros ‘floreros’ allí donde han tenido algún cargo o responsabilidad política. Esta inclusión de gente con una imagen pública desfavorable, o simplemente sin valores objetivos contrastados, es la que caracterizó las listas electorales del PP para el 20-D, ahora reiterada de cara al 26-J, justo en un momento crítico para el partido y tras continuos tropiezos en todos los comicios celebrados a partir de la mayoría absoluta ganada el 20-N (europeos, municipales y autonómicos).

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Para las listas electorales no debería valer cualquiera, ni su mejor mérito debe ser tampoco el de la amistad personal con el Dedo Divino que las sanciona o el de formar parte de las camarillas que le rodean. Y en las candidaturas para el 26-J del PP, que además de ser un partido que ya fracasó el 20-D también puede adentrase más en una demolición sin precedentes, hay mucho ‘número uno’ provincial sin la menor justificación razonable, junto a otros verdaderos ‘espanta-votos’ enmascarados en posiciones menos relevantes pero con el mismo efecto de rechazo social. Puestos a elegir los candidatos electorales a dedo, que es como se suele hacer en todos los partidos, óptese entonces por quienes verdaderamente lo merezcan y sean más útiles en su función de representación parlamentaria.

Ahora, el PP sufre el error táctico de no haber sustituido con mayor decisión a los líderes desmoronados en las elecciones municipales y autonómicas del año pasado (24 de mayo) y en las previas de Andalucía, cuando todavía se contaba con siete meses para acreditar a los nuevos titulares que pudieran frenar la pérdida de votos (para ello ya se habría tenido más de un año). Y demostrando, además, que no tiene banquillo, sino más bien una colección de corchos políticos flotantes que taponan la renovación del partido y que lastran su necesaria conexión con la sociedad real.

Y, mientras tanto, el PSOE remienda sus no menos fracasadas listas del 20-D con políticos rescatados de tiempos pasados como Margarita Robles y Josep Borrell, ahora con rango de ministrables en las listas por Madrid. Salvando el respeto personal que nos merecen, lo cierto es que la agotada imagen pública de ambos, la primera vinculada a los momentos más agónicos del ‘felipismo’ y el segundo (una cabeza sin duda brillante) forzado por su propio partido a renunciar como candidato a la Presidencia del Gobierno en 2000, aun habiendo ganado a Almunia las correspondientes primarias, pocas dosis de entusiasmo electoral pueden aportar en una coyuntura como la presente tan exigente con el cambio y la renovación interna. Cosa que tampoco se salva con el voluntarismo y las indiscutibles buenas maneras del profesor Ángel Gabilondo.

Pedro Sánchez ya perdió 20 escaños sobre los escasos 110 logrados por Rubalcaba en 2011. Y ahora, con más de lo mismo, parece lógico que pueda perder unos cuantos más, asumiendo personalmente las consecuencias.

Allá cada partido con sus listas electorales, pero si las del PP y las del PSOE pueden mover algo, sólo será para que sus votantes de otros tiempos busquen nuevos referentes políticos en otras formaciones aledañas. Porque, lo que anuncian las candidaturas electorales de réquiem de ambas siglas, ya sin fuerza propia, no es otra cosa que una missa pro defunctis, apuntando que, quiérase o no, el futuro del país discurre por otros caminos.

Ya lo advertimos en las elecciones del 20-D y ahora lo repetimos de cara al 26-J: los muertos políticos vivientes son malos compañeros para ganar en las urnas. Pero allá los errores de cada cual y que con su pan se los coman.

Fernando J. Muniesa

Por Victoria
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A un mes vista de las próximas elecciones generales, los dos partidos políticos mayoritarios, PP y PSOE, mantienen su error de venderse ante los votantes sólo, o sobre todo, a base de descalificar e incluso demonizar a sus adversarios, y más en concreto a IU-Podemos (ahora ‘Unidos Podemos’).

Para empezar, así elevan la notoriedad pública de tales oponentes, reflejan su temor ante ellos, mostrando la vulnerabilidad propia, y movilizan a los electores insatisfechos con la situación política establecida, animándoles a promover el cambio votando a las opciones que se muestren más útiles para lograrlo. Es decir, ese ataque tan errado sirve en gran medida para señalar a los electores el camino directo del castigo al sistema vigente que les incomoda, versus la acreditación propia y el esfuerzo por convencer a los votantes más afines de las bondades y virtudes de su propio partido con la humildad y autocrítica necesarias.

Porque esa reacción ciudadana de buscar y apoyar el cambio o la alternativa política, alentada por los desmedidos y a veces demagógicos ataques que las fuerzas emergentes reciben desde los otros partidos de ámbito nacional, antes que combatida por la crítica razonable y razonada o con propuestas alternativas creíbles, es lo que en el fondo prima en situaciones de crisis global irresuelta como la que el electorado padece en estos momentos. Centrarse sólo en descalificar al opositor que pretende mover la silla del poder y cambiar la dirección política del Gobierno cuando su bienestar se ve tan amenazado como ahora, es lo más desacertado que puede hacerse en momentos de tanto desprestigio político y sufrimiento social.

La crítica desmedida y poco argumentada, o dirigida temerosamente contra quien todavía no ha gobernado, sólo sirve para consolidar aquello que se quiere combatir. Del mismo modo que los slogans más machacones (por ejemplo el de ‘unidad por el cambio’ en el caso del PSOE) suelen poner de relieve justo lo que no existe o en realidad es una grave carencia propia (sin ir más lejos ahí están las posiciones socialistas en Cataluña y Valencia).

Pero es que, además, en el caso del PP, que es la formación situada más a la derecha del espectro político, de poco sirve alertar a sus electores en contra de la coalición IU-Podemos, porque ninguno de ellos tiene in mente la menor posibilidad de votarla, pretendiendo sólo que el ‘rojerío’ reniegue de los suyos. Esa energía debería dedicarse mejor a evitar la fuga de votos propios hacia Ciudadanos o a marcar distancia electoral con el PSOE como posible segundo partido más votado, sin equivocarse de público-objetivo.

Y ello al margen de que la insistente ‘campaña del miedo’ desarrollada por los populares en las últimas confrontaciones electorales -el ¡que vienen los rojos!-, ha constituido, evidentemente, un enorme fracaso. Por tanto, las apelaciones expresas del candidato Rajoy a la radicalidad y al extremismo de la izquierda española poco sirven, viniendo de donde vienen, para atajar el posible sorpasso de IU-Podemos en esa orilla de la política, aduciendo su inconveniencia para el país y como si el electorado estuviera obligado a ser de derechas, cuando su mayoría siempre ha sido más bien de izquierdas.

Algo igual de inocuo que la adjetivación de ‘comunista’ con la que Rivera pretende descalificar esa misma opción de izquierda integrada en el sistema democrático, resultando una niñería despectiva y extemporánea propia del señoritismo español e inadecuado en quien pretende arriar la bandera de la moderación. Si se quiere posicionar en el llamado ‘espacio de centro’ -allá él-, debería respetar por igual a quienes dentro del constitucionalismo se sitúen a uno u otro lado del suyo y recordar, como también tendría que hacer Rajoy, que todos somos españoles con los mismos derechos políticos, aunque cada cual profese una ideología política diferente.

Amenazar, pues, a estas alturas de nuestra historia política, con el anatema del ‘rojerío’ y jugar electoralmente con la apelación al miedo, es algo aún más perjudicial que inofensivo, porque puede convertirse en un punto fuerte del adversario político. Los resultados de las últimas elecciones y la actual distribución del poder territorial, evidencian que esa no ha sido exactamente la mejor estrategia para el PP ni para el PSOE.

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Es más, en el caso de Pedro Sánchez, la radicalidad con la que se ha enfrentado a IU-Podemos, es todavía más grave. El histórico ninguneo del PSOE a IU y sus ataques a Podemos como fuerza emergente, sólo puede entenderse como táctica para dejarles aislados en el extremo izquierda del espectro político. Pero cuando esa pretendida marginación no responde a la realidad social contrastada en las urnas, ya deja de ser válida, alejándose del realismo electoral y del último objetivo de liderar la mayoría ciudadana.

Eso no significa, ni mucho menos, que el PSOE deba malversar su historia ni su autonomía política. Pero, una vez fracasado el intento de Pedro Sánchez de liderar el ‘centro político’ -realmente inexistente y confundido con la mera ‘moderación’-, lo aconsejado por la actual fragmentación del voto era haber intentado un acuerdo amplio de progreso para instalar de verdad la política del cambio que tanto pregona y que nadie puede creer posible en asociación con los otros dos partidos del establishment: PP y Ciudadanos.

A la hora de lavarse la cara ante el electorado, y en un momento claro para aunar esfuerzos tanto dentro de la derecha como de la izquierda políticas, el PSOE debería sopesar bien en qué platillo de la balanza electoral quiere jugar de verdad, porque ahora es muy difícil hacerlo en los dos o pretender prevalecer a caballo entre ambos aferrado a una socialdemocracia cada vez más desdibujada. El riesgo de esa errada aspiración, no es otro que el de recibir el desprecio simultáneo de la derecha y la izquierda, el convertirse de golpe y porrazo en una fuerza gregaria de quienes se consoliden en la verdadera izquierda o el de tener que renunciar a su ideal fundacional.

El ‘no, gracias’ del PSOE a una confluencia electoral de la izquierda para arrebatar al PP su mayoría en el Senado, puede ser otro tiro político que le salga por la culata y acorte aún más su camino hacia el desastre total. Su soberbia ante ‘la otra izquierda’, que quizás sea la auténtica izquierda por mal que esto parezca a algunos, pueden ser mortales de necesidad.

Concluida la guerra política sólo entre dos, propia del bipartidismo PP-PSOE, el error de ambas formaciones ha sido no centrarse en su recomposición interna y no saber defender con argumentos y hechos sólidos sus espacios políticos habituales, dando pábulo a quienes hasta ahora jugaban en la marginalidad o simplemente batallaban en otra guerra ideológica entonces menor.

Y todo ello, mientras las descalificaciones sin cuento contra IU-Podemos coaligados como auténtica izquierda (tildándoles de marxistas, bolivarianos, marcianos y todo lo que se quiera), de muy escasa eficacia para frenar la sangría electoral propia, sirven sobre todo para facilitar su consolidación política. Demos tiempo al tiempo para comprobarlo.

Fernando J. Muniesa

Por Victoria
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Hace poco más de un mes, y ante la incapacidad de los partidos de ámbito nacional para garantizar la gobernabilidad del país y consensuar las reformas que necesita (sociales, económicas, legislativas…), con la deriva final de tener que dar la legislatura por perdida y verse forzadas a unos nuevos comicios generales (los del 26-J), advertíamos que había llegado la hora de las grandes coaliciones pre-electorales. Y que, en su caso, deberían estar claramente definidas en términos políticos para que los votantes no vieran malversada de nuevo la confianza otorgada en las urnas a los partidos de su preferencia o de mayor afinidad ideológica.

En definitiva, una vez fracasado el entendimiento político post-electoral demandado por los votantes, lo que hay que afrontar ahora es un nuevo intento de alcanzar el Gobierno para promover un programa útil a las necesidades y exigencias de la mayoría social. Un objetivo que requiere superar el descrédito generado con la palabrería y las promesas electorales incumplidas; es decir, tratando que los partidos más afines se aten entre sí a un modelo o formulación concreta de la política a seguir, bien sea ésta de corte liberal-conservador o de corte progresista, que son las dos opciones más comprensibles por el electorado, al que se debe subordinar la acción gubernamental democrática.

Devaluadas como están las habituales promesas electorales de unos y otros, la emotividad, más que la racionalidad, será la que ahora balanceará la posición de los votantes, inclinados por aquella opción que sobre todo suponga una idea de afinidad ideológica compartida o de utilidad para hacerse con el poder. Dicho de otra forma, fracasado el entendimiento político post-electoral, el elemento sentimental va a ser el motor que básicamente moverá a los votantes del 26-J, porque, hoy por hoy, eso es lo único que queda a quienes aún creen en las urnas: votar la ideología, o sus rastros por escasos que sean, al margen de las vacuidades partidistas.

Lamentablemente, han pasado los días del matiz y las preferencias netas, perdiéndose la oportunidad de que la sociedad se pronuncie de forma más o menos acusada sobre una tendencia política concreta, justo porque el reclamado consenso de un esfuerzo conjunto de todos los partidos con sentido de Estado se ha visto defraudado de forma estrepitosa. Ahora, la democracia, que seguirá avocada al gobierno de la mayoría, prevalecerá en términos de visceralidad política.

Por eso, la estrategia electoral más profunda primará sobre el continuismo, las tácticas, la propaganda y la manida dialéctica partidista. Ahora, la gran oportunidad para alcanzar el Gobierno se corresponde con la organización de coaliciones pre-electorales o de frentes políticos, por mal que suene el tema. Esa es la gran variable con la que jugar en las elecciones del 26-J, quieran verlo o no los líderes y politólogos del momento.

Y en ese obligado escenario, poco quieren hacer populares y socialistas, ciegos ante la caída del bipartidismo, pasando de combatir la corrupción del sistema e ignorando los movimientos ciudadanos que reclamaban el cambio político. De hecho, esas mismas fuerzas emergentes han terminado por abanderarlo como un instrumento decisivo de penetración electoral, aunque ya se verá con qué resultados alternativos.

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Hablamos, pues, de una gran miopía política o de una torpeza de gran magnitud en la que gustan de permanecer tanto el PP como el PSOE, ajenos a la previsión de que en estos momentos, como ha sucedido en tantos otros de nuestra historia, la racionalidad y el pragmatismo cederán espacio a la emotividad, primando la idea del reformismo y del cambio político mejor visualizada y que ambos partidos han tirado insensatamente por la borda.

Ahí, en ese terreno, es donde la coalición o acuerdo pre-electoral entre IU y Podemos puede tomar una dimensión notable. Y no sólo por un efecto meramente sumatorio y de capitalización del sistema D’Hont con el que se adjudican los escaños provinciales -negado en algunos análisis interesados-, sino por lo que supone como entendimiento político y su efecto de empatía social. Frente al empeño de Felipe González por presentar este tipo de acuerdos como algo que ‘suma para dividir’ (quizás por el fracaso que en las elecciones de 2000 -otro escenario muy distinto al actual- supuso el pacto entre Joaquín Almunia y Francisco Frutos), otros podrían verlo como un revulsivo de efecto multiplicador; es decir, como una llamada para movilizar a toda la base electoral conjunta y adherirla otros votantes descreídos del PSOE o más leales a la izquierda política que a sus expresiones particulares.

Y eso es lo que atemoriza a los socialistas, que podrían verse desbancados por esa estrategia de unidad pre-electoral en el liderazgo de la izquierda política y desplazados a una posición gregaria, con la última consecuencia de una refundación de urgencia absolutamente traumática.

Algo que también atemoriza al PP, que no deja de soportar con Ciudadanos un fenómeno de competencia electoral muy parecido, aunque se produzca en otra longitud de onda política, sin tomar más iniciativa al respecto que el pacto PP-UPN en Navarra (ya por razones de pura supervivencia).

Los excesos del bipartidismo PP-PSOE, colmatados con el ‘zapaterismo’ y el ‘marianismo, han generado una tremenda frustración en el electorado. Algo que el pasado 20-D llevó nada menos que a casi nueve millones de electores a votar a las dos fuerzas emergentes lideradas por Pablo Iglesias y Albert Rivera (Podemos y Ciudadanos). Aunque aquel aviso parece no haber hecho mella en la contumacia política de Pedro Sánchez y de Mariano Rajoy, más instalados en su cortijo personal que en el de sus propios partidos, o en el de los intereses más exigentes del país.

Atentos, porque tanta ceguera política, que ni siquiera se ha pretendido corregir con el más nimio tratamiento paliativo, quizás necesite atajarse con un nuevo varapalo electoral a modo de intervención quirúrgica radical, como sucede con las gangrenas que se ignoran o no se tratan a tiempo.

Fernando J. Muniesa

Por Victoria
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Quienes se hayan podido interesar por la historia evangélica, que es una materia más apasionante y reveladora de lo que puede parecer antes de conocerla, saben que existen multitud de evangelios gnósticos o apócrifos, también llamados ‘extra-canónicos’, que son los escritos en los primeros siglos del cristianismo en torno a la figura de Jesús de Nazaret, y que con posterioridad la Iglesia católica decidió no incluir en su canon bíblico. Tampoco fueron aceptados por otras confesiones cristianas como la ortodoxa, la anglicana o la protestante.

Así, los Cuatro Evangelios por antonomasia o ‘canónicos’, son los de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, y que, según no pocos autores, estuvieron inspirados por Dios, pasando por tanto a la historia como reveladores de su palabra y de la vida de Jesucristo.

Salvando las distancias, podríamos entender que, hoy en día, los cuatro evangelistas ‘canónicos’ o autorizados de la política española son nada menos que Mariano, Pedro, Pablo y Alberto, mientras que los demás -así son las cosas- figuran como ‘extra-canónicos’ o poco influyentes en el electorado nacional. A estos cuatro maestros reconocidos, corresponderá, pues, propagar la palabra y la revelación política durante la campaña de las elecciones generales convocadas para el 26 de junio.

Un desafío ciertamente curioso, porque su inmovilismo previo y la escasa capacidad que desde el 20-D han mostrado para hablar entre ellos y lograr un acuerdo de gobernabilidad, o sea para ‘hacer política’, les ha convertido en auténticos muditos, o peor en sordomudos contumaces, sin nada que decir ni proponer al electorado. Quizás sea necesario, entonces, atender a los evangelistas apócrifos de la política (los líderes de las bases sociales, las fuerzas más radicales y hasta los grupos anti-partidos) para ver la forma de salir del atolladero en el que estamos, anclados como seguimos en la crisis general (económica, social e institucional), pese a quien pese y diga lo que diga el gobierno saliente y corrobore por pasiva la oposición in-opuesta.

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Ahora, nuestros cuatro evangelistas de andar por casa ya tienen a sus asesores áulicos (fracasados en su papel primordial de asesoramiento interno) afanados en el enfoque y desarrollo de la nueva campaña electoral, quizás intentando enmendar -o no- los errores cometidos en los anteriores comicios y en el inicio de la XI Legislatura, la más inútil de toda nuestra historia política democrática. Y, claro está, la expectación se centra en saber qué van a contarnos cada uno de los cuatro partidos asimilados al Espíritu Santo de la política, cómo y por qué van a pedirnos el voto, de qué se van a arrepentir o no públicamente, cuáles serán sus nuevas promesas electorales y, en definitiva, qué estrategia van a seguir (silente, continuista, rompedora…) en su nuevo propósito embaucador.

Poco se puede aventurar al respecto, aunque sería comprensible -pero no razonable- ver al PP y al PSOE encastillados en sus posturas tradicionales, y aún con mayor radicalismo, y esperar de los partidos emergentes o recién destetados (Podemos y Ciudadanos) planteamientos más auto críticos y de reconducción de sus errores, bien sea a mejor o a peor…

Lo lógico es que los partidos, todos suspendidos ante la opinión ciudadana no sectaria, cambien de forma sustancial sus enfoques de campaña, sus ofertas políticas y sus estrategias de comunicación, ya que el escenario electoral es muy distinto al de hace seis meses (el 20-D) y que la opinión pública les tiene bajo observación severa.

Tampoco parece irracional pensar, con todas las cautelas, que a tenor del espectáculo dado por los cuatro partidos en liza electoral nacional, y en particular por el PSOE y Podemos, IU sea el partido que más crezca, y que si se coaliga con Podemos -operación difícil de sustanciar- su suma pueda desbancar al PSOE para liderar la izquierda política. De no producirse este acuerdo, es muy posible que Podemos pierda la ventaja que obtuvo el 20-D como partido del voto útil en ese espectro social.

Por su parte, Ciudadanos podría ceder votos al PP, pero también captarlos del PSOE, que en cualquier caso podría continuar en caída electoral libre. Sin que ello signifique una derrota total de la izquierda, sino más bien un reajuste en su liderazgo. Y si el PP mejora levemente sus resultados, cosa difícil de sustanciar sin mayor renovación interna y con Rajoy al frente de la candidatura, está por ver que el conjunto PP-Ciudadanos pueda alcanzar la mayoría absoluta o siquiera superar la suma de PSOE, Podemos e IU. Al fin y a la postre volviendo más o menos a la misma necesidad de pactos post-electorales.

Claro está que frente a un posible encadenamiento de resultados de nuevo fragmentados y conflictivos, caben revulsivos previos de última hora para poder balancearlos hacia la gobernabilidad política. Entre otros habría que considerar la posibilidad de coaliciones pre-electorales que fijen con claridad las posiciones de los partidos antes de que el electorado decida su voto, o un auténtico golpe de timón y de renovación interna radical en los partidos mayoritarios, sobre todo dentro del PP que debería sacrificar la figura de su actual líder, Mariano Rajoy, profundamente rechazada por una parte significada de la derecha española y convertida en un problema difícil de superar para el entendimiento con otras fuerzas políticas

Dicho de otra forma, y dado el desprestigio social y la escasa credibilidad de los actuales evangelistas de la política, excepciones extra-canónicas aparte, parece que las nuevas elecciones se dirimirán no tanto en el plano de la dialéctica y las promesas electorales, ya vacuas por demás, sino en el de su planteamiento estratégico más profundo. Un terreno que los partidos pisan sin firmeza, habituados a la palabrería y al tactismo del corto plazo, y que es el que les ha llevado a donde están. Es la hora en la que los estrategas políticos, si es que existen, deberían arrollar con decisión a los asesores mercachifles instalados como lapas en los aparatos de los partidos.

Fernando J. Muniesa

Por Victoria
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Ya han transcurridos cuatro meses desde que en las elecciones del 20-D viviéramos una plaga sin precedentes de propósitos de enmienda en la mal praxis política y de promesas regeneracionistas, gracias a la debacle del bipartidismo y a la emergencia de fuerzas políticas de nuevo cuño como Podemos y Ciudadanos. Pero el caso es que de aquellas intenciones buenas y refrescantes ya queda bien poco, siendo de temer que en la campaña de los comicios a punto de convocarse para el próximo 26 de junio se vuelva al tradicional ‘más de lo mismo’, sin otro interés que el de seguir embaucando a electores ingenuos en la simple batalla del ‘quítate tú para ponerme yo’.

Este entretiempo electoral así la indica. Y una de las cuestiones pendientes en este juego de falsas promesas y reformas políticas, es la constancia de las mamandurrias y puertas giratorias del sistema que convierten lo que debiera ser un modelo ‘vocacional’ y de servicio al Estado, dignificado al máximo, en otro meramente ‘ocupacional’ y de servirse del Estado. Y con una plétora de empleos políticos que en la pasada legislatura nos mantenían a la cabeza de la Unión Europea (400.000 o uno por cada 115 electores)…

Lo razonable es que los representantes políticos emanados de las urnas, fueran bien valorados por los mismos votantes que les han elegido, pero no es así. Bien al contrario, y salvando honrosas excepciones, está claro que la política es una de las profesiones peor consideradas por la ciudadanía; porque a eso, a ‘profesión desprestigiada’, es a lo que la han conducido demasiados de sus ejercientes, entre otros los ex altos cargos agarrados a las puertas giratorias como recadistas de empresa y los cargos electos convertidos en chupa-jornales de las instituciones públicas y/o empleadores de amiguetes sin mayor oficio ni beneficio.

No hay que devanarse los sesos para concluir que en esa baja estima social confluyen varias apreciaciones. La primera de todas son los actos delictivos perpetrados por la clase política, sobre todo en el ámbito de la corrupción urbanística, en la gestión de los presupuestos públicos y en la evasión fiscal, que vemos destacados en los medios informativos cada dos por tres. Y de forma en efecto indiscriminada, afectando más o menos a todos los partidos.

Otras veces, esta misma inmoralidad política se descara en la adjudicación de los contratos de obras y servicios públicos. Y, de forma todavía más evidente, en la designación de cargos de confianza, que, según el caso, pueden limitarse a un ‘pesebre’ de andar por casa o llegar al asalto de una empresa pública para facilitar negocios millonarios a compinches y correligionarios, pasando por el descarado nepotismo del favor familiar… De todo ello también suele darse puntual y abundante noticia.

Pero, junto a esta percepción general, fácil de acompañar con todo lujo de detalles, también conviene llamar la atención sobre otro tipo de excesos políticos, quizás menos indecorosos pero igual de reprobables, vinculados en efecto al pluriempleo de los parlamentarios electos. Práctica asentada en el auténtico trágala electoral que suponen las listas cerradas de los candidatos elegibles, muñidas e impuestas por el aparato de los partidos, realimentando sin cesar la inmoralidad política subyacente.

Cierto es que en algunos cargos electos, como los municipales, el doblete ocupacional se podría justificar en órganos de representación política afines o conexos (como las diputaciones provinciales o cabildos insulares), por razones competenciales, aunque sus funciones debieran recaer en las comunidades autónomas (se crearon para esa política de proximidad). De hecho, la elección de los diputados provinciales se extrae exclusivamente de los concejales electos, a los que, en definitiva, sirve la Diputación correspondiente. Una dependencia de intereses muy similar a la que mantienen los municipios insulares con el Cabildo de referencia, aunque poco convincentes para el electorado sobre todo si se plantean como pluriempleo retribuido.

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Y bastante menos justificada es la compatibilidad de la presidencia de un ayuntamiento importante, o de un cabildo insular, con la actividad legislativa nacional propia de senadores y diputados, funcionalmente tan alejada de su quehacer cotidiano. Algo de difícil comprensión, sobre todo por la necesaria atención presencial, salvo que el político pluriempleado fuera un auténtico ‘Superman’ o un impensable genio de la ubicuidad.

Dicha compatibilidad, legalmente admitida pero poco ética, conlleva, en todo caso, una condición de difícil cumplimiento para el común de los mortales, tasada con rotundidad en la Ley Orgánica del Régimen Electoral General. Su artículo 157.1 establece de forma rotunda que el mandato de diputados y senadores se ejercerá, literalmente, “en régimen de dedicación absoluta”.

Dispuestos a la pedagogía, conviene recordar también que justo esa condición de ‘dedicación absoluta’ se invoca de forma tan reiterada como inútil en todos los dictámenes emitidos por la Comisión del Estatuto de los Diputados para que la Cámara autorice sus compatibilidades. La fórmula que las da el visto bueno, siempre incluye la misma coletilla, admonitoria pero incumplida de raíz en las situaciones que comentamos: “(...) y sin que en ningún caso el disfrute de la autorización pueda suponer menoscabo de la dedicación absoluta a las tareas parlamentarias, que establece el artículo 157.1 de la LOREG”.

La realidad de tal pluriempleo, no tiene, pues, en el mejor de los casos, otra justificación que el oportunismo de promocionarse al amparo de la notoriedad que ofrece la política nacional, asumiendo competencias a priori de imposible atención y a costa del buen ejercicio de la otra ocupación paralela, a la que el político electo está plenamente obligado en el auténtico servicio público.

Y esto es mucho más evidente cuando el senador o diputado pluriempleado pertenece a una formación política minoritaria, cuya reducida representación impide, obviamente, su presencia física en la treintena larga de comisiones establecidas en cada una de las Cámaras. En la política española hubo y hay pluriempleados para dar y tomar: ponga el lector avezado nombres al caso y, si comparte lo leído, medite bien su voto y a quien va a poner en nómina.

Fernando J. Muniesa

Por Victoria
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Una de las actitudes más displicentes de los partidos políticos es la que mantienen desde la propia Transición sobre algunos aspectos ciertamente chocantes del sistema electoral, aunque sean muy fáciles de racionalizar.

Y la decepción social en este enervante asunto se ve agravada porque su reforma legal, justa y necesaria, ni siquiera exige modificar la Carta Magna ni demanda nada del erario público: sólo requiere voluntad política para retocar la LOREG (Ley Orgánica 5/1985, de 19 de junio, de Régimen Electoral General), adaptándola de forma precisa e inequívoca al espíritu y la letra constitucionales. Algo que, sin ir más lejos, ha tenido el PP en su mano durante los cuatro años de su última mayoría parlamentaria absoluta, y que, en su caso, pocos se habrían atrevido a votar en contra.

En sus artículos 68 a 70 y conexos, la Constitución es meridianamente clara  respecto a la ‘proporcionalidad’ de la representación electoral. Y habiéndose modificado la ley correspondiente ya en trece ocasiones sin problema ni mayor dificultad, no se ve razón alguna para tener que seguir soportándola sin sus correcciones más racionales y democráticas.

El problema esencial es que, asegurando el texto constitucional una mínima representación inicial a cada circunscripción, completándola acto seguido con criterios de proporción poblacional, su desarrollo normativo desvirtuó dicha norma suprema con una asignación de escaños por provincia y su reparto entre las fuerzas políticas esencialmente ‘aproporcional’.

Así, se da la curiosa circunstancia de que a Soria o Teruel les correspondan un diputado por menos de cada 50.000 habitantes, mientras que a Madrid o Barcelona la misma representación se les asigna por más de 175.000 habitantes. ¿Y es que acaso los sorianos o los turolenses estén más cualificados a efectos políticos que los madrileños o los barceloneses…? Evidentemente no; pero lo cierto es que cada escaño de Soria o de Teruel representa a menos de la tercera parte de los españoles de otras provincias, aunque con la misma y desproporcionada presencia parlamentaria.

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Si en términos generales se suele afirmar que la democracia es tal porque cada ciudadano tiene el peso de su voto, en la nuestra algunos pesan lo que tres, y no por la cultura, la inteligencia o el mérito personal de quien lo emite, sino sólo por el lugar donde reside. Quizás con la intención de que las zonas con más población del país no tuvieran mayor peso político (algo absurdo e injustificado porque nadie está obligado a residir en un sitio concreto), pero evidenciándose en todo caso que el contra balanceo de esa posibilidad es desde luego excesivo. Situación que requiere un ajuste radical de la distribución de escaños por circunscripciones o de los votos necesarios para alcanzarlos, sobre todo en Canarias donde se aprobó una ley electoral autonómica especialmente arbitraria en la representación parlamentaria.

Y junto a esa desigualdad personal, otro fallo no de la Constitución sino del desarrollo que de ella se hizo en la LOREG, es aplicar el sistema D’Hont para la asignación de escaños a los partidos en cada circunscripción. En las once que tienen asignados tres o menos diputados, el reparto de escaños con ese sistema también favorece de forma desproporcionada a las fuerzas políticas mayoritarias, que, sólo por serlo, eliminan en la práctica a las terceras y cuartas opciones, capitalizando además -como sucede en toda España- los votos de los partidos minoritarios que se quedan sin representación cuando no han alcanzado el 3% de los válidamente emitidos, según establece la LOREG. Otra cosa sería aplicar el método Sainte-Laguë (o Webster).

De ahí que dichas listas electorales -y las de las 9 circunscripciones con cuatro diputados que les siguen en el mismo ventajismo electoral- sean las preferidas por los grandes partidos para asegurar un escaño a candidatos foráneos o ‘cuneros’, sin necesidad de que tengan el menor prestigio ni vinculación territorial alguna.

Ese juego de ventajas y desventajas en la representación parlamentaria (primando sobre todo al partido más votado), alcanza claro está a las 52 circunscripciones electorales, pero se manifiesta con mayor evidencia en las 11 que tienen asignados tres o menos escaños, donde a la tercera fuerza política le es casi imposible lograr siquiera el último de ellos. De esta forma, hay que insistir en que la pauta constitucional de establecer un sistema de representación política ‘proporcional’, duro y puro como consta en el texto constitucional, se ha traducido mal al desarrollo normativo.

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Otro problema de la LOREG es el efecto negativo que conlleva su aplicación para los partidos con votos muy repartidos por todo el territorio nacional pero con poco porcentaje en cada circunscripción, como IU, pudiendo no superar la barrera del 3% de votos válidos en algunas de ellas aunque si se alcance en el conjunto nacional. Por el contrario, las grandes formaciones políticas y las que acumulan un gran número de votantes en el mismo espacio geográfico (las autonómicas), son las más favorecidas por este retorcido sistema. Así, puede suceder que un partido nacional con el 10% de los votos consiga sólo el 5% de los escaños, mientras que otro autonómico logra el doble de diputados con el 5% de los votos, en base únicamente a su distinta agrupación geográfica.

¿Y por qué se penaliza de forma tan bárbara la agrupación de votos en las provincias más habitadas, mientras los partidos autonómicos juegan con una sobreprima de representación en la política nacional…? ¿Dónde queda entonces la igualdad electoral de todos los españoles propugnada en la Constitución como valor superior de su ordenamiento jurídico (art. 1 CE)…?

En 1985 el bipartidismo PP-PSOE impuso la LOREG como le convino para reasentar un modelo político que en esencia es anti democrático, y también un reflejo de nuestra repudiada política decimonónica. El sistema electoral adolece de otros problemas, pero estos son los más visibles y chirriantes, siendo hora de rectificarlos, sin olvidar que se trata de un compromiso claro incluido en las promesas fundacionales de Podemos y Ciudadanos.

Fernando J. Muniesa

Por Victoria
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Previsiblemente, faltan sólo dos semanas para que el próximo 3 de mayo se disuelvan las Cortes y se convoquen nuevas elecciones generales a celebrar el 26 de junio. Gracias, en esencia, a la incapacidad de Rajoy, Sánchez, Iglesias y Rivera para negociar entre ellos acuerdos de gobernabilidad.

De llegarse a ese extremo, el día precedente (2 de mayo) volveríamos a conmemorar el heroico levantamiento de los madrileños contra el invasor napoleónico, pudiéndose iniciar también acto seguido el de los electores contra los partidos culpables de nuestras peores vergüenzas políticas. Una batalla que culminaría 54 días después con el recuento de los votos en la tarde-noche de marras.

Ese sería el momento para confrontar el miedo de unos -los políticos- por los pecados cometidos en su función de representación y confianza social, con la respuesta de otros -los votantes- ante su falta de coherencia y altura de miras. Sería la hora de volver al manido juego de la ruleta electoral y del ajuste de cuentas democrático, ahora enervado por la decepcionante actitud previa de todos los candidatos en competencia.

Deberíamos estar, pues, ante una respuesta de represalia ciudadana contra quienes han venido fomentando más traiciones que lealtades hacia sus electores, tanto por haber intentado forzar pactos para ellos indeseados como por imposibilitar los deseados. Aunque quizás la cosa vaya más lejos.

Ya sabemos que las encuestas políticas están manipuladas por quienes las hacen y las publican, en función de quienes las financian y de su proximidad al interés de cada fuerza política. Y en esta suerte de travestismo mediático, movido por un pragmatismo excesivamente grosero, los principios de la democracia y la propia ética profesional desaparecen como por ensalmo, al tiempo que las ideologías y los programas electorales se transforman en simples etiquetas y tracamandangas para seducir a los votantes incautos.

Así, los últimos sondeos sobre opiniones y actitudes electorales siguen en eso de defender cada una lo suyo sin rubor alguno. Como si no pasara nada y los partidos y sus líderes se comportaran siempre según aconseja la ética política y les exigen los votantes. Piensan sus responsables que la ruleta de las urnas seguirá dando las mismas vueltas de siempre, entreteniendo a los mismos ingenuos jugadores -la ciudadanía- y en la misma suerte de enredos y perseverantes falsas promesas.

El tema no es nuevo. Se justifica en la debilidad humana y en su codicia de poder, de dinero o de figuración, por muy humildes y limpios que parezcan quienes la buscan (ya se engreirán y corromperán al pisar las moquetas del poder). Los ejemplos son continuos y sintomáticos, y algunos ciertamente memorables en nuestra historia política más reciente, como las habituales promesas de crear millones de puestos de trabajo, que nunca se cumplen, o las de acabar con la delincuencia política, que sigue campando a sus anchas de norte a sur y de este a oeste del país.

Por eso, lo que asombra y enerva profundamente en estos momentos, no es tanto esa indecencia en sí misma -que también-, sino la frecuencia y el desenfado con que aparece y reaparece de forma machacona, como los números y colores en el juego de la ruleta. Y el caso es tal, que ya reclama piedad con quienes se ven obligados a padecer de nuevo el mismo dolor por las mismas torturas. Opuesto al de quienes humillan su moral, si es que alguna vez la tuvieron, para no perder su posición política y las prebendas públicas disfrutadas sin merecimientos objetivos. Dos cosas muy distintas.

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Pero aún duele más tener que soportar como candidatos del PP y del PSOE a los mismos personajes que ya fracasaron con estrepito en las elecciones del 20-D, Mariano Rajoy y Pedro Sánchez, y tras haberse constatado el colmo de su incapacidad política para pactar siquiera con sus más afines. Dos personajes (nefastos donde los haya) que siguen postulándose como nuevos perdedores y dando la matraca para no retirarse de la partida, sin crédito alguno y a costa de bloquear la movilidad interna y regeneradora de sus propios partidos. Son un remedo, pero sin pizca de gracia, del Felipito Takatún televisivo popularizado por Joe Rígoli en los años de la Transición.

Es una pena que en esta nueva jugada electoral, devaluada de antemano incluso en razón de los candidatos, tampoco se pueda recuperar la dignidad del sistema. Nada indica que las elecciones del 26 de mayo vayan a propiciar una mayor confianza social en los partidos, aunque sí que podría verse todavía más mermada al traer consecuencia de una actitud política previa soberbia e intransigente, en un insoportable ‘más de lo mismo’.

Ahora, la torpeza de los medios informativos, igual de comprensible que indigna en el actual sistema de dependencias políticas, se centra sólo en publicitar qué candidatos y qué partidos se pueden ver más beneficiados o perjudicados en el lamentable drama electoral del momento. Sin denunciar su comprobada y redundante incompetencia, sin poner verdes a quienes se lo merezcan y sin facilitar la información y los análisis para que los electores puedan votar con más conocimiento de causa y mayor libertad.

Aún así, tendríamos que tratar de apostar o dejar de hacerlo por quienes de verdad se lo merezcan, abstrayéndonos de las falsas ideologías y siglas vacuas que les amparan; o votar en blanco (o simplemente no votar) si ninguno de los candidatos mereciese nuestra confianza. Eso sería actuar como seres racionales o inteligentes y no como simples muñecos de cuerda activados por la manipulación política (o la informativa).

Lo prioritario es ser honesto con uno mismo, reconocer la responsabilidad individual que tenemos por consentir y realimentar el sistema que nos ahoga y luchar por erradicarlo, dejando de votar a quienes en el fondo repudiamos, aunque se mantenga algún afecto o respeto histórico por su partido. Hoy, eso es lo esencial. ¿O es que acaso queremos ser sus víctimas perennes o las del modelo político que nos imponen…?

Fernando J. Muniesa

Por Victoria
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Todo el mundo conoce el dicho de que ‘a cada cerdo le llega su San Martín’. Se trata de una festividad que se celebra el 11 de noviembre en honor de Martín de Tours, que primero fue soldado, después obispo y finalmente uno de los santos más populares del cristianismo, venerado tanto por la Iglesia católica como por la ortodoxa. Ese día es el señalado en muchos pueblos de España justo para consumar la tradicional matanza del cerdo.

La expresión se ha universalizado con aplicación a otros casos y situaciones variopintas. En esencia, con ella se quiere decir que si alguien actúa de forma incorrecta, tarde o temprano le llegará el momento de pagar su culpa, recibiendo el castigo merecido por los malos actos cometidos.

En la vida política, tiene clara relación con los excesos de quienes ostentan un mandato de representación electoral, bien en materia de corrupción, en abusos del poder delegado por sus representados o incluso por la pasividad o el error sistemático en su ejercicio. Así, en España se podría aplicar a casos bien notorios en el ámbito de la delincuencia política y a personas y partidos que finalmente han sido defenestrados en las urnas -o lo serán-, y por supuesto a un sinfín de gobernantes sátrapas del mundo entero…

Por eso, podríamos decir que a la clase política que ahora actúa de forma tan cuestionada socialmente -unos más que otros-, está a punto de llegarle, como a los cerdos en el momento de la matanza, su particular San Martín electoral, dicho sea sin ánimo de ofensa personal.

Ahora, el proceso de entendimiento político para conformar un gobierno no monocolor o con apoyos externos de legislatura, según han dictado las urnas, se mantiene en la vía del fracaso. Y ello al margen del patético espectáculo de corrupción, incoherencia y batallas internas que siguen dando el conjunto de los partidos implicados.

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Vamos camino de agotar los plazos establecidos legalmente para formar Gobierno tras el proceso electoral concluido el pasado 20 de diciembre, a nuestro entender excesivos en un sistema democrático moderno. Y con un reparto de culpas que alcanza prácticamente a todas las fuerzas políticas con representación en el Congreso de los Diputados, algunas de ellas sin duda enrocadas en contra de los intereses generales del país.

Sin ir más lejos, Mariano Rajoy ha sostenido mil veces su personal “no me voy a rendir nunca”, denostando el acuerdo entre PSOE y Ciudadanos  y el intento frustrado de investidura de Pedro Sánchez. Mientras éste exige a Podemos su apoyo incondicional a un pacto en el que no ha participado y que va directamente en contra de sus planteamientos políticos, o mientras los líderes de las fuerzas emergentes (Albert Rivera y Pablo Iglesias) se vetan entre sí para suscribir cualquier acuerdo político…

Ya estamos a tres semanas de que el próximo 3 de mayo se tengan que convocar forzadamente nuevas elecciones generales para el inmediato 26 de junio, disolviendo las Cortes y volviendo a otra campaña electoral, que con toda seguridad se convertiría en el particular San Martín de quienes sean vistos por los votantes como culpables de tal situación. Y provocando quizás un hartazgo social capaz de elevar la abstención electoral hasta cotas que lleven el sistema a su límite de resistencia, sin olvidar que acto seguido se tendrían que celebrar otras elecciones pendientes para este mismo año en el País Vasco y Galicia, no menos engorrosas.

Y lo peor del caso es que el miedo a ese San Martín electoral, que es un puro ejercicio democrático, puede precipitar la peor solución alternativa. Por ejemplo, un Gobierno frágil de conveniencia táctica o una solución de tipo  frentista que, por la torpeza y el egoísmo de los partidos en liza, convierta el remedio del momento en algo peor que la propia enfermedad.

Si el proceso de investidura presidencial fracasa definitivamente, es obvio que la debilidad del sistema quedará patente. De ahí al desastre político generalizado, incluidos los conflictos de competencias -ya hemos visto el reciente enfrentamiento institucional a propósito del control parlamentario sobre el Gobierno en funciones- y hasta la inoperancia constitucional de la Jefatura del Estado, quedaría muy poco trecho.

Partiendo del porcentaje de participación que se registró en las pasadas elecciones generales de diciembre de 2015, aproximadamente un 69% (el record se alcanzó en octubre de 1982 con un 79,57% que propició la gran mayoría absoluta del PSOE y el hundimiento de la UCD), las primeras encuestas realizadas tras el fracaso de la investidura de Pedro Sánchez comenzaron a registrar un descenso significativo en el nivel participativo, situándose en un 65%.

Ahora, en caso de consumarse el fracaso político de no formar Gobierno y tenerse que celebrar nuevas elecciones de forma inédita, la afluencia a las urnas podría bajar más, quedando ya muy lejos del mínimo histórico que supuso el 68,71% alcanzado en las elecciones de marzo de 1979. Es decir, se superaría con mucho el desinterés público que se mostró para conformar aquella I Legislatura constitucional.

Está claro que ese retroceso en la participación electoral significaría el desentendimiento de toda una historia de difíciles logros democráticos, a cuenta básicamente de la poca categoría de los actuales partidos políticos y sus dirigentes. Una responsabilidad extensible a las máximas instituciones del Estado, incapaces de detectar o admitir los defectos del sistema político y de aportar nada verdaderamente útil para mejorarlo o evitar su deterioro.

El San Martín electoral o, dicho de otra forma, el momento en el que a cada político y a cada partido le puede llegar su particular descalabro, se está asomando por la puerta de la historia. Esperemos que ‘la matanza del cerdo de la política’ -valga la comparación- no se convierta en una ‘noche de los cuchillos largos’ y se lleve por delante algo más.

Fernando J. Muniesa

0,345703125