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Psicopatología del nacionalismo

Psicopatología del nacionalismo

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directorelespiadigitales/8/8/23
viernes 17 de mayo de 2024, 22:00h
Javier Barraycoa
Con este artículo, iniciamos una serie que pretende adentrarnos en la comprensión del nacionalismo desde una perspectiva nada habitual. Tradicionalmente acometemos el estudio de esta ideología moderna o bien desde la inmediatez de los acontecimientos, o bien desde una lectura histórico-política. La inmediatez nos lleva al error de querer encontrar una lógica interna en comportamientos externos o en las manifestaciones cortoplacistas de los propios protagonistas. Posiblemente, ni ellos mismos serían capaces de justificar sus posturas fuera del contexto político, concreto y efímero, que las provocaron. Igualmente, muchas veces queremos hallar la razón de ser del nacionalismo en fugaces sondeos de opinión o temporales datos electorales. Los que así proceden corren el peligro de no entender la profundidad del fenómeno nacionalista. Por otro lado, desde la perspectiva histórico-política, se intenta explicar el fenómeno como resultado de unas extrañas leyes de los pueblos. Estas se tornan mistéricas cuando, bajo las mismas circunstancias, en unos casos florecen naciones y, en otros, pueblos diversos se integran en un Estado común sin acritudes ni resentimientos.
Es evidente que tanto el análisis histórico como el desarrollado por la Ciencia Política, son indispensables para acotar y comprender el nacionalismo. Y también es cierto que el seguimiento del día a día del independentismo, debe ser realizado por los consagrados al periodismo, los políticos al uso y el ciudadano mínimamente interesado por los devenires políticos. Pero nosotros quisiéramos adentrarnos en la comprensión del nacionalismo desde una dimensión bastante olvidada: las oscuras leyes que rigen la psiqué individual y colectiva y sus efectos en las sociedades concretas. Desde este locus intelectual, ensayaremos una argumentación sobre si el nacionalismo es un posicionamiento político legítimo y “normal”, o bien corresponde a un cúmulo de patologías individuales que se traslucen en comportamientos colectivos igualmente anómalos. Somos sabedores de la “temeridad” intelectual de iniciar este recorrido, pero lo creemos imprescindible para aportar algo de luz sobre este fenómeno propio de la modernidad que, contra todo pronóstico, ha eclosionado en la posmodernidad. Por cuestiones de cercanía, intentaremos ejemplificar nuestro razonamiento principalmente con manifestaciones el nacionalismo catalán vertidas por sus prohombres.
Esbozo de un marco teórico provisional
Dicen que cuando Carles Puigdemont viajaba a Madrid en avión desde Barcelona, hacía lo posible, en Barajas, para salir por la puerta de Vuelos internacionales. Sea cierta o no, esta anécdota nos desvela cómo actuaría una mente infantil, carente de madurez y dominada por el autoengaño de una ilusión. Esta ilusión no dista mucho de la de las masas independentistas celebrando un Once de septiembre con la convicción de que al día siguiente se declarará la independencia. Al no producirse esta, se genera cada año una frustración inconsciente y el deseo no cumplido retroalimenta una nueva ilusión por consumar un deseo nunca alcanzable. Sigmund Freud en su Psicopatología de la vida cotidiana (1901), proponía que ciertos olvidos, o actos fallidos del discurso, correspondían a sentimientos, ilusiones o ansiedades, reprimidas por el individuo. El mismo Freud, en otra obra más tardía, Psicología de las masas y análisis del yo (1921), defendía que “en la vida mental del individuo, el Otro entra con toda regularidad como ideal, como objeto, como auxiliar, y como adversario; por lo tanto, la psicología individual es desde el principio psicología social al mismo tiempo”. Con esta afirmación se significa para Freud que las operaciones mentales y las patologías no quedan reducidas a lo individual, sino que transmiten a lo colectivo por medio de proyecciones, imitaciones, sublimaciones, identificaciones y otras formas de interrelaciones entre sujetos.
En la última obra mencionada, Freud mantuvo una interesante discusión académica con Gustave Le Bon y su obra también titulada Psicología de las masas (1895). De Le Bon acepta algunas ideas que cree acertadas sobre el comportamiento de las masas, pero descarta la explicación global del francés respecto a la “mente colectiva”. Entre las características propias de las masas que reconoce Freud, y que toma de Le Bon, estarían estas afirmaciones: “La multitud es impulsiva, versátil e irritable y se deja guiar casi exclusivamente, por lo inconsciente […] es extraordinariamente influenciable y crédula. Carece de sentido crítico y lo inverosímil no existe para ella […] para influir sobre ella, es inútil argumentar lógicamente. En cambio, será preciso presentar imágenes de vivos colores y repetir una y otra vez las mismas cosas”, y así un largo seguido de atinadas descripciones que parecen corresponderse con la psiqué colectiva del nacionalismo (aunque si somos sinceros también se corresponde al comportamiento colectivo de otras ideologías o al de la ciudadanía democrática posmoderna).
Indudablemente, el nacionalismo catalán, allá por el 2012, empezó a presentarse como un poderoso movimiento de masas capaz de organizarse en apoteósicas manifestaciones que sorprendieron a propios y extraños. Un objetivo de esta serie de artículos será explicar estos acontecimientos colectivos, pero sin caer en simplificaciones y reduccionismos. Esto es, nos interesa mucho más descubrir los resortes psicológicos del fenómeno y establecer posibles relaciones con comportamientos patológicos perfectamente descritos por la psicología. Por ejemplo, Freud, a la hora de explicar los comportamientos de masas, evitó caer en la tesis del gregarismo defendida por Wilfred Trotter. Este afamado cirujano inglés, se sintió atraído por el incipiente psicoanálisis y la sociología, llegando a coincidir en varias ocasiones con Freud en congresos internacionales. En 1916, Trotter publicó Instincs of the Herd in Peace and War (Los instintos gregarios en la guerra y en la paz), una obra escrita en la tragedia de una guerra mundial de “masas” de soldados enviados a la muerte en nombre de sus naciones. El inglés trató de explicar en su obra que el gregarismo es un fenómeno innato en el hombre. Este instinto gregario sería, en última instancia, el causante del comportamiento del hombre-masa.
Pero Freud disiente y afirma que la masa actúa y se mantiene unida gracias a las “relaciones de amor” y los “lazos emocionales” que conforman la “mente de la masa”, y no tanto por un instinto gregario. Esta mente colectiva debería combinar, para existir, el amor a lo propio con el odio a lo extraño. Freud lleva el gato del argumento al agua psicoanalítica, afirmando que: “De acuerdo con las pruebas del psicoanálisis casi toda relación emocional íntima entre dos personas, de cualquier duración, contiene un sedimento de sentimientos hostiles, agresivos”. Estas reflexiones, iluminan una frase tremebunda que hallamos en La nacionalitat catalana (1906), obra del patriarca del nacionalismo catalán Prat de la Riba. En esta pequeña biblia del catalanismo, intenta explicar cómo catalanes como él dejaron de sentirse españoles para “descubrir” su nacionalidad catalana: “Había que saber que éramos catalanes y nada más que catalanes, había que acabar con esa monstruosa bifurcación de nuestra alma [sentirse catalanes y españoles a la vez], esa labor no la hizo el amor sino el odio”, sentencia el autor. Los poderosos resortes colectivos de la afectividad no han sido suficientemente estudiados y, menos aún, aplicados a los movimientos nacionalistas. Pero no todo queda aquí, pues deberemos ahondar más adelante en las patologías circundantes a los afectos desordenados.
El ya fallecido historiador nacionalista Joan B. Culla, recordaba en El País (6-11-2015), una entrevista que había realizado, a principios de los años 80 del siglo XX, a Julio Caro Baroja. En ella preguntaba al famoso antropólogo sobre el terrorismo de ETA y cómo acabar con él. A lo cual respondió: “lo único que se me ocurre es llevar allí trenes de psiquiatras”. No muchos psiquiatras parecen dispuestos a labor semejante, pero ahí queda la reflexión. De hecho, un psiquiatra, Adolfo Tobeña, despertó nuestro interés con un libro titulado La pasión secesionista (2016), en el que venía a defender que con el nacionalismo: “el mecanismo que se habría puesto en marcha sería el fervor típico del enamoramiento: la pasión desatada y euforizante por un ideal, como un ariete poderoso y muy efectivo para azuzar la belicosidad intergrupal y optimizar sus posibles rendimientos”. Hay que señalar que Tobeña, que escribía este libro para desquitarse de los ataques del nacionalismo catalán desatados por algunos comentarios precedentes sobre el tema. Pero se cuidaba de descartar el considerar al nacionalismo como una patología pues, a su entender, tiene “Poco o nada que ver con la patología mental y mucho, en cambio, con la competición descarnada por el poder”. Este psiquiatra pretendía abordar el tema, por el contrario, desde las perspectivas del comportamiento grupal, pero nunca tenidas como patologías sino como meros resortes explicativos de los comportamientos colectivos, sobre los que ahondaremos en su momento.
Freud, en su Psicología de las masas y análisis del yo dialoga también con William McDougall. Para este psicólogo británico, el comportamiento de masas derivaba de la intensificación de la emoción en una multitud y la correspondiente disminución del nivel racional de los sujetos que se integraban en la masa. Comentando su teoría, Freud añade un concepto sustancial para comprender a las masas: “Actúa aquí, innegablemente, algo como una obsesión, que impulsa al individuo a imitar a los demás y a conservarse a tono con ellos. Cuanto más groseras y elementales son las emociones, más probabilidades presentan de propagarse de este modo en una masa”. Recalcamos el término “obsesión” que sí es propio de no pocas patologías psicológicas. En el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (En su versión quinta), más conocido como DSM-V (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders), cuando se atiende al Trastorno obsesivo-compulsivo, se definen las obsesiones como “pensamientos, creencias o ideas recurrentes que dominan el contenido mental de la persona. Persisten no obstante el hecho de que el individuo pudiera creer que no son realistas y que trate de resistirse a ellas”. Ello sería análogo a la resistencia de muchos nacionalistas a debatir su posicionamiento político en el ámbito de discusiones históricas y racionales, y remitirse siempre a un “sentimiento” inamovible. No en vano, George Orgell, en sus Notes on Nationalism (conjunto de artículos integrados en sus obras completas), afirmaba que una de las principales características del etnonacionalismo era la indiferencia a la realidad. Más adelante señalaremos este síntoma de la “desrealización” en ciertos trastornos de la personalidad.
La antinatural postura de mantenerse en una obsesión o sentimiento obtuso, contra lo que determina la razón, acaba teniendo consecuencias patológicas. Freud, por ejemplo, apunta que este tipo de contradicciones acaban provocando extrañas “sugestiones” en los individuos y, así, afirma: “No habrá, pues, de asombrarnos, que el individuo integrado en una masa realice o apruebe cosas de las que se hubiera alejado en las condiciones ordinarias de su vida, e incluso podemos esperar que este hecho nos permita proyectar alguna luz en las tinieblas de aquello que designamos en la enigmática palabra `sugestión´”. Por eso, para Freud, fruto de la sugestión del objeto amado [en nuestro caso la nación]: “queda substraído en cierto modo a la crítica, siendo estimadas todas sus cualidades en un más alto valor que cuando aún no era amado”. Inevitablemente, el objeto patológicamente amado es sublimado en detrimento de la otredad [en este caso otras naciones, especialmente la causante de la alienación de la propia nación]. En este sentido, Lauren Langman, en su obra The Social Psychology of Nationalism, sostiene que “el nacionalismo presenta una visión injusta de las relaciones entre grupos, distorsiona las intenciones de los otros y promueve una elevada visión del ‘nosotros’ frente a un deshumanizado, psicopatológicamente peligroso ‘ellos’”.
De igual parecer es el afamado psicólogo Erich Fromm, cuando en su autobiografía, titulada Más allá de las cadenas de la ilusión, afirma que desde los parámetros del nacionalismo: “Nuestra nación es perfecta, amante de la paz, culta, democrática […] pero la del enemigo es todo, absolutamente todo, lo contrario: vil, traicionera, cruel”. Y llega a definir de forma descarnada que: “El nacionalismo es nuestra forma de incesto, es nuestra idolatría, es nuestra locura”. En su obra El miedo a la libertad (1941), busca explicar el nacionalismo desde la perspectiva de las angustias del individuo, afirmando que: “La religión y el nacionalismo, así como cualquier otra costumbre o creencia, por más que sean absurdas o degradantes, siempre que logren unir al individuo con los demás, constituyen refugios contra lo que el hombre teme con mayor intensidad: el aislamiento”.
Toda forma de aislamiento genera profundas angustias y mecanismos de defensa insospechados, tal y como “crear” falsas relaciones o “realidades” inexistentes para remediarlo. Llegados a este punto, descubrimos cómo se imbrican diferentes situaciones personales y patologías psicológicas que, por su sutileza, son muchas veces difíciles de inteligir. El DSM nos ofrece, por ejemplo, una definición del Trastorno de la personalidad limítrofe que parece encajar perfectamente entre los individuos de una sociedad donde emerge el nacionalismo con virulencia y al que se adhieren: “Estos pacientes -reza el DSM- viven en una crisis perpetua del estado de ánimo o del comportamiento. Con frecuencia se sienten vacíos y aburridos. El compromiso de la identidad (autoimagen insegura) puede llevarles a apegarse con intensidad a otros […] Por otra parte, pueden tratar de manera frenética de evitar la deserción [del grupo con el que se identifican]. […] Los cambios intensos y rápidos del estado de ánimo pueden generar una ira inapropiada y no controlada”. Nuevamente, el perfil del nacionalista asoma en esta descripción.
Pero son muchos los trastornos que nos permitirían otras aproximaciones explicativas. Por ejemplo, el DSM, al describir a los sujetos que sufren el denominado Trastorno de personalidad Narcisista, lo hace en estos términos: “Estas personas se sienten importantes y con frecuencia muestran intranquilidad por envidia, fantasías de éxito o rumiación en torno a la singularidad de sus problemas. Su actitud prepotente y su falta de compasión pueden llevarles a aprovecharse de otros. Rechazan con intensidad las críticas, y necesitan atención y admiración constantes”. Sobre el narcisismo reflexionaremos en profundidad un poco más abajo. O igualmente, la paranoia, desde la psiquiatría y la psicología clínica, se considera un estado mental caracterizado por delirios de persecución o grandeza, desconfianza o sospecha injustificada hacia otras personas. Más en concreto, el Trastorno de personalidad paranoica es una afección mental en la cual una persona tiene un patrón de desconfianza y recelos de los demás en forma prolongada.
Cabe preguntarse si esta desconfianza patológica, es la misma que expresó Jordi Pujol en su obra La inmigración, problema y esperanza de Cataluña (1958) en la que expresaba: “El hombre andaluz no es un hombre coherente, es un hombre anárquico. Es un hombre destruido (…) es, generalmente, un hombre poco hecho, un hombre que hace cientos de años que pasa hambre y vive en un estado de ignorancia y de miseria cultural, mental y espiritual. Es un hombre desarraigado, incapaz de tener un sentido poco amplio de comunidad. A menudo da pruebas de una excelente madera humana, pero de entrada constituye la muestra de menor valor social y espiritual de España. Ya lo he dicho antes: es un hombre destruido y anárquico. Si por la fuerza del número llegase a dominar, sin haber superado su propia perplejidad, destruiría Cataluña. E introduciría su mentalidad anárquica y paupérrima, es decir, su falta de mentalidad”. En este texto, no sólo se trasluce la desconfianza hacia el Otro, sino también se congenian los complejos de superioridad e inferioridad, tan bien tratados desde la psicología.
Realizado este primer esbozo, deberemos adentrarnos en las profundidades de la psiqué de los colectivos, que no pueblos, nacionalistas con el fin de llegar a comprender mejor este complejo fenómeno que nació con la modernidad, pero que se ha vuelto acuciante en las sociedades posmodernas. No en vano, las sociedades posmodernas son aquellas en las que la identidad personal ha quedado totalmente erosionada por la soledad, el aislamiento, la pérdida de identidades naturales e históricas, la quiebra de las instituciones íntimas como la familia o la autodivinización del yo y su proyección en el colectivo. Por ende, el nacionalismo se torna una ”ilusión sanadora” de todas estas carencias que sólo pueden derivar en patologías.
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Francisco Canals, el que fuera catedrático de Metafísica de la Universidad de Barcelona, en un artículo titulado La Cataluña que pelea contra Europa, sentenciaba que: “nadie dudaría en el plano de una psicología y ética, que (…) es fácilmente perceptible el riesgo de que una vida centrada como en su ideal y fin en la realización de lo que es propio e individual del `yo´, conduce fácilmente a una situación enfermiza de narcisismo obsesivo (…) Este `solipsismo´ proclamado, que se realiza muchas veces también en el ámbito de la vanidad colectiva de las familias, tienes su analogía -teorizada por doctrinas sobre la superior `substancialidad´ del `espíritu del pueblo´- en las actitudes y sentimientos que trata de imponer a un pueblo la política cultural nacionalista. El nacionalismo corre así el riesgo de convertirse en una enfermedad mental colectiva”. Con estas reflexiones, Francisco Canals nos adentra en el carácter narcisista del nacionalismo.
El narcisismo como paradigma psicológico del nacionalismo
En el mismo artículo, Canals sostiene que: “El nacionalismo es al amor patrio, lo que es egocentrismo desordenado en lo afectivo a aquel recto amor de sí mismo”. Siendo el amor a sí mismo legítimo, no debe confundirse con el egoísmo o amor desordenado a sí mismo. Como señala Erich Fromm en su El miedo a la libertad: “El egoísmo (selfishness) no es idéntico al amor a sí mismo, sino a su opuesto. El egoísmo es una forma de codicia. Como toda codicia, es insaciable y, por consiguiente, nunca puede alcanzar una satisfacción real. Es un pozo sin fondo que agota al individuo en un esfuerzo interminable para satisfacer la necesidad sin alcanzar nunca la satisfacción. La observación atenta descubre que, si bien el egoísta nunca deja de estar angustiosamente preocupado de sí mismo, se halla siempre insatisfecho, inquieto, torturado por el miedo de no tener bastante, de perder algo, de ser despojado de alguna cosa. Se consume de envidia por todos aquellos que logran algo más. Y si observamos aún más de cerca este proceso, especialmente su dinámica inconsciente, hallaremos que el egoísta, en esencia, no se quiere a sí mismo sino que se tiene una profunda aversión”.
No nos puede quedar duda alguna de que el perfil descrito del egoísta se acopla fácilmente al del nacionalista, sea considerado en su comportamiento individual como colectivo. En la última frase de Fromm, descubrimos un matiz más que importante: “no se quiere a sí mismo sino que se tiene una profunda aversión”. Una forma de expresar la aversión a uno mismo es desdibujar la imagen de uno mismo o, con otras palabras, falsear su propia identidad. Como señala Canals en el trabajo apuntado: “El nacionalismo, amor desordenado y soberbio de la `nación´, (…) se apoya con frecuencia en una proyección ficticia de su vida y de su historia”. De ahí que el nacionalismo se caracterice, por definición, en un falsificador de la historia. No en vano, el nacionalismo tal y como lo conocemos, tiene su origen el romanticismo decimonónico que se caracterizó por modelar un pasado medieval a su medida. No en vano, el historiador Adler Chandler decía que los mitos románticos de la Edad Media permitían imaginar un mundo que recuperaba el sentido de pertenencia social y política.
El nacionalismo no puede ser un sincero amor a lo propio, pues lo propio ha sido falsificado. El amor -como en el narcisista- se proyecta hacia la falsificación creada y no sobre la realidad sobre la que se acaba renegando. En mayo de 2002, Jordi Pujol participaba en las jornadas del Patronat Català Pro Europa, en el castillo de Perelada, y pedía volver a la “co-soberanía” que según el regía Cataluña antes de 1714. Pero claro, evidentemente, no querría la Cataluña de antes de 1714 donde los presidentes de la Generalitat eran habitualmente obispos, o donde era parte de la organización social catalana la santa Inquisición, o donde era inimaginable otro derecho matrimonial que no fuera el canónico. Las menciones del nacionalismo a la historia son siempre selectivas, imaginadas y huidizas para con respecto a la realidad que fue. Pues el propio nacionalismo necesita sentirse moderno y despotricar, paradójicamente, de lo que ellos consideran las opresiones del pasado: el patriarcado, la Iglesia, la nobleza, la monarquía, ….
Erich Fromm, insiste: “El egoísmo se halla arraigado justamente en esa aversión hacia sí mismo. El individuo que se desprecia, que no está satisfecho de sí, se halla en una angustia constante con respecto a su propio yo. No posee aquella seguridad interior que puede darse tan sólo sobre la base del cariño genuino y de la autoafirmación. Debe preocuparse de sí mismo, debe ser codicioso y quererlo todo para sí, puesto que, fundamentalmente, carece de seguridad y de la capacidad de alcanzar la satisfacción. Lo mismo ocurre con el llamado narcisista, que no se preocupa tanto por obtener cosas para sí, como de admirarse a sí mismo. Mientras en la superficie parece que tales personas se quieren mucho, en realidad se tienen aversión, y su narcisismo —como el egoísmo— constituye la sobrecompensación de la carencia básica de amor hacia sí mismos”.
La aversión hacia sí mismo tiene su máxima expresión en el suicidio. Y aquí no podemos menos que referirnos al suicidio del famoso independentista Lluis Maria Xirinachs, allá por el año 2007. Este exescolapio, de familia franquista, e histórico resistente independentista, dejó antes de suicidarse una nota titulada “Acto de Sobiranía”. En ella manifestaba su desprecio a sí mismo por no haberse sabido liberar de la “opresión” de España. Se consideraba un esclavo y denunciaba la traición de los líderes catalanes a su pueblo por asumir la condición de esclavos de los estados español, francés e italiano. Tomaba su suicidio como un acto de “liberación”, con el cuál haría a Cataluña un poco más libre. Este delirio lo expresaba así en su nota: “He vivido esclavo 75 años en unos Països Catalans ocupados por España, por Francia (y por Italia) desde hace siglos. He vivido luchando contra esa esclavitud todos los años de mi vida. (…) Amigos, aceptadme este final absolutamente victorioso de mi contienda, para contrapesar la cobardía de nuestros líderes, masificadores del pueblo. Hoy mi nación deviene soberana absoluta en mí. Ellos han perdido un esclavo. ¡Ella es un poco más libre, porque yo estoy con vosotros, amigos!”. Nuevamente asoma la desrealización o pérdida del sentido de la realidad.
El trágico final de Xirinachs, daría la razón al historiador estadounidense Louis Snyder, cuando en su obra The Meaning of Nationalism (1954), afirmaba que el nacionalismo: “debe ser considerado ante todo un estado mental, un acto de conciencia, un hecho psicológico”. Tampoco podemos obviar la reflexión de Theodore Milton, expresada en su obra Trastornos de personalidad en la vida moderna (2006). En ella define a los narcisistas como gente “de autoimagen inflada, utilizan los otros para engrandecerse a sí mismo y complacer sus deseos, sin asumir responsabilidades recíprocas. Abandonados a fantasías inmaduras, interpretan muy libremente los hechos para retroalimentar sus fantasías narcisistas”. Es obvio que “fantasías narcisistas” y “fantasías nacionalistas”, se tornan sinónimos. Respecto a esa “autoimagen inflada” que señala Milton, los ejemplos son interminables. El que fuera presidente de la Generalitat, Quim Torra, nos ha dejado artículos periodísticos sublimes que iremos citando más adelante. Peor para ilustrar la “Autoimagen inflada”, recogemos la autoimagen de los nacionalistas de pedigrí como él, expresado en un artículo titulado “Gabancho, Sostres i Joel Joan: l’orgull de ser català”, publicado el 19 de diciembre de 2012 en el diario El Món donde dice: “aquí [en Cataluña] hay gente que ha dicho basta y, cada uno a su manera, combate por unas ideas y un país. Gente que ya se ha olvidado de mirar al sur y vuelve a mirar al norte, donde la gente es limpia, noble, libre y culta. Y feliz”.
Más arriba, decía Fromm que este egotismo narcisista lleva al miedo, el terror de perder algo o de ser despojado de alguna cosa. Nuevamente Quim Torra nos ilustra con sus miedos, principalmente el de que se pierda el catalán en Cataluña por culpa del castellano. Con lenguaje apocalíptico escribía el 23 de noviembre de 2009, en el diario El Matí, un artículo titulado Quin Deteriorament! (¡Qué deterioro!). En él se lee: “Sales a la calle y nada indica que lo sea la calle de tus padres y de tus abuelos; el castellano avanza, implacable, voraz, rapidísimo; abres los periódicos o miras la televisión y te hablan de cosas que no tienen nada que ver contigo y con tu mundo; el talento es perseguido y expulsado de todas partes; los que más batallan por una determinada idea de tu país condenados al silencio; los simples y los vulgares, campan a sus anchas. Y el miedo, el maldito miedo, encomendándose con más rapidez que la gripe A. ¡Cuánto, cuánto miedo hay en este país nuestro! Casi parece que la puedas tocar con la punta de los dedos, blando, viscoso, fétido”. Estamos ante un miedo delirante, por no decir un hilarante miedo del autor.
El DSM (Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales) describe así las características esenciales del trastorno de la personalidad narcisista: “Estos individuos poseen una actitud de grandeza, junto con una búsqueda de admiración. Para conseguirla, de manera característica, exageran sus propias habilidades y logros. Tienden a mantenerse preocupados por fantasías de belleza, brillantez, amor perfecto, poder o éxitos ilimitados y piensan que son tan inusuales que sólo deben asociarse con gente o instituciones exclusivas. Con frecuencia, arrogantes o altivos, pueden pensar que otros los envidian (no obstante, la verdad puede ser lo contrario). Su falta de empatía hace que su sensación de ser privilegiados justifica la explotación de otros para lograr sus propias metas”. Y si la realidad constata que esa “grandeza” no es tal, la conclusión lógica es que alguien lo ha impedido. Y este alguien debe ser despreciado hasta el aborrecimiento más radical. Vicenç Ballester i Camps (1872–1938) el inventor de la bandera estelada, compuso en 1907 un Himno en el que se leía: “queremos para Cataluña la santa Independencia; que España se humille bajo el peso del pendón barrado. Un odio glorioso arrasa una montaña. Nuestro odio titán contra la vil España es gigantesco y loco, es grande, divino y sublime; hasta odiamos su nombre, el grito y la memoria, sus tradiciones, su estéril historia e incluso a sus propios hijos nosotros maldecimos”.
Es evidente que el narcisista, individual o colectivo, no puede permitir que nadie le haga sombra. De ahí que -para un nacionalista catalán-, y como dice el DSM, “se sienta privilegiado”, respecto a los que le rodean. Quizá el delirio más alocado respecto al privilegio de los catalanes, es el expresado respecto a la tierra que nos acoge, en un discurso de Pere Cormines, el 9 de octubre de 1931, con motivo del parlamento presidencial de los Juegos Florales de Gerona titulado Elogi del paisatge catala (Elogio del paisaje catalán). En él sorprende con una “esencialidad” de lo catalán nunca vista. De tal forma que argumentará que es la tierra, física, la que produce a los catalanes. El sorprendente texto reza así: “Siendo, pues, como un producto secular de nuestro paisaje, ninguna contingencia humana puede impedir a la raza catalana el cumplimiento de su destino. Porque hasta si fuera tan grande nuestra desventura que la gente catalana fuera del todo dominada, esclavizada y totalmente destruida, y no quedara ni una mujer catalana para parir; con la sangre de los vencedores, con esas u otras apariencias, nuestro paisaje volvería a producir con los siglos otra raza tan esencialmente catalana como nuestra”.
El narcisismo se mostrará de muchas formas, incluso en la expresión del deseo de una perfección anatómica, de la que carecen otros pueblos hispanos. Así lo expresaba, con términos que hoy nos parecen incluso graciosos, Jaume-Anton Aiguader i Cortès (1914-1972). En el exilio de la Guerra Civil, este nacionalista catalán escribía Sobre els errors del racisme i de l’antiracisme (Quaderns de l’exili. Enero 1945): “En Cataluña, en estos últimos años, se había observado una mejora racial, expresada por el aumento del promedio de estatura, no tan brillante como el observado en Estados Unidos, pero sí digno de ser tenido en consideración. Los pobladores de los países de lengua catalana ya formaban, desde siempre, un grupo destacado dentro de la península hispánica, al lado de los vascos, a causa de su estatura superior (…) Una fisiología perfecta, una perfección de líneas acompañada de una altura proporcionada a los diversos diámetros del cuerpo y un perfecto desarrollo intelectual, significan un goce para la vida y dan al hombre una confianza en sí mismo y una capacidad combativa que es la mejor defensa contra la destrucción de la nación”. Así, el perfeccionismo narcisista se nos muestra de la forma más insospechada. Y este, indudablemente, nos llevará a examinar los Complejos de Superioridad e inferioridad.