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Entre inestabilidad y neolengua la crisis de Occidente para Quigley

Entre inestabilidad y neolengua la crisis de Occidente para Quigley

Por Administrator
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directorelespiadigitales/8/8/23
miércoles 06 de diciembre de 2023, 21:00h
Giovanni Sessa
El problema de Occidente, para los eruditos anglosajones, se encontraba en la aceleración de la comunicación y la destrucción de las comunidades, de los cuerpos intermedios, realizada a través de: "la comercialización de las relaciones humanas".
Terminamos la lectura de un interesante volumen, El fin de Occidente. Tramas secretas del mundo de los dos bloques, de Carroll Quigley, publicado por la editorial Oaks (por encargo: info@oakseditrice.it, pp. 283, 20 euros). El volumen está editado por Spartaco Pupo, estudioso del pensamiento conservador y profesor de la Universidad de Calabria. El nombre del autor es prácticamente desconocido para el gran público en Italia, pero gracias a sus estudios "se han superado definitivamente las reconstrucciones teleológicas y deterministas para dar paso a una perspectiva de la historia global basada en un análisis realista y antiideológico de los acontecimientos" (p. 7). Esta afirmación de Pupo acompaña directamente al lector al mundo ideal del autor. El volumen es un silogismo de ensayos, entrevistas y conferencias de Quigley, cuyo contenido es de rigurosa actualidad.
¿Quién era, se preguntará el lector? El historiador nació en Boston en el seno de una familia de ascendencia irlandesa. Educado en instituciones católicas, se graduó en Harvard. Pronto se trasladó a Europa con una colega, Lillian Fox, que más tarde se convertiría en su esposa. Fue en Milán donde escribió su tesis doctoral, aún inédita, sobre la administración pública durante el Reino napoleónico de Italia. En esas páginas, Quigley defendía una tesis que socavaba la vulgata historiográfica sobre el tema: Napoleón no impuso metodologías avanzadas de desarrollo a los países conquistados sino que, por el contrario, injertó en el sistema francés métodos administrativos y presupuestarios que ya habían sido probados en el Piamonte y el Ducado de Milán. En 1941, fue llamado a la Escuela del Servicio Exterior de la Universidad de Georgetown, en Washington, donde permaneció durante cuarenta años como profesor estimado y apasionado. En 1961, publicó la primera de sus obras monumentales, La evolución de las civilizaciones, en la que presentaba su enfoque holístico de los acontecimientos históricos. En una entrevista concedida al Washington Post, recogida en el volumen, leemos: "Los holistas utilizamos el pensamiento como una red o matriz de cosas. Los reduccionistas utilizan una ética absoluta: las cosas están bien o mal; los holistas utilizamos una ética situacional" (p. 11). En su opinión, la civilización representa: "la entidad inteligible de los cambios sociales de una época a otra" (p. 11).
La historia se desarrolla, en esta perspectiva, por fases 'expansivas' y 'conflictivas'. La organización militar, política, religiosa y económica es el volante de la expansión que produce "excedentes" de distinta naturaleza. Por un lado, son un instrumento de estabilidad política; por otro, son 'consumidos' por los pueblos hasta el punto del 'despilfarro', lo que induce el 'declive' de una determinada organización histórica. A partir de tal condición se reinicia cíclicamente una nueva fase de la civilización, como señalaría Toynbee, aunque de un modo exegético diferente. En 1966, con el volumen Tragedia y esperanza, Quiegly dibujó sobre sí mismo las estrías de lo "intelectualmente correcto". De hecho, en esas páginas, señala el editor, elaboró una disección histórico-política sin precedentes y "poco ortodoxa del mundo institucional angloamericano, hecho de tramas secretas y complejos enredos, sacados a la luz con una lucidez poco común" (pp. 12-13). Entre los siglos XIX y XX, Occidente vio amanecer su propia "tragedia", sentó las bases de su posible final y subordinó la política al poder financiero. Fue una oligarquía de origen británico, de orientación liberal y socialista, encabezada por el Royal Instituteof International Affairs, cuyos ganglios llegaron a controlar la información de masas y el mundo académico, la que realizó este proyecto. Para ello, se creó una asociación secreta, The Round Table Group, cuyos adherentes se sentían los defensores: "de la belleza y la civilización en el mundo moderno", por lo que querían difundir: "la libertad y la luz [...] no sólo en Asia sino incluso en Europa Central" (p. 14).
Esta red británica tenía importantes corresponsales al otro lado del Atlántico: los Rockefeller, los Morgan y los Lazard. Quigley nunca escribió sobre las supuestas actividades conspirativas de este grupo pero, a la luz de los documentos, desveló los canales de reclutamiento de esta oligarquía y sus formas de infiltrarse en los potentados políticos y culturales. En un capítulo de El fin de Occidente, leemos: "la red secreta se describe como una confraternidad de entusiastas imperialistas que se mantuvo en pie mucho después de la Segunda Guerra Mundial" (p. 15). Por este motivo, sus obras fueron desacreditadas, retiradas del circuito del libro y reeditadas por editoriales estadounidenses de derechas. Además, el erudito colaboró con las publicaciones más conocidas del conservadurismo estadounidense. El tema más relevante, que se desprende de las conferencias, es la idea de que el origen de los conflictos se encuentra en la voluntad, no de destruir al enemigo, sino de construir un periodo duradero de paz. Además, el historiador señala que la economía no puede ser elevada a deus ex machina de la exégesis histórica, ya que esta postura induce a subestimar la "complejidad" de los acontecimientos. Más concretamente, sostiene que la democracia estadounidense: "no se estableció definitivamente hasta alrededor de 1880, cuando la distribución de armas en la sociedad era tal que ninguna minoría era capaz de subyugar a la mayoría por la fuerza" (pp. 20-21).
La lectura que propone el académico del mundo dividido en bloques es sorprendente. La inestabilidad occidental vino dada por la hipertrofia asumida por el mundo financiero y la mastodóntica burocracia. Los occidentales siguen, incluso hoy, sometidos a un continuo "lavado de cerebro" a través del neolenguaje: "la certeza de poder cambiar la realidad alterando el significado de las palabras" (p. 22), el resultado extremo del neognosticismo. El centralismo soviético es leído por Quigley como un resultado de la historia rusa, centrado en el uso privado y semidivino del poder. Un modelo que no podía exportarse a Occidente, como pretendían los teóricos de la contestación. El problema occidental había que buscarlo en la aceleración comunicativa y en la destrucción de las comunidades, de los cuerpos intermedios, lograda mediante: "la mercantilización de las relaciones humanas", capaz de convertir a los hombres en átomos.
Un mes después de su última conferencia, el profesor falleció repentinamente. Por ello, algunos de los textos de este volumen pueden considerarse su testamento espiritual. El fin de Occidente es un libro que devuelve la atención a un pensador que, como se ve, merece más consideración.