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NÚMERO 114. La previsible derrota conjunta del PP y del PSOE en las elecciones europeas del 25-M

Por Elespiadigital
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infoelespiadigitales/4/4/19
domingo 18 de mayo de 2014, 15:31h

“Alea jacta est” (La suerte está echada) es la frase que, según cuenta la historia, pronunció Julio César al franquear el pequeño río Rubicón que separaba la Galia Cisalpina de Italia para marchar hacia Roma al frente de la Legio XIII Gemina, unidad militar que él mismo había creado en el año 57 a. C. iniciada ya la Guerra de las Galias.

La expresión era acertada porque, previamente, y para impedir la llegada de tropas procedentes del Norte que pudieran representar una amenaza para la República Romana, el Senado había declarado rebelde y sacrílego a todo aquel que se atreviera a cruzar el Rubicón con fuerzas militares, siquiera fuera una simple centuria. Sin embargo, Julio César, a quien una mayoría de senadores instigados por Pompeyo había rehusado nombrarle Cónsul y ordenado dejar el mando y licenciar a todas sus tropas, decidió atravesarlo con su Legio XIII para llegar a Roma y derribar a sus enemigos; dicho de otra forma, apostando ‘el todo por el todo’.

Y cierto es que, aún en otra dimensión más nimia, en algún momento de nuestra vida todos nos hemos encontrando en la necesidad de pasar algún Rubicón personal y advertir el instante preciso en el que ‘la suerte estaba echada’. Usando un lenguaje más cercano, como el de la jerga taurina, también nos hemos podido sentir enfrentados a ‘la hora de la verdad’, de forma insoslayable, en un último y decisivo momento en el que, dejando atrás el toreo de salón y los adornos gratuitos, hay que ponerse delante del toro a pecho descubierto, sabiendo que en la suerte suprema te juegas algo esencial o definitivo.

La hora de la verdad para PP y PSOE

Pues bien, a muy pocos días vista, el 25 de mayo, tanto Rajoy como Pérez Rubalcaba se van a enfrentar a su ‘hora de la verdad’ política. ‘La suerte está echada’, y poco o nada les queda ya por hacer para favorecer los resultados de su confrontación electoral, muy comprometedora de su futuro político y del de sus propios partidos.

Claro está que en esos comicios compiten 39 formaciones políticas, pero apenas media docena tienen posibilidad de alcanzar representatividad. De hecho, en las últimas elecciones europeas de 2009 los 54 escaños en juego para España se distribuyeron sólo entre seis partidos (PP 24, PSOE 23, Coalición por Europa 3, La Izquierda 2, Europa de los Pueblos-Verdes 1 y UPyD 1); reparto que ha fijado prácticamente la atención sólo en el pulso PP-PSOE, en consonancia también con su posición en la política nacional.

Y por ello, lo razonable es que la atención de lo que pueda acontecer el 25 de mayo se centre a priori en la bipolaridad PP-PSOE (Arias Cañete versus Valenciano o Rajoy versus Rubalcaba). Sin embargo, las circunstancias del momento, que conjugan una crisis económica brutal con niveles de corrupción política sin precedentes, con serias amenazas  independentistas, con ruina funcional declarada en muchas instituciones públicas… y, en definitiva, con el agotamiento del modelo de organización y convivencia social, abren su lectura en otras direcciones.

PP y PSOE: Ganar sin quorum y gobernar para sí mismos

La primera será la de la participación electoral, que se tendría que analizar tanto al nivel conjunto de la Unión Europea (UE) como al concreto de la circunscripción española. Y que, de no superar la mayoría absoluta del censo, seguirá marcando la deslegitimación del sistema, bien globalmente o de forma particular en España.

Como se aprecia en el cuadro adjunto, la participación general en las elecciones europeas ha venido decayendo sin cesar en cada convocatoria desde su institución en 1979 y hasta límites desde luego alarmantes (el 43% en 2009), consagrando así el denominado ‘euroescepticismo’ social. Una tendencia no-participativa a la que España se incorporó tardíamente (en 2004) y que, según las encuestas al uso, no parece que vaya a remitir (más bien la abstención seguirá creciendo), sin que el Gobierno hayan hecho nada por combatirla, por ejemplo destacando que en esta ocasión también se elige de facto al presidente de la Comisión Europea a tenor de lo establecido en el Tratado de Lisboa de 2007.

ELECCIONES EUROPEAS


Por tanto, la cuestión principal e ineludible será comprobar si en las nuevas elecciones europeas el absentismo va a mantenerse, va a reducirse o va a seguir creciendo; porque el nivel de participación es el que dictaminará la legitimación política del sistema, con todas sus consecuencias. Si, por poner un ejemplo, la participación se limita al 40%, ¿a quién representarán los diputados del Parlamento Europeo…? Y, peor aún, ¿a quién representaría un partido ganador de las elecciones en España con un 30% de los votos…? Pues a un escasísimo 12% del electorado, frente al 88% no representado.

¿Y qué decir de aquellas otras formaciones políticas minoritarias que sólo lleguen a obtener un 3% de los votos (incluso con uno o dos escaños) en un supuesto de participación del 40%…? Pues prácticamente al 1% del censo electoral…

Se suele decir que, en democracia, quien no vota no cuenta. Pero una cosa es la legitimidad y otra la legitimación de los proclamados, y muy distintas también las abstenciones derivadas de la apatía o la falta de identificación con las candidaturas presentes y, en otro caso, las motivadas por el rechazo del sistema, que no tienen otra forma posible de expresión que la de dejar de votar (el voto en blanco tampoco expresaría exactamente ese rechazo).

Y si el 25 de mayo el electorado español se abstiene por ejemplo en un 60% (es decir de forma muy mayoritaria), ¿qué consecuencias sacará la clase política, y en particular Rajoy y Pérez Rubalcaba como líderes de las dos formaciones en esencia responsables del mal funcionamiento del sistema…? ¿Se reconocerá entonces la pobreza -por no decir pudrimiento- de la vida política española? Y si así fuera, ¿cambiarán por fin unos y otros sus comportamientos políticos y habilitarán la reforma del propio entramado institucional que los sostiene…?

Está claro que quien gane las próximas elecciones europeas (las gane como las gane), lo celebrará por todo lo alto y ‘ahí me las den todas’. Sin admitir ni por asomo el poco valor de su victoria, ni plantearse necesidad alguna de perfeccionar el modelo existente en un sentido más democrático: nuestros partidos políticos son así de impresentables y así van a seguir funcionando mientras puedan, mal gobernando o gobernando sólo para sí mismos…

En consecuencia, la desafección hacia lo político, justo ante una grave y duradera situación de crisis global (económica, política y social), seguirá ahí, imponiendo la abstención de la mayoría, el castigo electoral (del tipo que fuere) y el incremento de los euroescépticos, del anti-europeísmo y el anti-sistema, es decir desorganizando la sociedad y alentando la ruptura del modelo establecido. Con el grave problema añadido de que el tratamiento político y económico de la crisis a nivel europeo, e incluso la previa creación del euro, vienen dibujando una Europa cada vez más desigual en todos los terrenos.

Por ello, el gran reto de las elecciones europeas del 25 de mayo no debería ser otro que conseguir un nivel de participación ‘salvable’, especialmente en los países más afectados por la crisis, como España. Objetivo difícil de alcanzar porque lo único que preocupa a nuestros dos partidos mayoritarios, PP y PSOE, es movilizar sólo a sus respectivos ‘fieles’ (antes que promover el voto en general).

Un despertar de la ‘conciencia europea’ por tanto difícil de conseguir, y que, de no lograrse, conllevará en efecto la deslegitimación social del Parlamento Europeo y la desvinculación entre los representantes y los representados, con unos eurodiputados fuera del interés y del control ciudadano sin que nadie les exija una rendición de cuentas de su función política. Problemas de gestión política aparte.

Y algo que, como prospectiva o pre-análisis de los resultados electorales del 25 de mayo, también conviene contrastar o complementar con alguna otra percepción ajena de la situación. Una de las más afinadas de los últimos días es la publicada por Miguel Ángel Aguilar en El País (13/05/2014), en la que, con su habitual toque de ironía, señala un cierto y curioso consenso entre los partidos más importantes algunos para desmovilizar al electorado:

Elecciones, mejor sin votantes

Después del café sin cafeína, del té sin teína o de la cerveza sin alcohol, ahora nos encaminamos en el caso de las elecciones al Parlamento Europeo, mediante un extravagante consenso forjado entre algunos de los grandes partidos, hacia una nueva modalidad de elecciones sin votantes o con cuantos menos votantes mejor. Desde luego en esa actitud desmovilizadora del electorado parecen estar concordes el Partido Popular, el PSOE y, por ejemplo, Convergència i Unió.

La razón de esa sinrazón procedería del convencimiento anticipado de que las urnas van a depararles por igual un severo castigo con pérdida significativa de papeletas y alguna merma de escaños. Entonces, han dado en pensar que la mejor manera de restar valor a ese resultado adverso sería la de rebajar todo lo posible la participación. Estiman que, cuanto menor resultara ser el porcentaje del censo que acudiera a votar en la jornada del domingo 25 de mayo, más se reduciría el daño recibido.

Con un 80% de votantes sobre el censo, hasta los líderes máximos ajenos a las listas europeas quedarían afectados, mientras que si la participación registrada se mantuviera por debajo del 40% se impondría la argumentación de que las elecciones en modo alguno habían sido consideradas cruciales por el público, que los resultados habían carecido de significación y que por falta de base habían dejado de ser extrapolables a otros escenarios municipales, autonómicos y generales.

El rastro de este proceder de los partidos que desalienta la participación se ha traducido en el retraso descarado del PP a la hora de proclamar sus candidatos, en la renuncia a convocar mítines en lugares de gran aforo, en la negativa a contratar publicidad exterior que ambiente el llamamiento a las urnas, en la desaparición del temario de la campaña de aquellos asuntos de calado europeo, reemplazados por los que se inscriben dentro del penoso perímetro de los hispano-españoles.

Que estemos abrumados por los Bárcenas, los Gürtel, las simulaciones de Cospedal, los sobresueldos, el descaro, el dontancredismo, la espantada, las ruedas de prensa sin preguntas, las comparecencias en plasma, el recurso al “y tú más” y la desvergüenza descarada, a la espera de que caduque la actitud de exigencia cívica acuciante hacia quienes deberían dar cuenta permanente del uso del poder, en absoluto debería desviar de la campaña la definición de la Europa que queremos. Porque es ahora cuando deberíamos hablar del modelo social de educación, sanidad y pensiones desguazado por exigencias del guion austericida; de la opción necesaria entre difundir derechos y libertades o importar esclavitudes; de la función a cumplir por la UE en el ámbito de su vecindad y en toda la esfera internacional. Pero de todo eso, ni palabra. Sólo caña al adversario hasta que hable inglés.

Los fusilamientos políticos del 26 de mayo

Otro aspecto sustancial de nuestro pre-análisis del 25-M es el de la propia victoria o derrota de los dos contendientes principales (PP y PSOE), en sí mismas o sin más consideraciones, es decir con independencia de cualquier posible deslegitimación social del sistema.

Aquí, la cuestión será comprobar cómo se resuelve el ‘empate técnico’ entre los dos partidos mayoritarios que han venido anunciado las encuestas más razonables, aún dentro del desastre general que pueda suponer la escasa participación electoral. Y este es un punto que, sin interesar al electorado de forma especial, conllevará bronca, e incluso sangre, dentro del partido  perdedor.

En nuestra anterior Newsletter (nº 113), ya advertimos que una eventual derrota del PP, que hoy por hoy dentro del propio partido no se considera impensable, sería ciertamente demoledora estando como está en mayoría parlamentaria absoluta y teniendo como oponente a un verdadero ‘muerto político viviente’ como Rubalcaba, y con graves consecuencias internas. En tal caso, se anunciaría con bastante claridad la debacle electoral que puede producirse a continuación en las elecciones municipales y autonómicas, se podría forzar la crisis de Gobierno hasta ahora no deseada por Rajoy -ya con encaje político muy negativo como situación forzada o exigida por las circunstancias-, e incluso se empezarían a contemplar unas elecciones generales anticipadas para afrontarlas antes de la pérdida en avalancha del poder territorial, sobre todo en comunidades clave como Madrid y Valencia y también con pocas posibilidades de ‘tocar pelota’ en otras comunidades como Cataluña, País Vasco, Canarias, Andalucía, Aragón…

Total, que, de la noche a la mañana, Mariano Rajoy podría verse maniatado ante el paredón de fusilamiento de su propio partido. En el que, como mal menor, tendría que aguantar durísimos ataques de sus sectores críticos, y no sólo dentro de la Ejecutiva Nacional, sino también de las organizaciones territoriales asustadas con la posibilidad de tener que abandonar a corto plazo el pesebre y las prebendas políticas.

Claro está que, si el PP gana las elecciones europeas al PSOE, aunque sea por la mínima, la pérdida del respaldo electoral desde las elecciones previas de 2009 o desde el propio 11-N, y aunque fuera enorme, sería defendible dialécticamente en razón de los peores resultados del oponente socialista.

Pero igual de clara estará la definitiva defenestración de Pérez Rubalcaba si el PSOE se muestra incapaz de ganar al PP unas elecciones marcadas por los recortes sociales, la destrucción del Estado de bienestar, un nivel de paro insostenible y unas desigualdades sociales sin precedentes en el nuevo régimen democrático. Su fusilamiento político debería ser tan inmediato como en el caso alternativo de Rajoy, o incluso más inmediato al no estar condicionado por una posición de gobierno.

Y ello con independencia de que el PSOE ya se encuentre roto con la ‘cuestión catalana’, agotado en el País Vasco tras el apoyo prestado por Patxi López al mundo pro-etarra durante su mandato como lehendakari, acosado también por multitud de graves escándalos de corrupción (como los falsos ERE de Andalucía o el sobrecosto del AVE Madrid-Barcelona), desde luego perdido en materia de reformas políticas e institucionales y sin ofrecer el menor atisbo de una renovación interna razonable a corto plazo. Con el problema añadido de las presiones a las que le somete IU allí donde dicha formación ya puede oficiar de bisagra política, crecida además a costa del chorreón de votos que de forma previsible va a quitarle en las propias elecciones europeas… 

La posible ruptura del bipartidismo PP-PSOE

En las últimas semanas e incluso meses hemos insistido en cómo la demoscopia política viene anunciando la caída del bipartidismo PP-PSOE, cuestión ciertamente trascendente que también se verá dilucidada, o al menos aclarada, el 25 de mayo. Siendo hoy por hoy el fenómeno que más preocupa al establishment, hasta el punto de que algunos analistas no descartan un reciente acuerdo encubierto de los dos partidos mayoritarios para asegurar o afianzar el actual modelo bipartidista (incluso enterrando los escándalos de corrupción que les afectan de forma más llamativa a ambos), antes que para corregir sus muchas derivas antidemocráticas o perfeccionarlo en puridad constitucional.

Y lo cierto es que el fin del sistema de alternancia en el poder de los dos partidos hegemónicos abriría nuevas vías bipartitas o tripartitas de gobierno que forzarían pactos y consensos hasta ahora repudiados tanto por el PP como por el PSOE. Con el corolario implícito de una mayor transparencia y mayor control de la vida pública, más atención a las demandas de un espectro social más amplio, más capacidad de lucha contra el fraude y la corrupción, más posibilidades de reformar la ley electoral y generar más democracia, menos soberbia gubernamental…

Un escenario completamente novedoso que ya obliga a plantear hipótesis de sumas y restas post electorales y de consensos políticos e ideológicos más complicados que los conocidos hasta ahora. Porque ¿qué consecuencias tendría para el país, por ejemplo, una mayoría absoluta alcanzada por la suma de PSOE + IU o viceversa…? Evidentemente no estaríamos hablando de políticas socialdemócratas ni de ningún tipo de ‘frente popular’, sino de una verdadera política de izquierdas sin tapujos, con todos sus desarrollos implícitos, dura con las veleidades separatistas, abrasiva para la Corona, etcétera.

¿Y acaso este entendimiento post electoral de gobierno PSOE-IU sería más difícil de alcanzar que el de PP-UPyD, el de PP-PSOE o el de alguno de estos dos partidos hasta ahora mayoritarios con los del llamado ‘nacionalismo histórico’ ya situados en la vía del separatismo…? ¿Y alguien puede pensar que un consenso PP-PSOE sólo para perpetuar el bipartidismo no llevaría al estallido social…? Y, en todo caso, ¿qué precio tendrían cada uno de los pactos posibles para la propia democracia…?

Con esa caída del bipartidismo y la apertura del teatro político a coaliciones de gobierno, surgen cuestiones importantes, porque, en el fondo, también cuestiona de forma intrínseca la continuidad del actual sistema político y, en consecuencia, el propio ‘régimen’. Por ello, a nadie puede extrañar que, una vez asumida esta posibilidad -sin duda preocupante para el establishment-, se pretendan camuflar sus previsibles derivas estratégicas y tácticas para mantener el statu quo (es decir un gran pacto interesado PP-PSOE) con desmentidos públicos que no descubran la tostada, sobre todo antes del 25 de mayo.

Uno de estos desmentidos es el expresado por Rubalcaba en plena campaña electoral, tratando de evitar con él una mayor fuga de votos socialistas hacia la izquierda dura y pura, que ya parece dispuesta a asestar el zarpazo de la radicalidad. Baste recordar en este sentido cómo IU acaba de leerle la cartilla primero a la presidenta de la Junta de Andalucía, Susana Díaz, y acto seguido al presidente del PSOE de Extremadura, Guillermo Fernández Vara.

Tema, pues, interesante que el 25 de mayo se verá despejado o al menos orientado, considerando sobre todo que el enfrentamiento electoral entre PP y PSOE ha alcanzado ya su nivel más deplorable. Así lo vio Juan José Millás siguiendo los debates electorales ofrecidos por TVE -el de los candidatos para presidir implícitamente a la Comisión Europea y el patético ‘mano a mano’ entre Miguel Arias Cañete y Elena Valenciano-, y así lo escribió en un aplaudido artículo publicado en El País (16/05/2014): 

No somos lo mismo

Los candidatos, lógicamente exhaustos tras los mítines y la sucesión insensata de acuerdos, desacuerdos, suspensiones y aplazamientos, aparecieron en la pantalla poco frescos, como si los hubieran sacado del congelador dos horas antes. Y aunque cada uno ocupaba un extremo de la mesa, muchos espectadores los veíamos enredados como dos trepadoras vecinas. Un juicio previo consecuente a ese sinfín de negaciones: No somos lo mismo, habían venido pregonando en los mítines. No somos lo mismo. No somos lo. No somos. No.

No eran lo mismo, excepto que Schulz, el candidato socialdemócrata a la presidencia de la Comisión Europea, cuya sombra advertíamos detrás de Valenciano, gobernaba con Merkel. No eran lo mismo, excepto que Juncker, el candidato conservador, cuya silueta se dibujaba detrás de Cañete, hacía campaña con un cartel de Merkel. No eran lo mismo, excepto que González Pons había mostrado un tuit -no desmentido- de Schulz apoyando las reformas de Rajoy. No eran lo mismo pese a que a la hora del debate nadie ignoraba el rumor -bastante fundado- de que el PP y el PSOE podrían estar pergeñando un gobierno de concentración para el futuro. No eran lo mismo, excepto que según Willy Meyer, eurodiputado de IU, el PSOE y el PP venían votando juntos en Europa en el 73% de los casos. La cifra se disparaba al 78% en asuntos de Justicia e Interior y al 81% en cuestiones de agricultura. En proyectos de política exterior, coincidían en el 68% de las veces.

A quien más daño hacía la mismidad era a Valenciano, porque la mismidad en la izquierda tiene mala prensa. Valenciano intentó entonces no ser la misma, mientras que Cañete se ensimismó. Daba, en efecto, la impresión de que le costaba salir de sí mismo. Nos encontrábamos ante un Cañete disminuido que se aferraba con manos temblorosas a los papeles, a los gráficos, a los datos que le habían proporcionado. Un Cañete que leía y leía sin rubor, sin entonación, sin ganas. Un Cañete serio, casi asustado, con la seriedad y el susto de quien acabara de recibir un diagnóstico médico alarmante. Un Cañete que, por primera vez desde que lo conocemos, no estaba cómodo en su cuerpo.

La lucha se presentaba desigual porque Valenciano, pensaba uno, tenía que pelear contra Cañete y contra sí misma. Cañete no le presentó problemas. Tal vez eso desarmó a la candidata, que hubo de pelearse con el formato que ella misma había pactado y que era un disparate, pues no estaban permitidas las interrupciones. Dos minutos de reloj para cada uno en los que resultaba imposible tanto el encuentro como el desencuentro.

No eran lo mismo, que es a lo que íbamos, y ahí estaban, dispuestos a demostrarlo a la hora de las series de televisión, en un horario, pues, de máxima audiencia, bajo la cobertura que les daba una televisión pública en fase de desmantelamiento moral y económico. Y bajo la batuta moderadora de Maria Casado, que repartió el tiempo entre cinco bloques temáticos, cinco asaltos, cabría decir, que se ganarían o perderían a cara o cruz, quizá a los puntos (el K. O. estaba fuera de toda posibilidad). El público asistente, suponemos que irresoluto, rebañaba en el interior de su alma los restos de ingenuidad política de que aún disponía para no parecer cínico delante de los hijos, que exigían el cambio de canal bajo la amenaza de retirarse a su habitación (es un suponer) a masturbarse.

Bueno, algo de onanismo desfallecido había también en las intervenciones ordenadas y mortalmente aburridas de los contendientes. Significa que, pese a las apariencias, no interactuaban, si interactuar quiere decir lo que quiere decir. Tras la pausa, y quizá por el consejo de sus asesores, hubo tal vez un par de minutos estimulantes, pero el antidebate comenzó enseguida a agonizar de nuevo. Hubo un momento en el que Valenciano, quizá consciente de la pesadilla en la que se habían instalado ella misma, Cañete y la moderadora, la pesadilla que estaban haciendo vivir a la audiencia, debió de acordarse de que no eran lo mismo y soltó la frase: “Usted y yo no pensamos lo mismo”.

Pero el problema era ese: la falta de pensamiento. Había pautas, sí, y repeticiones, y lugares comunes, todos los lugares comunes que llevamos escuchando desde hace meses, años, pero el pensamiento brillaba por su ausencia. Como Europa, por cierto, que solo aparecía cuando se acordaban de súbito de que estaban allí para hablar de la Unión. Fue duro, muy duro, asistir a ese encuentro, o lo que quiera que fuese. Lo dejó a uno deprimido, hundido en la miseria, tirado en el sofá, sin fuerzas para irse a la cama, como si se hubiera tomado una de las píldoras que daba la impresión de haberse metido Cañete y que también le hicieron efecto, increíblemente, a Valenciano.

Y es que, ante un Arias Cañete empeñado en leer sin rubor, sin entonación y sin ganas las chafarrinadas preparadas por los sabios Arriola y Floriano, y una Valenciano que, además de tener que pelear con su oponente, también tenía que pelearse con ella misma, en un insulso y hasta grotesco debate propio de marmolillos, sin tocar ni por asomo los temas de interés esencial para los electores -incluido el de la corrupción-, no se puede dejar en mayor evidencia la pobre situación de la política española.

Un debate que ha sido fiel reflejo de la vacuidad de la vida pública, sin vigor alguno y carente de ideas hasta extremos insoportables, y del egoísmo personal que hoy lleva a la mayoría de los políticos a comparecer ante los medios informativos sin decir nada realmente apropiado, a reprocharse de forma sistemática y sintomática las herencias recibidas y a replicarse entre ellos sin oírse ni entenderse, obviando todo lo que de verdad interesa a sus electores. Políticos que no entienden ni a los ciudadanos que quieren representar ni al país que quieren gobernar, probablemente porque hace tiempo que ni siquiera se entienden a sí mismos.

Transcurrido algo más de un siglo desde el fallecimiento de Joaquín Costa, cada vez parece más necesario volver a discernir, pues, entre la España real y la España oficial, hablar de burgos podridos y de regeneracionismo y rescatar lemas como el de ‘Escuela, despensa y siete llaves para el sepulcro del Cid’ (ver El ‘Manifiesto Regeneracionista’). De no hacerlo, fácil será que la pobre y atormentada política española termine como el rosario de la aurora, con gamonales e imperdonables inquinas asesinas a mansalva…

La consolidación de los partidos independentistas

Por otra parte, el nuevo escenario político, en el que dos partidos de ámbito nacional hasta ahora minoritarios (IU y UPyD) están creciendo de forma significada a costa del PP y del PSOE, presenta otros fenómenos mucho más preocupantes para la estabilidad del sistema. Al margen de otras novedosas irrupciones que se pueden considerar no transgresoras -caso de Ciutadans-, estas amenazas se concretan en la dimensión social que están adquiriendo las fuerzas netamente independentistas tanto en Cataluña como en el País Vasco y en su creciente presencia formal dentro de las instituciones de gobierno electivo, incluidos el Congreso de los Diputados y el Senado.

En este sentido, habrá que considerar y analizar con suficiente rigor el nivel de votos que alcancen en sus respectivas circunscripciones los partidos que, además de declararse antiespañoles, en sus campañas electorales han alzado de forma expresa y exclusiva la bandera del independentismo. Y ahí están en primera línea las coaliciones ‘L’Esquerra pel dret a decidir’ (ERC y Nova Esquerra Catalana) y ‘Los Pueblos Deciden’ (Bildu y BNG), seguidas o flanqueadas por la ‘Coalición por Europa’ (CiU, PNV, CC y Compromiso por Galicia), todavía camuflada bajo el paraguas del soberanismo (tanto monta monta tanto), junto a otros partidos más bien anecdóticos pero también de signo independista como el MPUC (Movimiento para la Unidad del Pueblo Canario) o ANV (Accio Nacionalista Valenciana)…

La cuestión es que, ante la manifiesta e irremisible debilidad de los dos partidos nacionales mayoritarios (PP y PSOE) justo en Cataluña y el País Vasco, sin que se pueda vislumbrar para ellos la menor posición de gobierno en el ámbito autonómico, la reversión del nacionalismo al independentismo también pone en alerta roja la viabilidad del actual sistema político o, dicho de otra forma, evidencia su precariedad. Señal que podrá medirse de forma bien precisa analizando el balance electoral del 25 de mayo en dichos territorios. 

¿Ganarán las elecciones europeas en Cataluña y el País Vasco el conjunto de las fuerzas políticas antiespañolas…? Todo parece indicar que va a ser así, y eso significaría -cosa ciertamente grave- que las perderían el conjunto de los partidos españolistas.

¿Y realizarán en todo caso PP y PSOE el análisis adecuado al respecto tras el recuento de votos por partidos y provincias…? Seguramente no, porque su intención en esta delicada materia no es otra que aguantar como sea en el poder y esperar a que quien venga detrás arree con él. 

¿Marcarán los resultados del 25-M el fin de una época política?

De cualquier forma, el próximo 25 de mayo no solo IU y UPyD podrán poner en jaque al PP y al PSOE, cuestionando con su anunciado crecimiento el futuro del bipartidismo y del propio sistema político. Otros partidos también pequeños e incluso de mero ámbito autonómico, claramente anti-españoles y cuya campaña electoral se ha centrado en sus demandas separatistas, van a dejar constancia de su respaldo social. ¿Anunciarán unos y otros, por separado o de forma convergente, el fin de una época que ha dejado de ser políticamente representativa…?

Esta es la cuestión de fondo. Y los dos partidos hasta ahora hegemónicos (PP y PSOE) así lo intuyen, a pesar de su total incapacidad para asumir la situación con claridad y tratar de reconducirla. De ahí sus intentos poco claros de entendimiento interesado, que en todo caso llega tarde, y sus tímidas demandas de voto para una Europa fuerte o para una Cataluña española, por ejemplo.

Javier Pérez Royo, catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Sevilla y habitual comentarista político de El País, planteaba en ese diario (17/05/2014) justo la siguiente pregunta-clave: ¿Puede ser el resultado electoral del 25-M, a pesar de su previsible baja participación o tal vez como consecuencia de ella, el indicador de que se abre una nueva etapa política, en la que nada va a ser igual que antes en el sistema político español?”.

Y acto seguido el propio articulista se contestaba a sí mismo con esta apretada pero concluyente reflexión:

“El sistema político en este momento ha dejado de proporcionar la legitimidad necesaria para gobernar. El Gobierno dispone de mayoría absoluta, pero los ciudadanos lo suspenden de manera abrumadora. Y lo mismo ocurre en todos los escalones de la fórmula de gobierno. Y con los partidos que están en la oposición. El sistema político español es un sistema político formalmente representativo, en el que los gobernantes son elegidos periódicamente en elecciones competitivas, pero materialmente ha dejado de serlo, en la medida en que los ciudadanos no se sienten reconocidos en las políticas que se ponen en práctica. Se está viendo venir desde hace tiempo, pero es en esta consulta del 25-M en la que la contradicción entre el carácter formal y materialmente representativo de nuestro sistema político puede tal vez resultar inocultable”.

Lo cierto es que, en contra de lo que puedan argumentar PP Y PSOE ante una eventual debacle electoral el próximo 25 de mayo, intentando salvar los muebles de su creciente rechazo social, si bien todas las elecciones del sistema político están perfectamente compartimentadas desde el punto de vista jurídico-legal, políticamente se integran en un sistema común de vasos comunicantes. De forma que, dígase lo que se diga, los resultados de cada convocatoria electoral afectan directamente tanto a la organización interna de los partidos y a su proyección pública como a la sucesiva cadena de comicios, sean éstos del ámbito que fueren.

Y baste recordar al respecto cómo a menudo unas elecciones del ámbito que fuere se proyectan de forma plebiscitaria sobre otro distinto, o cómo el voto en un ámbito de elección arrastra el de otro cuando se hacen coincidir ambas votaciones. Hoy, la realidad política también es global, como lo es la comunicación humana, y los electores visualizan perfectamente la acción de los partidos y de los gobiernos a través de todo tipo de medios de información, mediatizados y no mediatizados. Rajoy y Rubalcaba lo saben, aunque no lo reconozcan públicamente, y por ello afrontan el 25-M sin que les llegue la camisa al cuello. 

Un momento, pues, definitivo (su ‘hora de la verdad’), en el que PP y PSOE podrían sufrir las consecuencias de aquel proverbio árabe que advierte: “No desprecies a un rival por pequeño que sea; el mosquito puede dañar los ojos del león”.

Quedemos, pues, atentos, a los resultados de las elecciones del 25 de mayo y al previsible fracaso que pueden suponer para Rajoy y/o Rubalcaba; y sobre todo pendientes de ver cómo, en su caso, se asumen o dejan de asumirse ética y políticamente los fracasos correspondientes. 

Fernando J. Muniesa