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NEWSLETTER 84. La Nación Española en crisis

Por Elespiadigital
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infoelespiadigitales/4/4/19
domingo 20 de octubre de 2013, 17:12h

El pasado 12 de Octubre, día en el que se celebraba la Fiesta Nacional de forma en extremo pacata -por no decir casi vergonzante-, Enric González, escritor y periodista que ha sido galardonado con premios como el  ‘Cirilo Rodríguez’, el ‘Ciudad de Barcelona de Periodismo’ o el ‘Francisco Cerecedo’, publicaba un elocuente y excelente reportaje en El Mundo titulado ‘España en la hora del desencanto’.

LA ESPAÑA DESENCANTADA

En él, se recogía con gran ponderación la visión de tres historiadores de muy distinto origen y talante personal (Fernando García de Cortázar, Josep Fontana y Juan Pablo Fusi) sobre la actual situación de la Nación Española, que mostraba una amplia coincidencia entre ellos, tan reveladora como preocupante, dejando claro que, efectivamente, el ‘sentimiento nacional’ está en crisis. Una situación provocada por una suma de factores -recogía el autor-, en la que han venido incidiendo y sumándose la fallida construcción de la Nación-Estado en los siglos XIX y XX, el discutido desarrollo del nuevo Estado de las Autonomías y los actuales problemas económicos.

Y en él se advertía, de entrada, que la conjunción del cataclismo económico (y en nuestra opinión sobre todo la evidente incapacidad del Gobierno para afrontarlo, asociada al fenómeno de la corrupción política), de la tensión independentista desatada en Cataluña (a la que muy pronto podrá seguir la más arrolladora del País Vasco), del fracaso que ha supuesto el desarrollo irresponsable de las Autonomías, del desvanecido entusiasmo europeísta y de una sensación de insolidaridad generalizada, hace que el proyecto español de convivencia democrática -el proyecto de España- pase por momentos difíciles y para algunos realmente críticos.

No vamos a reproducir aquí el extenso y recomendable trabajo de Enric González, salpicado de citas informadas, inteligentes y memorables. Pero sí que queremos recalcar cuatro resúmenes del mismo que enmarcan la grave realidad del momento:

Síntomas: “El impulso colectivo de la Transición y la integración en Europa parece haberse agotado”.

Orígenes: “La identidad española existía desde antiguo, pero los atributos nacionales no se solidificaban”.

Causas: “El despliegue del Estado de las Autonomías es un elemento clave en el desencanto español”.

Efectos: “Como a finales del siglo XIX, la crisis general no es ajena al auge de los nacionalismos”.

Y, por supuesto, reafirmar al mismo tiempo nuestra propia convicción patriótica, identificada en el párrafo con el que el autor concluye su clara percepción de la ‘España desencantada’:

(…) No es fácil definir qué significa hoy ser español, o querer no serlo, al margen de factores puramente emotivos. Según García de Cortázar, España “es una herencia recibida y un proyecto a preservar para generaciones futuras”, “es una entidad que nos permite existir como individuos libres y protegidos por principios que sólo son norma legal porque son valores compartidos”, “es nuestra oportunidad de proyectar una nación convincente y convencida a un mundo que nunca nos aceptará si no empezamos por creer en nosotros mismos”. “Por esa idea de España”, dice, “hay que ponerse ya manos a la obra. Hemos de responder a quienes tal vez han tomado nuestra tolerancia como falta de principios y nuestra prudencia como invalidez”. 

ESPAÑA Y SU FUTURO

Desde nuestra posición analítica y nuestro insistente esfuerzo para ayudar a reescribir los renglones torcidos de nuestra peor historia, recién iniciada la andadura informativa de ElEspiaDigital.Com, exactamente el 9 de abril de 2012, publicamos un informe del profesor Roberto Mangabeira Unger, de la Harvard Law School, titulado ‘España y su Futuro’, en extremo revelador porque contenía una diagnosis perfecta de la triste situación por la que estamos pasando.

En su sorprendente y acertado trabajo, despreciado por la ‘sobrada’ pero inculta actual clase política española, realizado en noviembre de 2009, es decir tras concluir su trabajo pactado de dos años como Ministro de Asuntos Estratégicos del Gobierno de Lula da Silva y antes de volver a su dedicación docente en Harvard (Massachusetts), el filósofo brasileño, muy respetado en su actividad política y gran amante de España, abría un horizonte de esperanza ante nuestra crisis global -en aquellos momentos todavía negada por Rodríguez Zapatero- con la siguiente introducción:

España es hoy un país sin un proyecto capaz de aprovechar su potencial. Existe un proyecto dominante en España, articulado por las elites y por los partidos. Pero es un proyecto que no sirve, porque no guarda relación íntima con las características más importantes y fecundas de la sociedad española. España, un país relativamente pequeño, se está convirtiendo, por culpa de la falta de imaginación de los que ocupan el poder, en un pequeño país. En un país que, al dejar de hablar con una voz diferente dentro de Europa, está perdiendo contacto con las fuentes de su propia originalidad.

España podría, y puede, ser un gran país. Existe un proyecto alternativo que aprovecharía, tanto desde el punto de vista práctico como moral, aquello que distingue a su sociedad y a su cultura. Lejos de contradecir su compromiso con Europa, esa alternativa proporcionaría una alternativa para todos los europeos. Permitiría además a los españoles transformar en fuerza contemporánea la personalidad histórica de la nación.

Esa alternativa no tiene nada de radical en sus métodos. Ninguno de los elementos que la componen es desconocido. Su implementación, eso sí, cambiaría el país para siempre. La corriente política que la incorpore a su programa obtendrá el triunfo más importante para gobernar el país.

Pero existe un problema. Ese proyecto exige, más que ideas, un espíritu de ambición y de inconformidad al que el país parece que ha renunciado. ¿Cómo se puede conseguir sin tener que pagar el precio de las calamidades que marcaron en el siglo pasado la historia de España y Europa? (…).

Y, una vez desbrozada con precisión esa atractiva tarea, marcando también claramente a continuación la ruta a seguir, concluía su magistral lección con este párrafo esperanzador: España será grande, o no será España. Grande no por ser poderosa, sino por saber, sentir y, sobre todo, querer -más de lo que es razonable. España puede, de nuevo, ser grande, pero sólo si aprende, de nuevo, a inquietarse. La humanidad no precisa de una España desilusionada. La humanidad necesita una España que haya pasado por la desilusión de la desilusión. Una España que, interrogando a los sufrimientos de ayer y descartando la complacencia de hoy, construya una nueva forma -más pacífica, práctica, fecunda y humana- de engrandecerse”.

Pero, asumido el sonrojo que nos produce el hecho de que más allá de nuestras fronteras se marque con mejor tino que desde dentro la dirección por donde debería discurrir la gran política española en momentos tan dramáticos como los que vivimos, el lúcido trabajo del profesor Mangabeira hace que nos preguntemos si la actual clase dirigente del país es de verdad consciente, o no, de que vivimos con una Nación en crisis, a punto de descomposición y, por tanto, en una Nación de dudoso y hasta imposible futuro. Y, todavía más, también nos preguntamos si esos mismos dirigentes saben siquiera ‘a qué llamamos España’ o a qué queremos llamar España en el futuro; gravísimo problema ante el que cada vez se desdibujan más los principios y valores, las instituciones y factores políticos, que podrían ser instrumentos de unión, de separación o de conciliación.

CADA CUAL CON SU RESPONSABILIDAD A CUESTAS

Éste es un mal histórico muchas veces andado y desandado, con un hito de aparente y meritoria solución en la denominada Transición Española, pero que, a la postre, se ha mostrado como un espejismo más, sin que la nueva generación política, hija de los constituyentes de 1978, haya sabido valorar y preservar el germen del realismo conciliador que contenía. De forma que ese es el horizonte que, de nuevo, todos debemos proponernos alcanzar, y en especial aquellos que en razón de su experiencia, con el rey Juan Carlos a la cabeza, saben perfectamente de qué tragedia nacional venimos y, por ello, han de ser los más obligados a evitar que se repita, en sí misma y en todo cuanto pueda evocarla.

Su Majestad reconoció expresamente en la entrevista que con ocasión de su 75 cumpleaños concedió al periodista Jesús Hermida, emitida por TVE el pasado 4 de enero, que transcurridos casi 40 años de su reinado, todavía “falta la vertebración del Estado”. ¿Cabe, entonces, que nuestros políticos y la propia Corona sigan ignorando esa realidad, haciendo oídos sordos de cuanto se invoca de forma razonable y cada vez más angustiada al respecto…?

Lo más necesario y hasta perentorio -lo hemos dicho en otras ocasiones-, es plantear la supervivencia del Estado-Nación, y no los debates accesorios sobre la Monarquía, que es cosa distinta y, en ese orden de prioridades, una institución más secundaria y desde luego subsiguiente. Y es que, de hecho, el sistema político establecido en la Constitución residencia en la figura del Rey el símbolo de la unidad y permanencia del Estado, asignándole la alta y exclusiva responsabilidad de arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones. Sin olvidar que la propia Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación Española, reconocida como patria común de todos los españoles.

La salvaguarda de ese principio fundamental de la Constitución es, pues, el gran esfuerzo prioritario que en estos momentos debe realizar el rey Juan Carlos como Jefe del Estado y titular de la Corona, cueste lo que le cueste y antes por supuesto que fajarse, como se  está fajando, para asegurar la continuación dinástica en la figura del Príncipe Heredero, es decir entretenido bien que mal en intereses de familia más que en los de la Nación Española (que no es lo mismo). Simplemente porque, de proseguir ésta en su crisis creciente, esa esperada herencia de Don Felipe será un imposible categórico.

Y es que ya no se trata de plantear balances (positivos ni negativos) del reinado de Don Juan Carlos, sino de cumplir obligaciones sagradas muy concretas y trascendentales. Como la de asegurar el futuro de la herencia recibida con el nombre de España, antes que de dilapidarla; una misión suprema ante la que no se puede tolerar la teoría del ‘quien venga detrás que arree’, ni que quede en manos de personas sin la debida fortaleza, sabiduría y peso específico para acometerla.

Nadie pretende, ni por asomo, menospreciar la capacidad de Don Felipe (perfectamente acompañado si se quiere de la princesa consorte). Pero ni su formación y experiencia son las del rey Juan Carlos, ni Doña Letizia es Doña Sofía, ni el actual entorno de la Corona tiene nada que ver con los extraordinarios apoyos concitados tras la muerte de Franco para instaurar la nueva Monarquía Parlamentaria, incluidos los del propio franquismo.

Eso sin considerar la gravedad del problema renacido, sin parangón desde los sucesos del 23-F. ¿O acaso podría el hipotético nuevo Regente o Rey, Don Felipe de Borbón, bregar con aquel intento de golpe de Estado como lo hizo Don Juan Carlos…?

Lo cierto es que el reto de superar satisfactoriamente el ‘problema catalán’ y el ‘problema vasco’, sin añadir otras amenazas latentes afectas al futuro de la Corona, requiere en efecto espaldas mucho más anchas y sólidas que las de Don Felipe, que no son trasmisibles porque sí de padres a hijos (gran problema de las monarquías hereditarias). Qué duda cabe que el Príncipe Heredero (sólo o junto a Doña Letizia) tiene talla más que sobrada para asumir con toda dignidad multitud de funciones representativas y presidir actos protocolarios de todo tipo, pero no para “liderar España frente al separatismo”, que es lo que, por ejemplo, José María Aznar le acaba de pedir angustiosamente al presidente Rajoy (que es ‘pedir por pedir’ o algo como ‘pedirle peras al olmo’).

Durante el acto celebrado en San Sebastián para presentar el libro ‘Cuando la maldad golpea’ (14/10/2013), una recopilación de doce textos escritos por personas directamente afectadas por el terrorismo, evento en el que se produjo la contundente llamada a Mariano Rajoy para atajar las aventuras secesionistas (“Hay que poner fin al desfalco de soberanía nacional que se está llevando a cabo por parte del nacionalismo”), el ex presidente Aznar no dudó en lanzar esta acertada denuncia ante la pasividad gubernamental frente a los desplantes independentistas:

(…) No hay moderación en aceptar la ilegalidad; no hay prudencia en consentir que un poder se ejerza por quien no debe y para lo que no debe; o en que no se ejerza por quien debe y para lo que debe. No hay tolerancia en admitir la ausencia o el vacío del Estado de Derecho. No es una virtud del Estado dejarse desafiar cuando se funda en el derecho y sirve a la libertad. Porque eso solo produce el desamparo de los demócratas y el júbilo de los que no lo son…

Y, prácticamente en paralelo, aprovechando la presentación de un libro de autoría propia (‘Cambio de era’, Editorial Deusto), Josep Piqué, ex ministro de Aznar y ahora brillante hombre de empresa, corroboraba la idea de que “El problema catalán no lo resuelve el tiempo”, afirmando que “Rajoy tiene una gestión de los tiempos que muchos no entendemos”.

Un varapalo sin paliativos a la dejación mostrada por Rajoy en lo que se refiere a la defensa de la Nación Española, seguido inmediatamente de un contrapunto no menos preocupante enhebrado por Josep Antoni Duran i Lleida, actual presidente de UDC y portavoz de CiU en el Congreso de los Diputados. Durante la última sesión de control al Ejecutivo celebrada en la Cámara baja (16/10/2013), este peso pesado de la política catalana advirtió sobre una posible “declaración unilateral de independencia” lanzada desde el Parlament, si el presidente Rajoy no actúa para dar una “respuesta política” a las pretensiones soberanistas de Cataluña (“Si no es capaz de encabezar una respuesta de Estado a la situación política de Cataluña, se va a encontrar con una declaración unilateral de independencia”), trasladando una grave amenaza por cuenta de terceros o, dicho de otra forma, tirando la piedra y escondiendo la mano.

RECONDUCIR LAS AUTONOMÍAS: ‘DE LA LEY A LA LEY’

Todos sabemos que, tal y como se ha desarrollado, el actual Estado de las Autonomías ha fracasado y que, de no reconducirse, arruinará el proyecto llamado España, entendido como una gran conciliación nacional, como “una nación convincente y convencida” en palabras de García de Cortázar. Y, no como un territorio ni como un agregado de hombres y mujeres, sino como “una unidad de destino” en el ideario político de José Antonio (“Una entidad, verdadera en sí misma, que supo cumplir -y aún tendrá que cumplir- misiones universales”), porque, como también ha entendido el profesor Mangabeira, “España será grande, o no será España”.

Por su parte, puesto ante la realidad de su pueblo, Ortega y Gasset ya se hacía en 1914 esta pregunta esencial: “Dios mío, ¿qué es España? En la anchura del orbe, en medio de las razas innumerables, perdida entre el ayer ilimitado y el mañana sin fin, bajo la frialdad inmensa y cósmica del parpadeo astral, ¿qué es esta España, este promontorio espiritual de Europa, ésta como proa del alma continental?”.

Y nos dejaba prendida en el alma una razón inconclusa, con lamento incluido, que todavía hoy sigue batiéndose en los vientos de la historia y pendiente de ser culminada afanosamente entre todos: ¡Desdichada la raza que no hace un alto en la encrucijada antes de proseguir su ruta, que no se hace un problema de su propia intimidad; que no siente la heroica necesidad de justificar su destino, de volcar claridades sobre su misión en la historia! El individuo no puede orientarse en el universo sino al través de su raza, porque va sumido en ella como la gota en la nube viajera”.

También sabemos que esa tarea de reconducción nacional no será fácil, como tampoco lo fue la Transición que nos llevó desde la dictadura del general Franco al régimen democrático. Saltando además formalmente “de la ley a la ley”, en afortunada expresión del entonces presidente de las Cortes Españolas, Torcuato Fernández-Miranda, con la aprobación de la Ley para la Reforma Política, que entre otras cosas supuso el generoso ‘harakiri’ del todopoderoso Movimiento Nacional.

José Torné-Dombidau, que fue Profesor Titular de Derecho Administrativo de la Universidad de Granada hasta su jubilación en 2007 y a continuación fundador del ‘Club de la Constitución’, que ahora preside, recordó de forma sencilla y precisa aquel ejemplar esfuerzo de sensatez política en un artículo justamente titulado ‘De la ley a la ley’, publicado en su blog personal (18/11/2011). Dada la escasa intelectualidad y conocimientos históricos de la actual clase dirigente, parece conviene hacérselo patente:

Ahora que circula en la sociedad española la expresión ‘memoria histórica’ -merced a la consigna repetitiva de políticos y gurús alicortos- sería justo recordar (verbo adecuado) el importantísimo acontecimiento político-constitucional sucedido en España hace exactamente treinta y cinco años, el 18 de Noviembre de 1976.

Recordemos que en ese día se aprobó por las Cortes -todavía designadas por Franco, fallecido el 20.11.75-  la Ley para la Reforma Política. Tuvo esta norma la crucial misión de posibilitar el tránsito a una democracia plural y parlamentaria, propició la aprobación de la Constitución de 1978 y la instauración del “Estado social y democrático de Derecho”, que hoy gozamos en plenitud.

Si bien lo pensamos, se trató de algo insólito en el panorama del Derecho constitucional comparado: que los parlamentarios de una dictadura se hagan el ‘harakiri’ y voluntaria y civilizadamente den entrada a un régimen democrático, en el que el pueblo es el soberano. Actores de aquel tenso drama, que salió bien, fueron el Rey, motor del cambio político, Torcuato Fernández-Miranda, presidente de las Cortes, y Adolfo Suárez, valeroso presidente del Gobierno.

El Rey tenía claro que debían recuperarse las libertades secuestradas por el franquismo, pero le preocupaba cómo lograrlo sin quebrantar el ordenamiento jurídico del momento. Su preceptor en Derecho constitucional, el profesor Fernández-Miranda, le ofreció la fórmula magistral: “De la ley a la ley”.

Y así ocurrió. Fueron los propios procuradores franquistas quienes, al aprobar la Ley para la Reforma Política, firmaron su inevitable desaparición. Fueron gobernantes y actores políticos del propio franquismo, quienes estuvieron a la enorme altura de su responsabilidad histórica, y propiciaron la construcción de un puente legal hacia la orilla de la democracia y la libertad. De ahí el acierto de la frase del constitucionalista inesperadamente desaparecido.

La votación arrojó un espléndido resultado: 425 votos a favor; 59 en contra; 13 abstenciones, y 34 ausentes. La democracia inició así su singladura y se afianzó con la Carta constitucional de la reconciliación, aprobada poco más tarde.

No obstante, de aquellos hombres que votaron favorablemente el proyecto y con él permitieron que se recuperara la democracia en España desde el propio régimen dictatorial, unos se fueron a su casa sin pena ni gloria  -desconocidos y olvidados- mientras otros se integraron en los partidos que articularon el juego político de la Transición.

El artículo primero de la Ley reconoció lo que las Leyes Fundamentales de Franco negaron a los españoles durante décadas: “1. La democracia, en la organización política del Estado español, se basa en la supremacía de la ley, expresión de la voluntad del pueblo. 2. La potestad de hacer las leyes reside en las Cortes…”. Con esta sencillez, gracias al borrador facilitado a Suárez por Fernández-Miranda, se pudo poner en marcha la magna obra de ingeniería constitucional de pasar de una dictadura a una democracia sin ruptura ni confrontación: “de la ley a la ley”, en afortunada expresión. Y eso ocurrió en la fecha citada.

Hay un interesantísimo dato (en “La Transición. Síntesis y claves”, S. Sánchez-Terán, 2008, p. 136) que da cabal idea del coraje político con el que se condujo aquel Gobierno presidido por un singular Adolfo Suárez. Es la información que el propio Gobierno dio a través del télex que la Dirección General de Política Interior envió a los gobernadores civiles, que decía: “Se ha aprobado […] el texto del proyecto de reforma constitucional. Las directrices que […] presiden el documento pueden resumirse así: a) El pueblo español decidirá su destino político. b) […] La reforma responde al sentir mayoritario del pueblo…”.

Menester es situarse en aquel tiempo para medir el alcance de estas afirmaciones que hoy nos parecen habituales pero que en 1976, con el cuerpo del ‘Caudillo’ todavía caliente y con todos los cargos políticos franquistas en sus puestos, ponen los pelos de punta. Y, sin embargo, ¿quién se acuerda de estos hechos, cimiento imprescindible de nuestra actual convivencia en libertad?

La norma fue luego sometida a refrendo del pueblo español  -como prometió el presidente Suárez- el 15 de diciembre de 1976. Participó el 77,4 %. Votos afirmativos, 94,2 % y 2,6 %, negativos. La Ley apareció en el BOE del 5 de enero de 1977.

Los españoles de hoy -confiados en que las libertades políticas son imperecederas y nacen espontáneamente- hemos olvidado estos decisivos acontecimientos. Los jóvenes, simplemente los desconocen.

Sin embargo constituyen una ejemplar página de nuestra reciente historia constitucional y un contundente testimonio de generosidad, sensatez y virtud política.

Aquellos protagonistas antepusieron el interés general al suyo propio, gesto del que no andamos sobrados en nuestra ya larga trayectoria como nación. Justo es reconocerlo.

¿SIGUE SIENDO EL REY ‘MOTOR’ DE LA ESPAÑA NECESARIA?

Además de ejemplar, aquel hecho histórico es hoy especialmente relevante porque muestra una senda bien clara para reconducir el Estado de las Autonomías, saltando también ‘de la ley a la ley’, y pudiendo incluir, sin mayores obstáculos que los superados entonces, la propia reforma constitucional. Faltan el coraje, la lealtad, la honradez y la inteligencia política de los que entonces asumieron la representación partidaria de los españoles; pero el motor de aquel cambio -el rey Juan Carlos- sigue ahí, con capacidad más que suficiente para asumir, si así lo quisiera, otra responsabilidad histórica de necesidad y grandeza muy similares.

Sabido es que tras abortar la conjura desestabilizadora del 23-F, Don Juan Carlos convocó urgentemente, para el mismo martes 24 de febrero por la tarde, dos reuniones sucesivas en el Palacio de la Zarzuela de excepcional importancia. A la primera, que en definitiva se constituyó como una reunión improvisada de la Junta de Defensa Nacional, asistieron los cuatro altos mandos militares miembros de la Junta de Jefes de Estado Mayor (JUJEM): los tenientes generales del Ejército del Aire Ignacio y Emiliano Alfaro Arregui, el teniente general del Ejército de Tierra José Gabeiras Montero y el almirante de la Armada Luis Arévalo Pelluz. En la segunda estuvieron presentes, junto al presidente del Gobierno en funciones, Adolfo Suárez, los principales líderes políticos con proyección nacional: Felipe González, Agustín Rodríguez Sahagún, Santiago Carrillo y Manuel Fraga.

Y ambas tuvieron por objeto efectivo señalar el camino de la inmediata reconducción institucional, tanto en el ámbito militar como en el civil; alentar la estrategia política necesaria para restañar las heridas sociales abiertas con aquella lamentable intentona golpista y, por último, reimpulsar el anhelo común de una convivencia democrática, cosa entonces felizmente lograda. Y uno se puede preguntar ¿por qué razón no se debería reeditar ahora ese tipo de convocatoria o llamada regia ante la necesidad evidente de salvaguardar España de la ruptura independentista…? ¿Por qué no fuerza la Corona, como entonces forzó, una acción política común para reponer en su justo valor, ético e histórico, a la Nación Española…? ¿Qué temor hay a reconducir los excesos autonómicos ‘de la ley a la ley’, incluso reformando la Constitución si fuera menester…?

Quizás, la cuestión estribe en que, a las actuales ‘élites dirigentes’, el papel de la Corona, el desbarajuste autonómico, el sistema de corrupción política, la debilidad de la Nación y del Estado y la propia democracia convertida en partitocracia, les va como guante de seda para campar a sus anchas… No saben, ni quieren saber, ‘a qué llamamos España’ o a qué queremos llamar España en el futuro: lo suyo es arramplar con todo lo que se pueda y ‘quien venga detrás que arree’.

Atentos, pues, a la castuza política, porque puesta a tener que asumir reformas institucionales ‘de verdad’ si llegara el caso, no dejará de afanarse en hacerlas a favor de aguas, en reformar ‘a mejor’ para ella y ‘a peor’ para España. El ‘síndrome del último pelotazo’ está ahí, bien latente en el genoma de la actual clase dirigente, solidaria sobre todo consigo misma…

Decíamos que Aznar reclama angustiado al presidente Rajoy que ‘lidere’ a España frente al separatismo. Pero, con independencia de la sordina que el establishment pone a todo lo que dice el actual presidente de honor del PP, estimamos que alcanzar tal objetivo es, por la persona invocada al efecto, metafísicamente imposible, y que el único Alejandro Magno de andar por casa capaz de cortar el tremendo ‘nudo gordiano’ de la debacle nacional que se nos viene encima, es, todavía hoy, el rey Juan Carlos.

Paréntesis. El término ‘nudo gordiano’ procede de la leyenda griega y ha permanecido en el lenguaje universal para dar nombre a un problema difícil o casi imposible de resolver, un obstáculo difícil de salvar o una situación de difícil desenlace, en especial cuando ésta sólo admite soluciones creativas o propias del pensamiento colateral. “Cortar o desatar el nudo gordiano” significa resolver de forma tajante y sin contemplaciones un problema o, dicho de otro modo, es descubrir la esencia de un problema para poder revelar todas sus implicaciones y superarlo.

ESPAÑOLES SIN TRAMPA NI DISFRAZ

Dedicar nuestra Newsletter a procurar una mayor grandeza de la Nación Española, y más aún a su civilizada defensa ante amenazas ‘hermanas’, es una honrosa obligación patriótica y moral. Pero, queriendo ser más eficaces en ese atractivo empeño, también corremos el riesgo de convertir una simple ‘carta’, no en un libro, sino en una enciclopedia, cosa a la que ya se han dedicado muchos y muy notables filósofos, historiadores, políticos y ensayistas en general, con mayor capacidad que la nuestra.

Sin embargo, y tratando de que algunos de los políticos en activo se desprendan de la careta con la que disimulan sus intereses más mezquinos y encubren su pérfida deslealtad a España, y de que otros no caigan en esa misma falta innoble, no queremos concluir esta edición sin reproducir los párrafos finales de un ensayo memorable de Pedro Laín Entralgo, titulado precisamente ‘A qué llamamos España’:

(…) A mí dadme, os lo ruego, españoles sin trampa ni disfraz. No, no me deis esos hombres que para afirmarse a sí mismos necesitan enarcar el pecho, engolar la voz y convertir en gesto de hidalgo amenazador o de hidalgo derrotado -en definitiva, de hidalgo fingido- su oficio o su puesto en la vida pública; y tampoco los que astuta o despectivamente muestran estar de vuelta de todo, cuando  nunca estuvieron de ida, verdaderamente de ida, ya me entendéis, hacía nada de aquello que de que simulan volver; y mucho menos los que corean y aplauden, como si fuese esto lo más propio de todos nosotros, la jactanciosa crispación de falsa emperatriz destronada con que la danzadera de turno quiere mostrarse “diferente”; y todavía menos los que descocada o untuosamente llaman ascética y apostólica a su acuciosa búsqueda o a su gustosa posesión del lucro y el poder.

A mí dadme, os lo ruego, españoles sin trampa ni disfraz. Los que sin mesianismo y sin aparato trabajan lo mejor que pueden en la biblioteca, el laboratorio, el taller o el pegujal. Los que saben conversar, reír o llorar con sencillez, y a través de sus palabras, sus risas o sus lágrimas, os dejan ver, allá en lo hondo, esa impagable realidad que solemos llamar “una persona”. Los que saben moverse por la anchura del mundo sin abrir pasmadamente la boca y sin pensar provincianamente, recordando las truchas, las novenas o los entierros de su pueblo, que “Como aquello, nada”, o que Dios reina en su tierra “más que en todo el resto del mundo”. Los que por hombría de bien, cristiana o no cristiana, saben ver y tratar como personas, como verdaderas personas, a quienes con ellos conviven. Los que frente a la jactancia ajena, dicen “No será tanto” y ante la desgracia propia saben decir “No importa”. Tantos y tantos así, entre los que todavía andan y esperan por las avenidas estruendosas o por las silenciosas callejuelas de España.

Para que el vivir en mi tierra me sea de cuando en cuando consuelo o regalo, a mí dadme, os lo ruego, españoles sin trampa ni disfraz.

Lo dicho. La Nación Española vuelve a mostrarnos los síntomas de su crisis soterrada, su más inhóspita, cruel y absurda realidad, como con imperecedera constancia también reaparece el Guadiana tras su curso subterráneo por los viejos y siempre quijotescos campos de España. Pero sin que los salva-patrias que hoy quieren gobernarla, con Corona o si ella, sepan ‘a qué’ llamamos tal cosa, ni a qué queremos llamar España en el futuro.