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NÚMERO 125. El escándalo político de la familia Pujol, fruto natural de un Estado indigno

Por Elespiadigital
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infoelespiadigitales/4/4/19
domingo 03 de agosto de 2014, 16:57h

Poco antes de comenzar la X Legislatura, cuando el desastre del gobierno ‘zapateril’ anunciaba una rotunda victoria del PP en las elecciones generales de noviembre de 2011, la eclosión del ‘caso Gürtel-Bárcenas’ reactivó la imagen de podredumbre del Estado español. La caída del PP en el proceloso mundo de la financiación ilegal, mostró el efecto de ‘mancha de aceite’ con el que el fenómeno de la corrupción política ha invadido hasta el último rincón del país.

Lo pusimos de relieve en una Newsletter titulada precisamente España, encanallada en la corrupción política, y lo tuvimos que reafirmar en algunas otras (La corrupción política y la rebelión social, El ‘caso Gürtel-Bárcenas’: la verdad os hará libres, El ‘caso Gürtel-Bárcenas’ lleva a Rajoy y al PP a la hoguera pública...).

En una de ellas glosábamos un artículo de opinión titulado ‘La corrupción revisitada’ (El País 06/03/2013), publicado por el catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid Enrique Gil Calvo, en el que describía la corrupción no como un fenómeno puntual de nuestra historia más reciente, sino como un factor sintomático arraigado en el actual Estado constitucional. Y en él afirmaba que para las generaciones maduras que han vivido la Transición, el síndrome de la corrupción ya resulta fastidioso “por reiterado, redundante y archisabido”, hasta el punto de padecer la familiar sensación del déjà vu, del retorno de lo ya vivido en tiempos pasados.

Decía Gil Calvo, que la corrupción política desatada en España hace algo más de veinte años, causa del mandato terminal del presidente González y de la primera gran crisis del PSOE, fue anatemizada por todas las fuerzas opositoras con tres palabras definitivas: paro, despilfarro y corrupción. Una especie de jaculatoria malévola que hoy se podría parafrasear aplicándola también perfectamente al primer mandato presidencial de Rajoy, marcado de forma parecida por el paro, el empobrecimiento y la corrupción, aunque él sostenga otra cosa.

Los elementos coincidentes entre las dos ‘recrecidas’ de la corrupción (la vivida durante el felipismo -enquistada en Andalucía- y la del marianismo), son evidentes: mayorías parlamentarias significadas con gran concentración del poder, financiación ilegal de los partidos políticos, falta de transparencia contable, proliferación de ‘conseguidores’, guerra de trincheras mediáticas…

Pero, sobre todo, ambas manifestaciones del fenómeno han conllevado la misma falta de respuesta por parte del poder político y de las instituciones del Estado, con una sistemática cerrazón para reconocer las evidencias publicadas, asumir o perseguir de oficio responsabilidades, dar explicación pública de las tropelías cometidas… Y con tácticas defensivas también muy parecidas, basadas en el victimismo, en negar las acusaciones contra el propio partido y arremeter contra el oponente (el recurrente ‘y tú más’) y, a veces, en una desvergonzada denuncia de conspiraciones contra los corruptos absolutamente imaginarias e incluso en la deslegitimación de las protestas ciudadanas contra la insistente corrupción y delincuencia política: puro despotismo.

Pero, a pesar de la similitud de los factores que subyacen en las dos crestas más escandalosas de la corrupción, la actual es mucho más preocupante en la medida que se trata de una ‘repetición’ del fenómeno (lo sucedido en la última legislatura presidida por Felipe González fue algo ‘sobrevenido’ en el nuevo régimen). Y también es más perniciosa, porque el descrédito que conlleva condiciona muy seriamente la superación de la crisis económica, acompañada con una situación agónica de las instituciones públicas que los partidos mayoritarios no tienen intención de resolver.

La primera embestida de la corrupción (la generada con el PSOE), podía tener remedio porque entonces existía un partido de recambio razonable en la oposición (el PP). Pero hoy, y a fuerza de mostrarse intensivamente, la corrupción se ha convertido en una adicción insuperable y en una lacra de muy difícil erradicación, sin que todavía exista una alternativa política capaz de asumir tal responsabilidad con un mínimo de credibilidad…

La corrupción abrasa al Estado español

En la larga media legislatura que llevamos a la espalda, se ha escrito lo indecible sobre la corrupción política, en particular sobre cuatro de sus más vomitivas muestras (el saqueo de las Cajas de Ahorro, el ‘caso Gürtel-Bárcenas’, los falsos ERE de Andalucía y el ‘caso Nóos’), acompañadas por supuesto del continuo goteo de otras más particularizadas pero no menos escandalosas, proliferantes a todo lo largo y ancho del país (Millet, Munar, Cotino, Fabra, Del Nido, Díaz Ferrán, Roca y los ‘malayos’ marbellíes, los ‘Pokemon’…).

Y más se debería haber escrito todavía de otros delincuentes institucionales o corporativos, como los bancos que condonan deudas políticas estafando a sus accionistas, jueces y fiscales prevaricadores, gobiernos que indultan bajo pedido, empresarios enriquecidos a base de ‘obras por comisiones’, grupos periodísticos que callan o malversan la verdad de los hechos contra sus cuentas publicitarias…

Total, que estamos ante un Estado corrupto asentado en la cleptocracia institucional, con miles de procesos judiciales llenos de encausados que son o han sido cargos políticos (alcaldes, ministros, presidentes y consejeros de gobiernos autonómicos… y hasta una Infanta de España), en el que ya roba hasta el Tato. Eso sí, sólo se conocen los que estallan sobrepasando los filtros de ocultación o dilución temporal (mediante bucles en la investigación policial y judicial), convenientemente aplicados por el sistema para su mejor digestión social.

Así, la corrupción, instituida como un derecho adquirido o una ‘licencia política’ bajo impunidad efectiva, ha venido progresado desde hace años de forma geométrica, con la fatal consecuencia de la tolerancia institucional y el desentendimiento ciudadano. Estamos, pues, ante “la banalización de la corrupción” -sostiene el profesor Gil Calvo-, como diría también la filósofa alemana de origen judío Hannah Arendt, especialista en Teórica de la Política, partidaria de la democracia ‘directa’ frente a la ‘representativa’ y pensadora tan respetada como influyente en el siglo XX.

Claro está que esta banalización de la corrupción, hoy normalizada en España, tiene su origen en el mal gobierno y no en la naturaleza de los gobernados. Dante Alighieri, ‘il Sommo Poeta’ de Italia (el Poeta Supremo), ya lo advirtió en el tránsito del Medioevo al Renacimiento: “Tú ves que el mundo es mezquino porque está mal gobernado, no porque nuestra naturaleza esté corrompida”.

Y esa es una percepción muy asentada en nuestra actual y más denigrante realidad que se podría remarcar con otra afirmación de Ortega y Gasset no menos acertada: “El encanallamiento no es otra cosa que la aceptación como estado habitual y constituido de una irregularidad, de algo que mientras se acepta sigue pareciendo indebido”. Pues en eso estamos, encanallados en la corrupción.

La situación es tan cierta que, dentro de un marco general extremadamente tenso y denigrante, la corrupción y el fraude se han convertido de forma progresiva en la segunda gran preocupación ciudadana, superada sólo por el paro. Hace mucho tiempo que en las encuestas barométricas del CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas) esta lacra es “el principal problema que existe en España” más o menos para el 40% de la población. Una inquietud que se sitúa sólo por detrás del paro e incluso por delante de las de índole económica, que ya es decir; y desde luego muy por delante de otras graves preocupaciones sociales relacionadas con el desgaste y la mala imagen de la clase política, con la asistencia sanitaria, el sistema educativo, la banca o la política de recortes…, que antes prevalecían sobre el fenómeno de la corrupción.

Pero si saltamos de la delicada ortodoxia política con la que trabaja el CIS a otras investigaciones menos contemplativas, el problema de la corrupción se muestra en toda su virulencia. En febrero de 2014, la Comisión Europea presentó un primer informe sobre la lucha contra la corrupción en la UE (Corruption Report 2014) que revela el altísimo nivel de corrupción que los españoles perciben en nuestro país.

De hecho, en él se refleja que España es uno de los países en los que los ciudadanos detectan mayores niveles de corrupción y donde esta mala práctica afecta más a su vida diaria. Mientras en el ámbito europeo un 76% de los ciudadanos comunitarios manifiesta tener la sensación de vivir en un contexto de corrupción generalizada, en España la cifra alcanza el 95% y es tan sólo superada por Grecia (con un 99%) e Italia (con un 97%).

España juega en el tercermundismo de la corrupción

Por su parte, la organización no gubernamental Transparency International (TI), que promueve medidas contra crímenes corporativos y corrupción política en el ámbito internacional, también es muy pesimista al respecto (define la corrupción como el abuso del poder para beneficios privados que perjudica a la colectividad y que depende de la integridad de las personas en una posición de autoridad).

De acuerdo con lo recogido en la edición de 2013 del Índice de Percepción de la Corrupción (CPI) de TI, España fue el segundo país, tras Siria, en el que más aumentó el fenómeno respecto al año anterior, cediendo seis puntos sobre la pasada edición (de los 65 -sobre un máximo de 100- pasó a los 59), para descender en la escala de menos a más corrupto de la posición trigésima hasta la cuadragésima, lo que la sitúa por detrás de Brunei y Polonia y justo delante de Cabo Verde.

Frente a esta caída -y al derrumbe de nueve puntos de Siria, desgarrada por una guerra civil-, la clasificación dada a conocer en 2013 se caracteriza por la estabilidad y registra escasos cambios de posición y puntuación, salvo en el caso de España. A nivel europeo, nuestro país queda así relegado a la mitad inferior del ranking, por debajo de Chipre y Portugal y sobre Lituania y Eslovenia, y cada vez más lejos de los países del norte y centro del continente que abren la clasificación.

Dinamarca sigue siendo el país percibido como más transparente a nivel europeo y mundial -suma 91 puntos sobre el máximo posible de 100-, mientras que Grecia repite como nación más corrupta del continente en el puesto 80 (40 puntos), a la altura de China.

A nivel internacional, Somalia, Corea del Norte y Afganistán, con tan sólo ocho puntos, son los países percibidos como más corruptos del mundo según TI, y Dinamarca y Nueva Zelanda los más transparentes al alcanzar 91 puntos.

Entre las grandes potencias, Estados Unidos se sitúa en el puesto 19 con 73 puntos, China en el 80 (40 puntos), Japón en el 18 (74), Alemania en el 12 (78), Reino Unido en el 14 (76), Rusia en el 127 (28), Brasil en el 72 (42) e India en el 94 (36).Cierran este ranking mundial países sin estructuras estatales debido a guerras, conflictos o catástrofes naturales, como Somalia, Afganistán, Sudán y Sudán del Sur, Libia, Iraq, Siria, Yemen y Haití.

Los escándalos de corrupción destapados y juzgados en los últimos años en España han evidenciado las ‘debilidades estructurales’ del marco jurídico y legal, de las que el sistema de adjudicación de contratos públicos o la normativa sobre uso del suelo son una buena muestra. Otra circunstancia que facilita la corrupción es la gran cantidad de cargos político-partidistas incorporados a las administraciones públicas.

Además, la sensación de impunidad de los corruptos en España aumenta debido a la lentitud con la que opera el sistema judicial. En opinión de los expertos de TI, la recientemente aprobada nueva ley de transparencia española es “débil”, carece de “claros castigos” para los infractores, deja mucho margen a la “discrecionalidad” de los funcionarios y no reconoce el derecho a la información de los ciudadanos.

Y un paradigma de esta situación se acaba de dar con la condena impuesta a José Luis Baltar, ex presidente de la Diputación de Ourense en nombre del PP, por un delito de prevaricación al ‘enchufar’ a 104 amiguetes en dicho organismo a principios del año 2010: nueve años de inhabilitación para el desempeño de cargos públicos cuando con 74 años cumplidos ya se encuentra totalmente retirado de la política.

Según la sentencia -intrascendente a más no poder-, el cacique ourensano

utilizó la Diputación que presidía como “una empresa privada” y contrató “a quien le parecía oportuno”, saltándose “consciente y deliberadamente” toda la normativa que rige la contratación pública, “como quien dispone legítimamente de algo privado”. Además, la sentencia advierte de que “ser presidente de una diputación no es una propiedad de la que pueda hacer el uso que bien le parezca su titular, es un cargo público sujeto a la ley” y que, fuera de ella, “no existe sino capricho y arbitrariedad”.

Otro caso similar al de Baltar -y se podrían citar muchos más- es el de la condena del senador (por designación del Parlamento de Canarias) y ex alcalde de Santa Cruz de Tenerife, Miguel Zerolo, de CC, a ocho años de inhabilitación por otro delito de prevaricación, que tampoco le afectará en su carrera política porque su desprestigio previo ya le impedía formar parte de cualquier lista electoral.

Pero, ¿se conoce algún comentario del PP o de CC al respecto de estos casos, alguna disculpa, alguna intención de evitar que se repitan otros de corte similar…? Pues no; ni se conoce ni se conocerá, porque la omertà del caciquismo partitocrático, la ley del silencio de la mafia política, las prácticas del Estado encanallado por la corrupción, prohíben taxativamente informar sobre los delitos que incumben a los conmilitones del partido o de la institución pública de turno… Y esto es lo que hay.

Y por esa falta de compromiso ético de la clase política, el efecto halo de la corrupción llega capilarmente a todas partes. Así, la ‘Encuesta sobre fraude y delito económico 2014’ de la consultora Price Waterhouse Coopers (PwC), revela que en España el sector privado también está gravemente afectado por el fenómeno de la corrupción (www.pwc.es/es/publicaciones/gestion-empresarial/assets/encuesta-fraude-economico-2014.pdf).

En su parte analítica se puede leer: “Del 50,6% de los participantes españoles que han declarado haber sufrido algún tipo de fraude en el periodo de la encuesta, el 75% indicó haber sido objeto de algún caso de apropiación indebida de activos. Asimismo, un 25,4% indicó haber detectado algún caso de soborno y corrupción y un 19,2% declaró haber sufrido algún delito de manipulación contable”.

Y también recuerda PwC que en el informe anticorrupción realizado por la Unión Europea publicado el pasado 3 de febrero (ya citado), se destacan los siguientes resultados:

  • El 95% de los encuestados [por la UE] manifiesta que la corrupción es un problema muy extendido en las instituciones locales y regionales (media de la UE: 77%).
  • El 97% de las empresas españolas encuestadas (segundo porcentaje más elevado de la UE) declaró que la corrupción está muy extendida en su país (media de la UE: 75%).
  • El 93% de los participantes españoles (segundo porcentaje más elevado de la UE) manifestó que el favoritismo y la corrupción obstaculizan la competencia empresarial en su país (media UE: 73%).

La consentida satrapía catalanista de Jordi Pujol

Con todo, y justo cuando el PP y el PSOE se ven apretados judicialmente por sus causas de corrupción más desvergonzadas (‘Gürtel-Bárcenas’ y los falsos ERE de Andalucía), ahora rompe aguas el súper escándalo de la familia Pujol que ha dejado a CiU y al catalanismo político ‘agarrados a la brocha y sin escalera’, como se dice coloquialmente. Un afloramiento presionado por investigaciones judiciales y policiales tras años y años de evidente pasotismo por parte de muchos y sucesivos gobiernos del PP y del PSOE; y también eclosionado justo en plena discusión sobre el referéndum independentista que alientan la Generalitat y el Parlament de Cataluña, como si ahora conviniera a algunos airear la basura de todos los partidos políticos para que la del propio pase más inadvertida.

Porque, ¿es que desde que en 1982 saltó el caso de Banca Catalana acaso no han conocido todos los gobiernos socialistas y populares las tramoyas de corrupción económica en las que se ha venido moviendo la familia Pujol…? ¿Es que cuando el pasado 25 de julio lanzó la bomba de sus andanzas económicas por paraísos fiscales, el hecho pudo sorprender lo más mínimo a la clase política…?

La realidad es que el hombrecito que durante 24 años ha presidido la Generalitat de Cataluña, y que se ha declarado delincuente fiscal nada menos que durante 34 años, obtuvo primero de Felipe González y después de José María Aznar más y más transferencia competenciales del Estado, apoyos presupuestarios, capacidad recaudatoria… y, sobre todo, impunidad para gobernar como un auténtico sátrapa político y económico, a cambio de apoyar a los partidos mayoritarios de turno en sus ambiciones de poder nacional. ¿Es que acaso la Agencia Tributaria, la Unidad de Delincuencia Económica y Fiscal de la Policía Nacional (UDEF) y hasta los propios servicios del Banco de España han podido desconocer durante tantos años el tráfico internacional de su fortuna y su imposible naturaleza lícita…?

Porque conviene recordar que ya en 1959 su padre, Florenci Pujol, y un socio con el que éste había regentado un negocio de bolsa y cambio de divisas (David Tennenbaum), cometieron irregularidades fiscales y que se valieron de testaferros para comprar el embrión de lo que más tarde sería Banca Catalana. Y que un tremendo escándalo de dicha entidad terminó implicando a Jordi Pujol cuando en 1984 los fiscales Carlos Jiménez Villarejo y José María Mena presentan una querella contra sus directivos, con el propio Jordi Pujol a la cabeza, por el supuesto desvío de fondos y por comprar irregularmente valores inmobiliarios con dinero negro (de la llamada ‘Caja B’), para financiar distintas operaciones gravosas que llevaron a la intervención de Banca Catalana por el Estado en 1982.

Entonces Pujol se envolvió en la bandera catalana y el Estado español se la envainó. Y ahora se la volverá a envainar, porque con sus 84 años ya no entrará en prisión, de forma que podrá asumir todas las culpas familiares para salvar al resto de componentes de la banda defraudadora…

Y uno no tiene más remedio que sorprenderse entonces de la discriminada aplicación con la que -según lo que interesa o no interesa políticamente- actúan la policía, la fiscalía, los tribunales de justicia y, en definitiva, el Estado encanallado por la corrupción.

La instrucción del sumario del caso Banca Catalana se dio por concluida en mayo de 1986, con cerca de 65.000 folios de documentación. Un mes después, los fiscales Mena y Villarejo pidieron infructuosamente el procesamiento de los 18 exconsejeros del banco, entre ellos Pujol, por presuntos delitos de apropiación indebida, falsedad en documento público y mercantil y maquinación para alterar el precio de las cosas.

Sin embargo, en noviembre de 1986, el pleno de la Audiencia de Barcelona rechazó el procesamiento al estimar que no había indicios racionales de criminalidad en la actuación del que ya desde mayo de 1980 era presidente de la Generalitat de Cataluña: nada menos que 33 magistrados votaron en contra de procesar a Pujol, mientras una minoría de 8 se pronunciaron a favor. La instrucción del caso continuó para el resto de acusados, pero en marzo de 1990 la misma Audiencia catalana decretó el sobreseimiento definitivo, considerando no obstante que “se pudo llevar a cabo una gestión imprudente e incluso desastrosa”.

Y ahora, Margarita Robles, magistrada de la Sala Tercera del Tribunal Supremo y ex vocal del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), ha remitido un correo a la asociación progresista Jueces para la Democracia, a la que pertenece, para reivindicar la opción de los magistrados que se opusieron en su día al archivo de la causa por el ‘caso Banca Catalana’ pidiendo la imputación del que fue su vicepresidente ejecutivo, Jordi Pujol, y emitiendo voto particular en tal sentido:

La declaración hecha estos días por Jordi Pujol sobre unos hechos que, con independencia de la relevancia penal que en su caso pudieran tener, evidencian claramente una conducta insolidaria hacia la ciudadanía y un engaño sin paliativos hacia la misma, me traen a la memoria el procedimiento seguido en su día ante la Audiencia Territorial de Barcelona, de la que yo era entonces parte integrante como Magistrada de la Audiencia Provincial de Barcelona.

Parece que en este caso se ha hecho realidad aquello de que ‘el tiempo pone las cosas en su sitio’ y por eso creo que es imprescindible reivindicar ahora el gran trabajo hecho por los fiscales Carlos Jiménez Villarejo y José María Mena, que fueron ferozmente criticados por la detalladísima querella que presentaron respecto a las actuaciones desarrolladas en Banca Catalana.

Y es también el momento de hacer autocrítica y reconocer los errores que pueden cometer en ocasiones los tribunales de Justicia. Sólo ocho magistrados/as de los componentes del Pleno formulamos entonces Voto particular, entendiendo que procedía el procesamiento de Jordi Pujol por hechos que treinta años después se han manifestado en los términos en que lo ha hecho. También por ello fuimos objeto de grandes críticas por lo que algunos consideraron ataques a Catalunya.

Esperemos que los años transcurridos y los errores que hay que lamentar no impidan las respuestas políticas, sociales y judiciales que en aquel entonces no supimos o pudimos abordar, y que a lo mejor hubieran impedido conductas que tuvieron lugar y que todos rechazamos.

Margarita Robles.

Lo que la magistrada Robles no dice en su correo, es que la tropelía del sobreseimiento del caso se consumó en marzo de 1990 bajo la presidencia de Felipe González, incapaz de aguantar el pulso del nacionalismo catalán cuyos 18 escaños en el Congreso de los Diputados le eran convenientes para hacer más cómodo su gobierno de la IV Legislatura, en la que se había quedado a falta de un diputado para obtener la mayoría absoluta. Un pulso mafioso que tampoco le aguantaría José María Aznar en su primer mandato presidencial de 1996, cuando Pujol le impuso condiciones leoninas y de indignidad para el Estado mientras presumía de ayudar a la gobernabilidad.

También en estos días, Carlos Jiménez Villarejo, que el pasado 25 de mayo fue elegido eurodiputado dentro de la candidatura de Podemos, ha señalado que el ‘caso Banca Catalana’ fue “el inicio de un proceso de corrupción política que llega hasta nuestros días”, planteando que frente a “cuando se decía 'España nos roba', yo hoy me pregunto, ¿quién nos roba? ¿España o Pujol durante estos 34 años?”.

Por su parte, José María Mena, que acompañó a Jiménez Villarejo como fiscal responsable del caso, ha recordado cómo ambos fueron perseguidos y señalados precisamente por Pujol como “enemigos de Cataluña por su acusación”. En unas declaraciones a la periodista Isabel Durán (programa 'Más Claro Agua' de 13 TV), Mena aseguró: Nos llegaron a disparar con una escopeta de caza en las ventanas y durante muchísimos días recibíamos llamadas telefónicas intermitentes durante toda la noche”, confesando que en aquella época llegó a sentirse como un “apestado”.

Mena lamentó igualmente que entonces no se hubiera hecho “un ejercicio de presunción de inocencia contra los fiscales sino de acusaciones de imparcialidad que no eran justificadas”. Pero ahora, 30 años después y tras la confesión de Jordi Pujol, al ex fiscal jefe del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña le queda la “satisfacción personal de que la gente sepa que no actuábamos movidos por una impresentable tendencia ideológica de persecución, sino que lo hacíamos con la mejor buena voluntad de servir a la sociedad y en concreto a la de Cataluña, defender a la sociedad de Cataluña de un expolio que se le estaba produciendo y nadie nos lo reconoció”.

Además, José María Mena añadió: “Nosotros sí éramos los defensores de los ahorradores de Cataluña, gente modesta a los que los de la bandera de las cuatro barras les arramblaron el dinero y no se lo han devuelto, víctimas concretas a los que les quitaron la ilusión nacionalista y de paso los ahorros”. Y concluyó con dos afirmaciones contundentes: que parte del tribunal que archivó el caso de Banca Catalana “ni se leyó la querella” y que “Pujol tenía como abogado a Piqué Vidal, que era un auténtico mafioso”.

Pero los ex fiscales Jiménez Villarejo y Mena tampoco han aludido para nada a la posición política tomada por el Gobierno socialista de Felipe González a lo largo de toda la tramoya. Ni a que Luis Antonio Burón Barba dimitió en 1986 como Fiscal General del Estado precisamente por sus discrepancias con esa actitud.

Y la verdad es que, conociendo la patente de corso con la que tanto el PSOE como el PP han permitido las tropelías y enriquecimientos de Pujol, choca escuchar a Pedro Sánchez (ingenuo o indocumentado al respecto) sus acusaciones de cómo este delincuente fiscal confeso se ha dedicado más a defender su patrimonio que su patria. Porque su partido tuvo mil ocasiones perfectas para pararle en seco y no hizo otra cosa que darle alas para todo lo contrario, y porque antes de soltar esas puntilladas haría bien en depurar la corrupción de los falsos ERE de Andalucía, por ejemplo.

Aunque extraña más todavía que, a estas alturas de lo visto en la política española, Alicia Sánchez Camacho, presidenta del PPC, exija una comisión de investigación en el Parlament sobre el fraude de Jordi Pujol (¿para qué si ya le investiga la policía judicial y todos sabemos de qué va la cosa?), cuando además su partido ha negado lo propio con el más corrosivo ‘caso Gürtel-Bárcenas’. Y ello con independencia de que en todos sus años de Gobierno el PP tampoco haya movido un dedo para aclarar el caso del ‘tres por ciento’ advertido por Pascual Maragall como paradigma catalán de la corrupción institucional.

Lo dicho: el escándalo político de la familia Pujol, es otro fruto natural más de un Estado indigno. Que nadie se rasgue, pues, las vestiduras si en las próximas elecciones municipales y autonómicas los electores, hartos de la mangancia sustentada por los partidos mayoritarios, votan masivamente a Podemos o a cualquier cosa rara que se ponga a tiro.

Hace cinco siglos, Francis Bacon, canciller de Inglaterra y sabio observador de la realidad social, ya advirtió que “el medio más seguro de impedir las revoluciones es el de evitar sus causas”. Pues eso, menos palabrería y al tajo. 

Fernando J. Muniesa