Opinión

El país del socialismo y del hombre libre

Administrator | Viernes 12 de julio de 2024
Carlos X. Blanco
En este libro de Diego Fusaro se cruzan dos hebras. Cada una surge y se hilvana por medio de una nación, es decir, una procedencia. La palabra nación viene de nacer, y todo pensamiento, al igual que toda persona, procede de un vientre y de una madre. La primera fuente ventral es Alemania. De la lengua, la nación y la filosofía alemanas proceden Marx y Heidegger.
Hay otro manantial, vientre de pensamientos, que es Italia. Con sumo gusto podemos leer en español este par de hebras tan entrecruzadas, surgidas de dos naciones europeas, basilares, ambas muy recias en materia filosófica. La densidad germana y la ágil lucidez latina maridan bien.
Vayamos con los alemanes.
Karl Heinrich Marx (1818-1883), súbdito prusiano de raíces judías hubo de exiliarse en Francia, Bélgica e Inglaterra, país este último donde pasó sus últimos años, empapado de la nueva ciencia natural y económica. Louis Althusser (1918-1990), y otros muchos marxistas, sostuvieron la tesis (muy impugnada por Costanzo Preve y Diego Fusaro), según la cual Marx comenzó su carrera intelectual como filósofo, un hegeliano para más señas, pero pronto, alcanzada la madurez, se convirtió en científico. Un científico que descubre un saber positivo, al modo de un “Darwin de las ciencias sociales”, en suma, un “descubridor del Continente Historia”. La tesis de Althusser encaja bien con el propio positivismo del siglo XIX. La segunda mitad del siglo mencionado es la edad dorada de las ciencias naturales y experimentales: la Química, la Fisiología, la Termodinámica, la Teoría de la Evolución…La contribución del amigo y colaborador de Marx, Friedrich Engels (1820-1895), no fue pequeña a la hora de propalar una visión cientifista y positivista de Marx. Es célebre el discurso de Engels ante la tumba de su amigo:
“Así como Darwin descubrió la ley del desarrollo de la naturaleza orgánica, Marx descubrió la ley del desarrollo de la historia humana: el hecho, tan sencillo, pero oculto bajo la maleza ideológica, de que el hombre necesita, en primer lugar, comer, beber, tener un techo y vestirse antes de poder hacer política, ciencia, arte, religión, etc.; que, por tanto, la producción de los medios de vida inmediatos, materiales, y por consiguiente, la correspondiente fase económica de desarrollo de un pueblo o una época es la base a partir de la cual se han desarrollado las instituciones políticas, las concepciones jurídicas, las ideas artísticas e incluso las ideas religiosas de los hombres y con arreglo a la cual deben, por tanto, explicarse, y no al revés, como hasta entonces se había venido haciendo. Pero no es esto sólo. Marx descubrió también la ley específica que mueve el actual modo de producción capitalista y la sociedad burguesa creada por él . El descubrimiento de la plusvalía iluminó de pronto estos problemas, mientras que todas las investigaciones anteriores, tanto las de los economistas burgueses como las de los críticos socialistas, habían vagado en las tinieblas”.
El 17 de marzo de 1883, Engels pronunció estas palabras en el cementerio londinense de Highgate. El autor de este discurso era él mismo un aficionado a la ciencia, amante de divulgar los progresos de los saberes experimentales o positivos y de adaptarlos, mal que bien, a la “ciencia del proletariado”. Engels era un evolucionista convencido, y creía de veras que la antropología anglosajona de por entonces (Morgan, Tylor) era un saber convergente con el marxismo. Sin embargo, el relato según el cual Darwin descubre la ley de evolución biológica en paralelo con el relato de Marx, visto como descubridor de la evolución de las sociedades históricas y del “secreto” de la plusvalía que se esconde bajo la sociedad capitalista, falla en numerosos puntos. Preve, y en nuestros días, Fusaro, han demostrado que el Marx más auténtico y revolucionario es el Marx filósofo, el Marx hegeliano. También el Marx aristotélico, defensor de la humanidad comunitaria ante los embates del egoísmo depredador.
Marx fue siempre un filósofo hegeliano, y en los textos más maduros y “científicos” –véase Das Kapital- anida siempre la sombra, el poso y la médula de Hegel y con él toda su dialéctica. Todo el despliegue de conceptos de Das Kapital, comenzando por su “célula”, la mercancía, es un despliegue dialéctico-hegeliano. No es correcto pensar, como hacen tantos divulgadores, que Marx arrancó la dialéctica hegeliana de la ganga idealista y la incrustó en un saber científico-positivo realmente valioso e innovador. Marx no es un “científico” que se aprovechó de la dialéctica hegeliana (en la que se habría formado de joven y de la que no habría sabido prescindir del todo). Todo esto es erróneo, y ha de decirse bien alto en contra de Althusser y de los marxistas positivistas.
La lección de Preve y de Fusaro es radical e inequívoca: aunque hay trazas de ciencia en la obra de Marx, elementos de verdadera ciencia social positiva, lo sustancial de la misma es Filosofía al cien por cien. Marx sería “el último idealista alemán”, un discípulo directo y consecuente de Fichte y de Hegel. Fíjense en el primero: Johann Gottlieb Fichte (1762-1814) merece, con justo título, ser llamado el Filósofo de la Praxis. De él procede toda una corriente de pensamiento que señala el principio: “Al comienzo era la acción”.
La acción no es un mero moverse, un simple discurrir. Acción en el hombre es acción libre. Aquel noúmeno kantiano que había de dejarse intacto, como una x, una incógnita imposible de despejar en la ecuación de la realidad, y que el propio Kant identificó con la libertad, la cual es el núcleo de la Ética, en Fichte, por el contrario, va a cobrar otro significado completamente distinto. La libertad no será meramente una x, un residuo metafísico inasequible al conocimiento científico-natural y empírico. La libertad va a ser el núcleo no ya solo de la Ética, el agujero negro de ese Reino de la Libertad que para los kantianos será también la clase lógica complementaria del Reino de la Necesidad físico-matemática. Va a ser mucho más. La libertad va a ser con Fichte y con la Filosofía de la Praxis (Marx, Gramsci) el núcleo de la Metafísica toda. Con Fichte, el idealismo parcializado de los kantianos (dos reinos, física y ética, dos planos, físico y metafísico) se supera, y con él se llega al verdadero y supremo idealismo: el del Yo definido no por el cogito (Yo pienso cartesiano), ni tampoco el comprendido por la maquinaria de aprioris (Kant), ni siquiera por una cuasi-causalidad nouménica: la libertad con Fichte va a explicarse ya como inicio misterioso de acciones físicas pero no causadas por algo empíricamente cognoscible o detectable.
El Yo fichteano es acción, es praxis, es libertad creadora de realidades. No es un Yo meramente contemplativo, especulativo, cognoscente…estos yos parciales son, en realidad, “momentos” del verdadero despliegue que supone la acción. Cuando yo contemplo una realidad (primer momento del Yo, el Yo puesto, una actividad meramente especular), esa pared de enfrente -por seguir el célebre ejemplo - ya me estoy topando con una negación: la pared es el no-Yo, uno de los frentes en los que la Naturaleza me niega a mí, vale decir, niega mi libertad. La pared no me permite ver más allá de ella, ni se presta a que yo la pueda atravesar. El Yo absoluto, como prefiguración de la verdadera síntesis hegeliana, es la superación del Yo y del no-Yo, de la tesis y la antítesis. El Yo absoluto representa la libertad, pero no ya libertad intrínseca y pre-dada del Yo, ese don que por ser un Yo y no una cosa, ya tenemos en el bolsillo: el Yo absoluto es la verdadera libertad que no sólo poseemos sin haberla puesto nunca a prueba, gratuita, sino que es más bien la libertad conquistada, la libertad que ha logrado romper las cadenas de la necesidad (física, cósica, económica, etc.). En el filósofo de Rammenau se anuncia ya la grandiosa construcción hegeliana: el Espíritu es, todo él, libertad en estado puro, pero esta libertad no es real, efectiva y merecedora de su entera dignidad y consideración si antes no ha vencido obstáculos, si antes no se ha puesto a prueba con todo aquello que se le enfrenta y que se le niega.
Dominique Venner dijo aquello de “existir es combatir aquello que me niega”, y nada mejor que esta frase para ilustrar el sentido agonístico ínsito en la Filosofía de la Praxis inaugurada por Fichte. El siglo XIX irá corriendo, y Hegel acertará a ver que la libertad no se abre paso si no es con guillotinas, bayonetas, barricadas y cañonazos. La vida humana y su historia no se pueden comprender si no es como recorrido y proceso. Lejos de ser un avance progresivo, por acumulación de mutaciones beneficiosas, la vida es como las guerras: hay avances y retrocesos, hay derrotas parciales y victorias engañosas, hasta que algún día se vislumbra un cumplimiento. El progreso dialéctico no es lineal, y contiene siempre el esfuerzo y la superación. Se trata de un escenario radicalmente inmanente: el propio Dios no es sino la Humanidad misma, el Espíritu (Geist) que no lo tiene todo hecho y dado, como le pasaría al Dios trascendente tradicional, sino que vive encarnado y sufre la pasión. La vida de la Humanidad es una Pascua, en el sentido más teológico y etimológico del término: un paso. Un pasar de unas fases a otras. La Humanidad misma consiste en su hacer y su despliegue, como la vida de Cristo mismo fue una sucesión de acciones y de hechos, y no una simple y eterna quietud. En esas acciones y hechos, el Dios hecho humanidad, la humanidad crística debe sufrir incomprensiones, violencias, la propia Cruz representa bien una historia dialéctica. El idealismo alemán es, todo él, una teología secularizada e inmanente.
Seguimos con los alemanes, esta vez en el siglo XX. Llegamos al siglo de Heidegger.
Fusaro nos lleva de la mano magistralmente por el nutrido grupo de pensadores alemanes, pues desde las raíces fichteanas (y no sólo hegelianas) de Marx, ideas radicales tan desconocidas, directamente nos pone en presencia de la figura imponente de Martin Heidegger (1889-1986). Desde 1945, el célebre filósofo de Messkirch ha sido despachado, con demasiada ligereza, como un autor nazi, indigno de ser tomado en cuenta, abstruso, ininteligible para los materialistas, incompatible con Marx y con toda tradición emancipatoria, producto deleznable de las cabezas germánicas. Muy señaladamente en el mundo anglosajón y liberal, se piensa que de Fichte a Heidegger se sigue, al parecer, el camino tortuoso del totalitarismo, las “sociedades cerradas”. Fichte, que tanto escribió sobre la libertad, que hizo de la idea de la libertad no ya un residuo inasequible a la ciencia natural (Kant) sino el núcleo mismo de la metafísica, también fue el padre del famoso despertar de la Nación Alemana, como bien se lee en su famosos Reden.
En el siglo XIX, arrasados por el imperialismo napoleónico, divididos en anticuados principados, algunos de ellos “de juguete”, los alemanes compusieron su liberalismo en clave nacionalista. No era tanto el liberalismo de los mercados sacrosantos y del individuo atomista, egoísta y cerrado sobre sí mismo, como el inglés, sino el del hombre libre que se deshace de restos feudales y anacrónicos y que se siente miembro de una muy amplia comunidad. La Gemeinschaft alemana, presagiada y anhelada por Fichte, no debe cargar con las culpas de una versión degenerada suya, muy posterior: el nacionalsocialismo. No todo nacionalismo conduce al totalitarismo, y la perspectiva de la totalidad (inherente al saber filosófico) no es totalitarismo.
Pues bien, Martin Heidegger puede y debe ser leído en clave fichteana, y también en clave marxista, por más que al pensamiento único de corte liberal o progresista le suene chirriante semejante afirmación. Y es que la verdad ofende y chirría en las cabezas de quienes se encuentran sumidos en el más profundo estupor de la ideología progresista made in USA: la ideología antifilosófica del progreso liberal, consumista, mercantilista ha desterrado a Heidegger al infierno donde penarán los otros nazis. Pero en el filósofo alemán hay más que un sambenito. Hay una filosofía de la praxis poderosa muy cercana a la de Marx., aunque siguiendo otros vericuetos.
Heidegger considera la existencia humana bajo el punto de vista del “hacer”. El mundo que no es en-torno (Umwelt) se configura ante nosotros no tanto como una colección de “cosas” inertes, de estímulos que impactan sobre la superficie de nuestro cuerpo, o de entidades estables que la filosofía perezosa llama objetos. El mundo, en perspectiva heideggeriana, consiste por el contrario en una serie de disponibilidades, de funcionalidades. La mesa donde escribo este Prefacio no es tanto un mueble, un entramado de madera, como algo que es –como dicen los niños- una cosa “para escribir” (el “para” implica funcionalidad “hacedera”) y cuanto conoce primaria y originalmente el hombre es precisamente aquello que se encuentra “a mano para x”. La x no es sustancia, cosa y objeto, sino todo aquello que yo puedo hacer con ella, lo funcional y práctico. El filósofo de Messkirch, según la lectura fusariana, prosigue en Sein un Zeit en la estela de la Filosofía de la Praxis. La realidad es acción, y cualquier ser resulta, bien mirado, como el mismo conjunto de las posibilidades de acción que su presencia despierta en los sujetos.
Faltaba el eslabón de Marx para unir Fichte y Heidegger en la tradición de una Filosofía de la Praxis. Y Fusaro nos lo explica muy bien en este libro que aquí prologamos. Marx fue leído y muy tenido en cuenta por el de Messkirch. Precisamente el Marx menos positivista, aquel que durante el siglo XX se consideró “el Darwin de las ciencias humanas” no fue el que interesó a Martin Heidegger, sino más bien el crítico y profundo desvelador de la Técnica, el Marx que persigue las raíces más profundas de la alienación y la despersonalización. Se trataba del Marx enemigo irreconciliable del “Man”, que el de Messkirch conoció muy bien a través de Lukács (1885-1971). Es el clásico libro Geschichte und Klassenbewußtsein: Studien über marxistische Dialektik, conocido en España como Historia y Conciencia de Clase, el lugar en donde se reconecta la filosofía de la praxis germana con la tradición marxista y con la dialéctica de la alienación. Como se sabe, ”Man” es la palabra alemana empleada gramaticalmente para la despersonalización. Equivale a las expresiones españolas que no quieren indicar un sujeto concreto (yo, tú, él…) y se traduce comúnmente diciendo “se…”. En el ámbito de la moda, la ideología y la opinión pública, el sentido común y el consenso generalizado, es frecuente el uso de expresiones de este jaez: “se dice…”, “se lleva…”, “se hace…”. Los demás, la masa, forman un único sujeto monolítico y la vida humana individual se despoja de toda autenticidad al no desear cada uno otra cosa que fusionarse con ese bloque o masa de humanidad indiferenciada. La sociedad consumista es también una sociedad tecnológica, y la vida humana se aliena no sólo en el proceso laboral (que es el aspecto más estudiado y más urgente para Marx) sino en todos y cada uno de nuestros actos de existencia, en los cuales nos volvemos máquinas o bestias automatizadas, fundidas de pleno en un dispositivo (Gestell) o encuadre de cosas. La alienación que nos trae el modo de producción capitalista no consiste únicamente en convertirnos en apéndices y sirvientes de las máquinas, en volvernos a nosotros mismos máquinas o bestias amaestradas al servicio de máquinas. La alienación de la Técnica consiste más bien en que el mundo entero –bajo un régimen capitalista de producción- es un dispositivo mecánico en cuyo seno las individualidades humanas deben despojarse de su condición antropológica y servir como engranajes de la producción-reproducción de la plusvalía.
Heidegger no es, evidentemente, un marxista. Pero es un filósofo sumamente crítico con el capitalismo, hostil a un modo entendido, al igual que lo entendió el de Tréveris, como subespecie de las civilizaciones embrutecedoras por su inherente cosificación de la existencia, por su ontología des-realizadora. El capitalismo hace del mundo un mundo embrujado, falso. La ontología del capitalismo es la ontología mágica empeñada en desvanecer lo real, incluyendo aquí de manera significativa a la realidad humana. El hombre ya no cuida de “lo que hay”, ni puede contemplarlo ni jugar con ello artesanalmente. El hombre ha caído victima de las propias fuerzas diabólicas que él mismo despertó, en una historia fáustica que viene de muy atrás. Es cierto que el capitalismo stricto sensu nace a fines de la Edad Media, es “moderno”, pero ya en la antigua Grecia la mirada contemplativa de los presocráticos fue dando paso a una visión cosificadora y manipulativa, que acabaría en la alienación de hoy.
El régimen capitalista no es un mero modo de producción que abusa de los “débiles”, que explota a la clase trabajadora, que crea pobreza. Es esto, pero mucho más que esto. Las lecturas meramente morales y el género literario de la “protesta” contra el sistema sirven de muy poco, o de nada. Es la filosofía pura la que puede desentrañar el secreto de la Producción bajo el capitalismo. Los moralistas no son filósofos. Todas las lágrimas del mundo, desde sus inicios hasta la Eternidad, no servirán para lavar la suciedad que ha ocasionado este régimen de Producción, haciendo del mundo una irrealidad, destruyéndolo no en su fisicidad (ámbito moral preferido por el ecologismo) sino destruyéndolo en su misma condición bruta de “realidad”. No es ya que el hombre no pueda ejercer sus derechos fundamentales como ser racional y digno, sino que el hombre ya no es hombre y el mundo ya no es mundo. El capitalismo, y con él sus ideologías (liberales, neoliberales) es un auténtico virus ontológico. Dentro de esa paradójica creación de irrealidad, en el seno mismo de la dictadura nihilista en la que acaba convirtiéndose el mundo capitalista, se halla el agente patógeno: a través de la conversión de las cosas en mercancía, y con ello, a través también de la posibilidad universal de que todo pueda ser cambiado e intercambiado, haciendo del dinero el intercambiador universal y erigiéndose en absoluto. Cuando esto ocurre, entonces no hay ley más absoluta que la creación, succión, y acumulación de plusvalía. La creación de plusvalía devenida absoluta es la destrucción del valor de todas las demás cosas, incluida la cosa humana. El nihilismo, la inautenticidad, la entronización de una nada que no es simplemente negación del ser, sino devoradora y destructora del ser, es lo que mejor define nuestro tiempo, nuestra sociedad y nuestro sistema, que además se presenta como fatal e inatacable.
Y ahora, unas palabras para los italianos.
Este último aserto me conduce directamente a Antonio Gramsci (1891-1937). Gramsci es el gran discípulo de Fichte y Marx: se trata, por antonomasia, del filósofo de la praxis. La vida de un revolucionario es una existencia volcada a la acción. Su cerebro y sus ideas van siempre dotadas de impulso para transformar las cosas, fuerza para no aceptar el monolito de “sentido común” y de hábitos reaccionarios que consagran una realidad dada de una vez para siempre, incuestionada e incuestionable. Gramsci entiende la praxis como transformación consciente de la realidad, única vía para la emancipación del ser humano. Lejos de aceptar que el hombre es la carne y los órganos genitales del capital, por cuyos medios este se entroniza, señorea y esclaviza hasta la nihilidad a todos los seres y a la especie humana, Gramsci devuelve al marxismo a su más genuina médula inconformista, rebelde y voluntarista. No hay una “ley” económica que le determine, a un cierto comité de sabios socialistas, cuándo habrán de estar maduras las condiciones para iniciarse la revolución. La autenticidad de la vida humana se recobra con la praxis del revolucionario. Éste trabaja sin descanso por el advenimiento de una sociedad socialista: aun en las condiciones más adversas, el militante gramsciano (un verdadero leninista) lucha en los planos táctico y estratégico. Sabe siempre moverse en los distintos tipos de guerra: hay guerra de trincheras, movimientos lentos en una dialéctica de posiciones, pero también hay acciones relámpago y tomas enérgicas de nuevos puestos de avanzada. Y un dato fundamental: la guerra contra el capital no es una mera lucha de barricadas y bayonetas, de cañones y cócteles molotov. Se trata de una guerra ideológica en la cual la hegemonía de la clase burguesa debía ser reemplazada por una contrahegemonía, la propia de la clase proletaria.
Los estudios fusarianos sobre Gramsci, como el que se contiene en este volumen, actualizan de manera refrescante la visión que se ha de tener hoy, en el siglo XXI, acerca del pensamiento italiano en general, y acerca del filósofo de los Quaderni (Cuadernos de la cárcel). Se trata de un inmenso trabajo: desfatalizar la existencia. Debemos acuñar este neologismo, des-fatalizar, pues creo que no hay término más adecuado. Al capital le interesa presentar su dictadura como natural, escrita en el Cielo con letras de bronce. Aquello que no es más que dispositivo histórico que un día surgió para que el hombre explotara al hombre, ha devenido una enorme maquinaria en la cual la propia esencia de la humanidad y la especie misma aparecen devoradas, succionadas y evisceradas.
Gramsci, al igual que Costanzo Preve y Diego Fusaro, se inscribe en lo mejor del pensamiento italiano, en su más genuina hebra: el pensamiento de la vida (pensiero vivente). Las figuras de Giovanni Gentile (1875-1944) y Benedetto Croce (1866- 1952) ocupan un lugar fundamental en dicho pensamiento vivente, ocupando, según Fusaro, una posición en Italia análoga a la que Hegel ocupa con respecto a Marx en el ámbito de la filosofía alemana. El “lado activo” del idealismo, es su acierto. El idealismo alemán -tanto como el italiano- fueron capaces de construir teorías de la realidad en la cual ésta no es un monolito, una losa fatal que aplasta al hombre, sino la humanidad misma viviente, desplegada, que con esfuerzo supera obstáculo y reconfigura el ser. Gramsci es hijo de ese pensamiento de la vida, de esa verdadera filosofía nacional italiana, tanto como Marx lo es, por parte alemana, de la filosofía de la praxis fichteana y del idealismo dialéctico de Hegel, productos ambos elevadísimos del pensamiento de los germanos.
Un libro este de Fusaro que hará las delicias del lector filósofo, de aquella ave rara, es decir, cada vez más difícil de encontrar pues es de una especie volandera que gusta de viajar libre, sin dejarse apresar por fatalismos, y surca mares de nubes hacia el país del socialismo y del hombre libre.
Prólogo al libro de Diego Fusaro “Releyendo a Marx y Heidegger” (EAS, 2024)

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