Economía

Crisis de 2007. La Gran Estafa del capitalismo financiero

Administrator | Miércoles 14 de febrero de 2024
Diego Fusaro
A pesar de la crisis sísmica de 2007, persiste una pregunta que probablemente siga sin obtener respuesta. Colin Crouch la condensó en el título de su ensayo de 2011, The Strange Non-Death of Neoliberalism (La extraña No-Muerte del neoliberalismo, Ed. esp. 2012): ¿por qué el neoliberalismo ha resurgido fortalecido de la crisis de 2007, de la que en realidad habría cabido esperar que, cuando menos, saliera debilitado?
Una respuesta plausible podría ser la siguiente: las élites turbofinancieras lograron que la crisis, de la que eran principales (si no exclusivos) responsables, pareciera causada por las ineficiencias del sector público y por la Deuda de los Estados. Sobre esta base, manipulando hábilmente el consenso de la opinión pública mediante el trabajo siempre celoso ejecutado por el clero intelectual, las mencionadas élites han conseguido hacer que el propio Estado -y, por tanto, lo Público– pague la crisis: es decir, “generosamente” se la han hecho pagar a los asalariados y a los pensionistas, como si realmente ellos hubieran sido los responsables del fracaso del sistema financiero.
De esta manera, el sistema capitalista, con su relación social asimétrica basada en vínculos de Señorío y Servidumbre, no se ha limitado a generar pobres como ha hecho siempre, sino que, de modo evidente con la crisis, los obliga a subvencionar a los propios ricos a través de una auténtica y genuina Economía de la Estafa. Mediante ella provoca concretas transferencias de propiedad y de poder a aquellos que, desde lo alto, mantienen intactos sus recursos y están en condiciones de manejar el crédito. No hay imagen que clarifique mejor la situación que la que emplean Robert H. Frank y Philip J. Cook para titular su estudio: The Winner-Take-All Society (que podríamos traducir como La sociedad de “el ganador se lo lleva todo”).
Por cierto, la fabula docet es que afirmar -como hacen de forma paroxística los hodiernos cantores del libre mercado- que a largo plazo el sistema económico produce su propio equilibrio constituye un posicionamiento falsario, dado que – como ya señalara Hegel- incluso la peste cesa en un momento determinado, pero entretanto cientos de miles son sus víctimas. Además de este argumento en apoyo de la necesidad de una regulación política de la bestia salvaje del mercado, Hegel moviliza uno ulterior: los liberales hacen profesión de fe en el individualismo, pero son precisamente los primeros en sacrificar el bienestar del individuo en el altar del poder del mercado y del equilibrio económico. Olvidan que no es el mercado, como ente abstracto, sino sólo el individuo, en cuanto particularidad, el que representa un fin y el que es titular de derechos.
En el contexto de la crisis de 2007, «Salvar a los bancos» fue el nuevo e indecente lema repetido a tambor batiente por las elites y, sobre todo, por sus políticos e intelectuales de referencia. Como si se tratara de una nueva religión azteca alimentada por sacrificios humanos, en nombre del liberalismo la resolución de todos los problemas podía esperar, pero el solemne llamamiento a socorrer a los bancos en dificultades se convirtió en el nuevo imperativo categórico que había que obedecer inmediatamente. Y ello gracias también al nuevo imaginario difundido urbi et orbi; imaginario para el cual, en el fondo, es más fácil imaginar el fin del mundo que el del capitalismo (fiat profitus, pereat mundus).
Según una práctica muy consolidada y que se inscribe plenamente en el modus operandi de la ideología, los maestros del discurso y del circo mediático han optado por invertir la realidad; y han atribuido la responsabilidad de la crisis de las finanzas privadas al Estado, sentando las bases necesarias para que así resultara posible posible atacarlo frontalmente y saquearlo sin restricciones.
La storytelling, urdida por los anestesistas del consenso y por los administradores de las superestructuras después de 2007, se puede resumir de la siguiente manera: ha sido el aumento de la Deuda Pública lo que provocó la crisis, por lo que es justo y necesario reclamar contra el Estado. Por su parte, los cataclismos de la finanza especulativa y del fictiuos capital no debieran ser objeto de debate, casi como si nunca hubieran sucedido. Además, el “teorema de la Deuda Pública» se revela funcional a los procesos neoliberales de desoberanización del Estado nacional y de la contextual transferencia simultánea de la soberanía del Estado (y la política) al sistema bancario (y la economía). En palabras de Mario Draghi, máximo exponente de la global class y protagonista -como presidente del BCE- de las maniobras antes referidas, “un país pierde soberanía cuando el nivel de la Deuda es tal que cualquier decisión pasa por el escrutinio de los mercados, esto es, de actores que no votan pero determinan los procesos”.
Esta situación, por demás surrealista, es por otro lado la prueba palpable, como han sugerido Dardot y Laval en Guerra alla democrazia, de que en el marco del neoliberalismo cada obstáculo se convierte en una oportunidad, cada tragedia colectiva en un triunfo de la elite dominante. La crisis financiera ha estado cabalgada para dirigir la ofensiva contra el Estado y contra los salarios, contra lo público y, en definitiva, contra las clases subalternas que viven de su trabajo.
El quid proprium del orden neoliberal reside también en esto: en garantizar que los Señores del Big Business disfruten sin cargas de los beneficios de la globalización, aprovechándose muy a menudo de una fiscalidad que tiende a cero, donde los perdedores de la globalización -los «glebalizados«- son los únicos que pagan la factura por cuenta de todos, mediante la inicua transferencia de toda la carga fiscal sobre los hombros de las familias pobres y de las clases medias en fase de pauperización. El neoliberalismo, fase suprema de la hegemonía de las clases dominantes y del nuevo espíritu del capitalismo, se presenta, así, también bajo la forma de una fe fanática y de una religión fundamentalista de la economía capitalista; una fe en virtud de la cual -en el triunfo de un credo quia absurdum privado de trascendencia- el mercado siempre tiene razón por principio, incluso cuando está flagrantemente equivocado.
La fe fanática del fundamentalismo económico, coesencial al orden neoliberal, se erige sobre una naturalización ideológica del intercambio mercantil, elevado a la condición de dotación apriórica de la mente humana (a forma mentis natural-eterna) y, al mismo tiempo, a una práctica relacional natural entre los individuos, concebidos a su vez como átomos librecambistas. Si, en La riqueza de las naciones (1776), Adam Smith ya planteaba el libre intercambio como un quid proprium de la naturaleza humana («nadie ha visto jamás a un perro realizar con otro perro un intercambio deliberado y justo de un hueso por otro hueso»…), Milton Friedman va más allá. Y se aventura a extender la actividad del libre-cambio a fundamento mismo de las relaciones humanas: «la actividad económica no es en absoluto el único ámbito de la vida humana en el que una estructura compleja y sofisticada surge como consecuencia no deseada de la cooperación de un gran número de individuos, cada uno de los cuales persigue sus intereses”.
En este sentido, la fórmula –entre las preferidas por el orden del discurso neoliberal- «trabajar para sostener la Deuda Pública» significa, ni más ni menos, que trabajar para pagar intereses usurarios a los mercados financieros, privando a la economía real de esos escasos residuos de riqueza que los mercados financieros todavía no han alcanzado a «desmaterializar» y hacer suyos. Los Estados, privados de su moneda soberana, se ven obligados a pagar intereses muy elevados por los préstamos obtenidos en los mercados financieros y eso determina el crecimiento ininterrumpido de la Deuda Pública. Esto, y ciertamente no el excesivo coste del Estado de bienestar, es la verdadera causa de la Deuda Pública, con cuyo aumento calculado se pretenden aniquilar, en perfecto estilo neoliberal, los residuos del welfarismo y del gasto público, favoreciendo la privatización completa del mundo de la vida.
En rigor, cuanto queda dicho constituye una prueba difícilmente refutable del aserto de Ezra Pound, según el cual “una Nación que no quiere endeudarse hace rabiar a los usureros”, así como de la necesidad vital de una nacionalización de los bancos destinada a reducir la Deuda Pública y a liberarse del auri sacra fames de los mercados financieros. El caso de Japón sigue siendo ejemplar. Posee moneda soberana y, a pesar de tener una Deuda Pública bastante elevada, no está sujeto a los ataques rapaces de la especulación financiera. De hecho, por un lado, Japón tiene la garantía de su propio Banco Central, que actúa como «prestamista de última instancia» y, por otra parte, el 95% de la Deuda Pública japonesa está en manos de los japoneses y no de los especuladores.
De aquí también se desprende el carácter gubernamental de la crisis: gobernar mediante la crisis -una de las piedras angulares de la raison neoliberal- significa gestionar ésta como un arma en beneficio de las clases dominantes que viven del capital y contra las clases dominadas que viven del trabajo. En efecto, no hay crisis que no sea aprovechada por el capital y sus gobiernos serviles para acelerar e intensificar la transformación de la economía en beneficio de los dominantes, arrasando todo límite todavía existente y, por tanto, debilitando específica y paulatinamente la esfera de lo Público y del Estado.
Si el neoliberalismo no sólo no implosiona sino que se refuerza, incluso tras las continuas catástrofes que genera, se debe también a que continuamente consigue cambiar el mundo (en el sentido capitalista, por supuesto), adaptándolo a las exigencias del mercado, y ejerciendo (también en este caso de forma capitalista, es decir, en beneficio de la clase dominante) la hegemonía teorizada por Gramsci: desde el Cato Institute a la Heritage Foundation, del Adam Smith Institute al Institute of Economic Affairs, de la Mont Pelerin Society al Club Bilderberg y la Trilateral Comission, el capitalismo triunfa también gracias a su hegemonía cultural, o sea, mediante el dominio combinado con el consenso que logra imponer sobre todos aquellos que, verdaderamente, deberían tener todo el interés en rebelarse contra eso.

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