Seguridad

El uso político de la inmigración ilegal y desordenada

Elespiadigital | Miércoles 07 de diciembre de 2022

Las migraciones pueden ser naturales o artificiales, espontáneas o dirigidas; por obra y gracia de sucesos imprevistos, o como consecuencia de estrategias estudiadas por poderes de diferente signo.

Sergio Fernández Riquelme



Sergio Fernández Riquelme

Las migraciones pueden ser naturales o artificiales, espontáneas o dirigidas; por obra y gracia de sucesos imprevistos, o como consecuencia de estrategias estudiadas por poderes de diferente signo.

Cuando la necesidad aprieta es difícil poner puertas al campo; siempre nos movemos y nos moveremos, para conocer o para sobrevivir. Pero cuando la necesidad se crea, los lógicos movimientos de población se pueden convertir en esos mecanismos adulterados tan usuales de presión interna y externa de los que nadie quiere hablar. Por ello, la prensa y la academia posmoderna justifican, casi siempre, lo inevitable y casual de los flujos ilegales o desordenados, obviando la realidad funcional que, mayoritariamente, parecen presentar en su génesis y desarrollo. Porque esta funcionalidad estratégica (política y económica) se demuestra, hoy y siempre, pese al silencio mediático sobre las verdaderas causas de los dramas y de los sueños de millones de personas que quieren o deben partir desde las sociedades de origen, y de las consecuencias del uso interesado e intencionado de dichos flujos que llegan a las sociedades de acogida.

Hablamos, pues, de una herramienta que se demuestra en el estudio documental del pasado y se comprueba en el análisis empírico del presente (como analizó Giovanni Sartori en la “sociedad multiétnica”[1]): mover poblaciones, parcial o sistemáticamente, para homogeneizar de manera étnica un territorio o para invadir al vecino de forma progresiva, para tener menos bocas que alimentar o para callar las bocas de los enemigos, para obtener nuevos votantes o para quitárselos al adversario, para justificar la destrucción de la familia natural o la “sustitución” de las lealtades comunitarias, y para sacar jugosos intereses económicos ante la amenaza o la explotación laboral. Y especial relevancia posee esta última hipótesis, porque, por ejemplo, el nuevo “capitalismo inclusivo” requiere, continuamente, mano de obra muy barata y con muy pocos derechos para mantener el ritmo a toda costa.

Se habla de un “arma”, de nuevo. Porque la historia siempre nos ilustra: el empleo recurrente de la “movilidad” humana con fines geopolíticos. En el siglo XIX, tras el Congreso de Berlín (1878) las potencias coloniales europeas (especialmente el Reino Unido y Francia) tuvieron patente de corso para mover a tribus enteras en sus posesiones africanas o asiáticas, creando provincias ficticias donde monopolizar sus recursos; y en el siglo XX; las Guerras Balcánicas finiseculares (1991-2001) conllevaron desplazamientos étnicos forzosos por los bandos en pugna de la antigua Yugoslavia, con la aquiescencia de los socios europeos que esperaban, y consiguieron, asegurar su influencia o dominación entre los eslavos del sur. Y en ambos casos, las cicatrices de dichos traslados, directos e indirectos, siguen demasiado presentes centurias y décadas después.

Ahora, en plena era de la Globalización, los traslados aparentan espontaneidad y demandan solidaridad. Pero pueden responder, otra vez, a planes diseñados, tanto en la creación como en la gestión de los flujos migratorios ilegales y desordenados, que alteran de manera profunda a las regiones donde nacen y a las regiones donde culminan. Mientras el sentido común impone mecanismos reglados y legales de control, en función de las demandas laborales y las posibilidades de integración, ciertos poderes e instituciones impulsan lo que Kelly M. Greenhill definió como “the weaponisation of migration” (o "Weapon of Mass Migration")[2]: es decir, la génesis estratégica y el uso intencionado de estos flujos con objetivos de lucro económico, interés político o desestabilización social. Aunque a la luz de los hechos más recientes o cercanos podemos ir más allá, planteándola como una posible herramienta de coacción de mucho mayor calado: externamente, para obligar a cambios políticos del contrario, obteniendo concesiones políticas o económicas del mismo, influyendo en sus decisiones o alterando la misma integridad territorial; e, internamente, abriendo las fronteras o dejando de controlarlas para rebajar salarios y aumentar la competencia, extender la precariedad en beneficio del sistema, modificar identidades tradicionales, o crear convulsiones sociales de las que extraer recursos o legitimidades. Para Alain de Benoist la inmigración sin control (y fomentada desde la destrucción y explotación de las elites en sus naciones), en el caso francés  significaba un gran “ejército de reserva del capital”; es decir, “este movimiento significa ejercer presión a la baja en los salarios de los trabajadores franceses, reducir su celo de protesta, y además, romper la unidad del movimiento de los trabajadores. Los grandes jefes, siempre quieren más”[3].

Hay espacios muy conocidos. En naciones africanas o asiáticas, aún definidas por la escuadra y el cartabón étnico colonial, podríamos encontrar una especie de paradigma clásico: el traslado masivo y brutal, entre guerras y hambrunas, de miles y miles de personas fuera de sus hogares y camino hacia el norte próspero; e, incluso, dentro de sus propios países en los llamados “refugiados internos” (y que en Europa vivimos con toda crudeza en el Interbellum). Y un tipo de paradigma moderno lo podemos contemplar en aquellos países objeto de neocolonización globalista: en primer lugar, expandiéndose ésta más allá de los límites de la Unión Europea o del eje euroatlántico, para obtener de sus “nuevos miembros” trabajadores cualificados más fácilmente integrables o grandes bienes a precio de saldo; en segundo lugar, influyendo decisivamente en el camino político soberano de ciertas naciones (como en el este del viejo continente), mediante presiones fronterizas, cambios identitarios y cuotas migratorias; y, en tercer lugar, provocando éxodos continuos ante las consecuencias imprevistas de su “democratización occidentalizadora”, tras las fracasadas primaveras árabes en el mundo musulmán, y en las persistentes “revoluciones de colores” en las antiguas república soviéticas.

Por ello, en nuestras limes, las de Occidente, podríamos analizar esta utilización instrumental, aunque eso sí, con unas formas distintas o unos tiempos cambiados, en nuestro beneficio o en nuestro perjuicio (más allá de la polémica tesis del “Gran reemplazo” o “Gran sustitución”). Hombres y mujeres manejados, destruyendo sus raíces o inundándolas de publicidad, como “armas” para conseguir los fines de unas oligarquías muy alejadas de sus humildes proyectos humanos. Y seis grandes y recientes casos nos pueden alumbrar sobre esta interpretación.

Turquía se aprovechó, a modo de “estado-tapón”, de la crisis migratoria que sobrepasó las fronteras europeas en pleno apogeo de la Guerra de Siria (y que según muchos estudios fue consecuencia de injerencias foráneas)[4]. Tras cientos de miles de personas cruzando Europa en busca de un futuro mejor, la UE llegó a un acuerdo con el gobierno de Recep Erdogan. El 18 de marzo de 2016 se firmó la Declaración UE-Turquía: un pacto por el cual todas las personas que llegaran irregularmente a las islas del Egeo, incluidas las solicitantes de asilo, serían devueltas a Turquía a cambio de varios miles de millones de euros en contrapartida (llegando, en su momento máximo, a cuatro millones de refugiados en campos de acogimiento o en ciertos barrios de las ciudades otomanas). Y como corolario, la denunciada como “eurocracia” de Bruselas impuso una serie de cuotas de acogida de inmigrantes, ante la crisis citada, a sus diferentes estados miembros, aceptadas por aquellos países occidentales necesitados de mano de obra barata (y que, como la Alemania de Angela Merkel la alentó, desde el inicio del fenómeno), y rechazadas por las naciones orientales al considerarse frontera directa, presentar peores datos macroeconómicos y defender una visión más nacionalista o soberana de su propia realidad (como Polonia o Hungría).

México también usaba, como lo hizo ante Barack Obama y Donald Trump, este uso estratégico, por acción o por calculada omisión, evitando tener que acoger a migrantes de países vecinos más pobres o dar trabajo a sus propios habitantes, buscando mejores acuerdos bilaterales en temas económicos-industriales (como en el Tratado de Libre Comercio), o alcanzando mejoras en los procesos de migración legal de los mismos trabajadores mexicanos en territorio norteamericano. Por ello, durante años apenas se controlaron las “caravanas” de migrantes procedentes de Centroamérica (Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua) o no se frenaba el éxodo hacia el norte de trabajadores mexicanos ante la crisis o la desigualdad (como se contemplaba en el icónico tren “La Bestia”, que cruzaba el país desde la frontera sur atestado de inmigrantes ilegales); hasta que se dio cierto freno con la firma, entre ambas naciones, de los Protocolos de Protección al Migrante de 2019 (MPP, o “Quédate en México”), ante la amenaza de Trump de imponer aranceles punitivos a todos los bienes mexicanos importados.

Marruecos presiona, periódicamente, a España como “frontera sur” de la UE, a través de continuos asaltos de migrantes (tanto adultos centroafricanos “de paso”, como menores “asociales” patrios) en las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla, o haciendo la vista gorda a las pateras llenas de jóvenes magrebíes que llegaban a las costas mediterráneas, especialmente en momentos de buen tiempo marítimo. Pese al Tratado de Amistad, Buena Voluntad y Cooperación entre los dos países (Rabat, 1991) y diversos convenios acordados, la autocrática marroquí sabe jugar sus cartas, obteniendo con dichas presiones un aumento de las exportaciones a Europa, más inversiones en el país, manos libres en el Sahara Occidental, o mejor formación de su policía, controlando puntual o simbólicamente los flujos migratorios africanos cuando era oportuno para sus intereses  (y colaborando, ocasionalmente, en la lucha contra el terrorismo yihadista nacional o procedente del Sahel).

En EEUU se ha denunciado como políticos y gobernantes demócratas han abanderado la defensa de la migración ilegal en el país, como con la declaración pública de las “ciudades santuario” bajo su control, no solo como aspiración ética o humanitarista: la creciente población latina, supuestamente sensible a esta problemática, sería un cuerpo electoral más compacto y movilizado para sus intereses, como por ejemplo en la campaña electoral y mediática desatada, en su momento, contra el presidente Trump antes de las elecciones de 2020.

E incluso Bielorrusia, bajo el poder de Aleksandr Lukashenko, respondía a las sanciones occidentales contra su país (tras las convulsiones por las elecciones presidenciales de 2020) permitiendo el tránsito por su territorio nacional a migrantes asiáticos hacia la UE. Una respuesta estatal ante presiones externas, usando sus recursos propios para evitar ser zona de control y freno fronterizo en dirección al “sueño europeo”, y provocar una crisis diplomática y política en la frontera con sus “adversarios” geopolíticos: Polonia o Lituania (que comenzaban a construir sus propias vallas con apoyo de Bruselas, pero que en su momento se le negó a la Hungría de Viktor Orbán).

Sin migraciones ordenadas (legales, estables y asimiladas) no hay futuro, en general, ni para las personas que transitan hacia un mayor bienestar ni para las comunidades que los deben asumir. Está en la historia, lo vemos en nuestras calles, y lo sabemos por los sueños incumplidos de quienes se ven obligados a migrar y por los miedos de las sociedades que desconocen “al otro”. Y sin esa legalidad y sin esa soberanía, solo seguirán ganando los políticos corruptos e inútiles de las regiones de partida, que niegan los derechos legítimos a los que finalmente escapan o son expulsados casi de cualquier manera para evitar disidencias o reivindicaciones; todas esas mafias económicas y sociales que se aprovechan del pauperismo ajeno para sus negocios o sus proyectos; las empresas transnacionales que roban los talentos y capacidades humanas de las naciones en desarrollo; y los plutócratas que engordan su cuenta de resultados, ante la necesidad extrema del que tiene que trabajar cómo sea y en lo que sea, y de los que deben bajar sus remuneraciones ante la competencia de quienes se ven obligados a trabajar por menos. Una herramienta, en opinión de Diego Fusaro, al servicio del “turbocapitalismo” o “el capitalismo más salvaje[5].

Nadie quiere muertos en las costas, nadie quiere guetos en sus ciudades, nadie quiere la miseria del prójimo, nadie quiere la explotación laboral. Pero solo se pueden evitar estas escenas con dos medidas muy sencillas: a) políticas claras y legales de gestión de los flujos migratorios, ligadas consustancialmente a la denuncia de la vulneración de las libertades fundamentales en los centros de partida, y la integración efectiva y asimiladora de los nuevos vecinos con la protección de las identidades nacionales de los viejos vecinos; y b) plataformas multipolares a nivel geopolítico, que respeten la soberanía de los pueblos, el camino autónomo de desarrollo sin imposiciones ideológicas o rapiñas mercantilistas, y los valores identitarios auténticos que los definen dentro y fuera de sus fronteras[6]. Ningún lema ni ninguna bandera, por muy loables que pudieran parecer, acabarán con los dramas que sufren los unos y los otros (en términos de inseguridad personal o colectiva), y con los prejuicios sobre “el diferente” que provoca esta estrategia demasiado normalizada, sin esas medidas que deberían estar encima de la mesa, desde equilibrio entre lo que hay que preservar y lo que hay que sumar.

No hay soluciones fáciles a problemas difíciles, como bien saben las ciencias sociales, aunque, como señalaba Michael Walzer, existe, y ha existido, esa posibilidad de equilibrio, siempre imperfecta, entre la protección de la “particularidad” de la comunidad más auténtica y segura (desde la autodeterminación esencial de cada entidad política), y la oportunidad más humana y funcional de “acogida” (desde la admisión ciudadana y razonada)[7]. Porque hay políticas públicas comprobadas de control e inclusión que aseguran la legalidad; valores tradicionales claros que mejoran la integración; certezas soberanas que intentan superar la desigualdad entre el autoproclamado “primer mundo” y el resto de “mundos”; y medidas de asimilación centralizadas (que cogen lo mejor de la interculturalidad) que favorecen la convivencia ciudadana; que incluso se han planteado en países “socialdemócratas” históricamente multiculturales, desbordados por este fenómeno ilegal y desordenado, como muestra la experiencia de Dinamarca[8]. Y que evitan, o deslegitiman, ese tan habitual uso político y partidista de las migraciones ilegales por poderes ya no en la sombra, que muestran sin pudor objetivos plutocráticos muy concretos que no contemplan, ni quieren hacerlo, por qué huyen las personas de su cuna y con quién tienen que compartir en su meta.

[1] Giovanni Sartori, La sociedad multiétnica: pluralismo, multiculturalismo y extranjeros.Taurus, 2001.

[2] Kelly M. Greenhill, Weapons of Mass Migration: Forced Displacement, Coercion, and Foreign Policy. Cornell University Press, 2015.

[3] Alain de Benoist, “Inmigración: ejército de reserva del capital”. En Geopolítica en español, 06/05/2016.

[4] Dimitris Konstantakopoulos, “La UE amenaza a los refugiados y los refugiados amenazan a Europa”. En Geopolítica en español, 20/02/2016

[5] Diego Fusaro, “La verdad de la inmigración en una sola palabra”. En El Manifiesto, 16 de agosto de 2019.

[6] Sergio Fernández Riquelme, “Guerra cultural. Estudio en la era de la Globalización desde la Teoría de las esencias de Julien Freund”. En La Razón histórica, nº54, 2022, pp. 1-29.

[7] Michael Walzer, Spheres Of Justice: A Defense Of Pluralism And Equality. Basic Book, 1984.

[8] Kevin Tanguy, “Inmigración: la experiencia del modelo danés”. En Adáraga, 08/08/2022.