Nos han quitado muchas cosas por el camino. Maravillosas tradiciones que recordamos con cariño de nuestros padres y abuelos, paisajes hermosos hoy pasto del asfalto y el hormigón, palabras eternas con las que definíamos las aventuras de la infancia, el respeto a una herencia secular, la concordia fraternal entre personas de origen distinto, la estabilidad y dignidad en el trabajo que nos hacía suficientes, esa sensación de seguridad con la que podíamos jugar en la calle, referentes morales hoy destruidos por la televisión, el orgullo por los símbolos que nos unen. Y no es mera nostalgia por un pasado recordado; es la evidencia empírica del precio de un desarrollo no siempre adecuado y sostenible.
Sergio Fernández Riquelme
Sergio Fernández Riquelme
La herencia.
Nos han quitado muchas cosas por el camino. Maravillosas tradiciones que recordamos con cariño de nuestros padres y abuelos, paisajes hermosos hoy pasto del asfalto y el hormigón, palabras eternas con las que definíamos las aventuras de la infancia, el respeto a una herencia secular, la concordia fraternal entre personas de origen distinto, la estabilidad y dignidad en el trabajo que nos hacía suficientes, esa sensación de seguridad con la que podíamos jugar en la calle, referentes morales hoy destruidos por la televisión, el orgullo por los símbolos que nos unen. Y no es mera nostalgia por un pasado recordado; es la evidencia empírica del precio de un desarrollo no siempre adecuado y sostenible.
Hemos llegado muy lejos en nuestro caminar. España es un país moderno, donde hemos conseguido hacer grandes cosas juntos: se ha desarrollado grandes ciudades y empresas internacionales, se han construido enormes infraestructuras y hemos asistido a avances tecnológicos sin igual, nuestro deporte es referente y nuestra escuela pública avanzada, somos pioneros en diversas formas de solidaridad y hemos enterrado viejas disputas, se han erradicado problemas sociales seculares y se ha afianzado un potente Estado del bienestar, nos hemos abierto a Europa y somos puerta de entrada de Hispanoamérica al Viejo continente. Hay muchas cosas de las que sentirse orgulloso, como ciudadanos y como país. Pero quizás hemos perdido (o lo estamos haciendo) elementos extremadamente valiosos, cuantitativa y cualitativamente, en nuestro avanzar (un trabajo digno, el valor de la familia, la sostenibilidad del medio natural, el respeto hacia los demás, la solidaridad regional..).
Una pérdida real y una pérdida, también, simbólica. Se han extraviado derechos y han crecido desigualdades, se han generado problemas sociales nuevos y se han exacerbados conflictos de convivencia que creíamos antiguos. Pero además, y en relación con ellos, se han cuestionado los elementos identitarios clave para la convivencia nacional, sin los cuales el sendero del progreso nos conduce bien a una vía muerta o bien al precipicio en el que podemos perder buena parte de los logros comunes alcanzados. Daños, muy evidentes, en este avance provocados por la acción y omisión de políticos concretos y de élites socioculturales determinadas, que han ayudado a revivir el falso “problema de España” y difundirlo en libros de texto y en movilizaciones políticas: en su gran obra histórica en el mundo (la Hispanidad) y en su unidad de regiones plurales y solidarias (la Nación). Y han tenido éxito en parte de una generación, deslegitimando en ellas los símbolos comunes, ridiculizando las tradiciones históricas, enfrentando a regiones, clases y sexos impulsando el individualismo más inmoral, minimizando todo valor superior y fomentando las iniciativas de desunión y separación.
No todo está perdido. Siempre queda el recuerdo o el ejemplo, la enseñanza o la reivindicación, la libertad de decir y de hacer. Defender España no es defender ni una Ucronía (un pasado idealizado y muerto) ni un Utopía (un futuro mágico inalcanzable). Significa, empero, encontrar ese urgente punto de inflexión para cambiar la dinámica contemporánea de desunión territorial, de precarización laboral y de crisis medioambiental. Un lugar de encuentro y reflexión entre diferentes sensibilidades y opiniones, para construir (o reconstruir) la necesaria España del futuro: una nación plural y unida, trabajadora y solidaria, moral y justa, desde las necesidades reales de la ciudadanía; pero siempre a partir de la enseñanza de nuestros mayores y del ingenio de los más jóvenes, frente a la exigente conciliación entre modernidad y tradición, y ante los retos globalizadores que afectan a nuestros bolsillos, a nuestro entorno y a nuestros hijos, material y espiritualmente.
Las máquinas más modernas pronto se convierten en chatarra, los inventos tecnológicos más innovadores rápidamente acaban en el basurero, las modas más populares quedan en un instante desfasadas, los ídolos mediáticos apenas tienes quince minutos de gloria. Todo cambia, pero todo permanece. Solo las “primeras verdades” (la patria solidaria, el hogar familiar, la moral pública, el trabajo esforzado, la cohesión social, la naturaleza real) reaparecen, actualizadamente, cuando una generación reconoce lo valioso que hemos heredado y que hay que proteger (por desgracia tras épocas de crisis o tras la degeneración moral de un tiempo y un lugar)
El presente.
Ha llegado la hora. Es el momento del cambio y, tarde o temprano, los ciudadanos trabajadores y emprendedores comprenderán la necesidad de construir una España soberana, libre de ataduras ideológicas, de imposiciones externas y de élites corruptas.
Otra España es posible. No hay mal que cien años dure, nos enseña el refranero popular. Una generación, libre de los dogmas de lo políticamente correcto, puede, y debe, superar los prejuicios históricos, los conflictos presentes y las dudas sobre el devenir, construyendo una Identidad soberana capaz de alumbrar unidad, solidaridad y sostenibilidad. La Nación, así, como motor del cambio y no como rémora del mismo, al servicio de sus hombres y mujeres, devolviendo a la Familia su papel central como célula social básica, recuperando la dignidad y la estabilidad en el Trabajo, protegiendo a la Naturaleza como bien compartido al que hay que regresar, situando a la Justicia como el eje de la vida social y política, defendiendo a la Tradición ante modas falsas que alienan, y construyendo una Identidad plural y solidaria, orgullosa de su pasado y abierta al mundo.
Ciertos poderes y ciertas ideologías quieren arrebatarnos lo que nos hacen diferentes, lo que nos une en la diversidad. Todos sabemos quiénes son, pero a veces parece mejor guardar silencio sobre sus nombres verdaderos y sus mentiras oficiales. Lobbys ideológicos que actúan a la sombra del poder político, grandes corporaciones económicas que dictan sus normas al Estado, medios de comunicación que se han hecho con el monopolio de la información.
“Un país domesticado” en palabras de Félix de Azúa. Esa es la realidad que muchos denuncian: por esa falsa corrección política que impide el debate, que niega la controversia, que anestesia con regalos y adicciones a diversos sectores, y que elimina la alternativa al Sistema dominante. Y lo hace cambiando, en bastantes ocasiones, el verdadero significado de las palabras y la realidad de las relaciones sociales; obligando por ello, y sibilinamente, a la autocensura intelectual, a las cazas de brujas de ciertas polémicas y a la mutilación del lenguaje común, haciendo del pasado un arma arrojadiza y buscando el conflicto permanente entre clases y sexos. Albert Boadella criticaba que "España ya no es cervantina, nadie cree en el amor platónico, la dignidad y la lucha por los valores inalcanzables”, ante la mediocridad subvencionada y la idiotez institucionalizada. Pero tarde o temprano, la verdad siempre reluce.
La soberanía, en tiempos postmodernos (“líquidos” para Zygmunt Bauman), es algo muy simple: sentido común. “Llegará el día que será preciso desenvainar una espada por afirmar que el pasto es verde”, anunciaba hace años G.K. Chesterton. Y ese momento parece que ha llegado, en la lucha por las ideas: la soberanía del ciudadano común que trabaja cada día frente a las fantasías de ideólogos que no han trabajado nunca. Aunque no quieran, la ciencia demuestra que dos y dos serán siempre cuatro, o que aunque votemos por mayoría el sol saldrá cada mañana; y nuestros actos y decisiones, pese a que lo intentemos negar, también pueden tener efectos que no son precisamente buenos.
La España soberana que puede construirse se despliega en dos dimensiones interrelacionadas. En primer lugar recuperando la soberanía interna, o lo que es lo mismo, rescatando algo tan simple como ese sentido común. La Unidad fraternal y diversa, donde las diferencias no sean factor de exclusión o ruptura, de luchas o privilegios. La Libertad de opinar y disentir, de expresarse y ser incorrecto, sin miedo a censuras ideológicas. La Seguridad en las calles y en los negocios, en el trabajo y en el hogar. El Derecho a emprender e innovar sin trabas, de poder pedir cuentas a los políticos que nos representan, a decidir qué se paga con nuestros impuestos o de defender efectivamente los derechos laborales, de tener voz y voto sobre que aquello que nos afecta. La Justicia ante el delito, ante la corrupción, ante la explotación, donde cada uno reciba lo que merezca por su esfuerzo y su trabajo. La Solidaridad entre regiones, entre familias y entre personas, desde un bienestar colectivo responsable y sostenible. Y la Igualdad de oportunidades para todos los españoles, en sus derechos y obligaciones, en todo el territorio nacional (por ejemplo en las ofertas de empleo o en las carreras universitarias o profesionales, o en el uso de la lengua castellana o en las mismas prestaciones a las que se tiene derecho).
Un país soberano es un país normal. Simplemente eso. Pero esta normalidad, que encontramos en la calle y en la vida, exige ahora necesariamente, para su posterior plasmación en la legislación y en las instituciones, de un profundo cambio cultural y social. Es el requisito sine qua non. Sin pedagogía profunda, sin difusión amplia, sin explicación previa, sin miedo a disentir, sin convencer desde el respeto, todo será un brindis al sol. Hay que hacerlo necesario pero sobre todo hay que hacer lo que correcto. Por que como escribió sabiamente Chesterton “lo correcto es lo correcto, aunque no lo haga nadie. Lo que está mal está mal, aunque todo el mundo se equivoque al respecto”.
La soberanía solo puede residir en el pueblo, y sus representantes debieran respetar esta máxima: atender las verdaderas exigencias de la ciudadanía, escuchar por fin la voz del pueblo, priorizar sus derechos y demandas, buscar la participación de técnicos cualificados, elevar el nivel cultural y moral de la población, asegurar su libertad de expresión y creación, primar la participación de las agrupaciones naturales, subrayar la Identidad común. En la España soberana las políticas deben situar al Estado al servicio de sus ciudadanos (erradicando o minimizando la burocracia y la corrupción), permitir la libre iniciativa del Mercado pero siempre bajo el respeto escrupuloso del trabajador y del entorno, y fomentar la Comunidad donde cada español pueda ejercer y disfrutar sus derechos bajo la exigencia de responsabilidades paralelas. Servir cada uno, del funcionario público al empleado en el sector privado al Bien común, desde su posición y con sus posibilidades, más allá de lealtades partidistas e instituciones determinadas, y siempre con libertad (la propia y la de los demás).
Los retos son grandes. Desde las grandes migraciones a los problemas medioambientales, desde el crecimiento de la desigualdad al nacimiento de conflictos de convivencia antes desconocidos, desde la crisis demográfica al despoblamiento del mundo rural. Retos globales que se dan, también, en España desde sus propias particularidades sociales, culturales, políticas y económicas, siendo necesaria esa nueva generación, de personas y de ideas, superando desde la concordia, los errores y tragedias de nuestro pasado.
Solo desde una España soberana se pueden afrontar estos retos. Los datos cuantitativos y las evidencias cualitativas lo parecen demostrar. Los problemas diarios de nuestros vecinos y compañeros de trabajo olvidados por los políticos, el silencio institucional ante los jóvenes en sus sueños de futuro y las personas mayores en sus necesidades presentes, las dificultades crecientes de padres y madres a la hora de llegar a fin de mes o de educar a sus hijos, las demandas de pequeñas y medianas empresas ante impuestos injustificados y competencias desleales, las exigencias de la sociedad civil de seguridad y justicia pocas veces escuchadas, los conflictos sociales que afectan a la convivencia y que sabemos que existen y afectan pero desaparecen de las estadísticas, las necesidades de pequeños pueblos y del mundo rural que no pintan nada.
La voz de la ciudadanía real puede y debe ser escuchada tanto en España como en otras partes del mundo. Una población cada vez más desafecta, en los últimos años, de lo político, desde la abstención creciente, las soluciones más extremas o el resignado voto útil; crítica de lo público, rechazando parte de su burocratización o ideologización, y eligiendo opciones privadas desde su capacidad económica; y harta de lo políticamente correcto, simple coartada de sectores dominantes (cultural e ideológicamente) para imponer determinadas visiones, lenguajes o ideas preestablecidas frente a otras, coartando la reflexión, el debate, la creación… y hasta el humor.
Ese país real, aquel que no aparece en manifestaciones ni concentraciones, que trabaja cada día por levantar este país, que no es objeto de entrevistas televisivas, de la que solo se acuerdan los partidos cada cuatro años. Y que más allá de la típica instrumentalización de los partidos, ha reaccionado desde la solidaridad ante los intentos de destruir la unidad nacional (por los secesionistas catalanes y aquellos que callan ante el etnicismo), ante la creciente inseguridad ciudadana, ante los recortes sociales, ante el ataque injustificado de sus tradiciones, ante la destrucción del medio natural, ante las injusticias de la justicia, ante la degradación de barrios y centros urbanos, ante la deslegitimación de la familia, ante la pérdida del comercio local, ante la exclusión de colectivos vulnerables o ante la politización de la educación.
Se es soberano, o se es esclavo; o se tienen principios o valores propios o se acaba siendo parte de la masa a la que se dirige desde el poder de los medios y las modas. Y la Nación, el país de ciudadanos libres, debe ser el protagonista de la vida comunitaria (del pequeño barrio a la gran urbe), exigiendo ser oído y participar directamente. Hombres y mujeres que valoran el trabajo bien hecho, una buena cena familiar, los modales que nunca pasan de moda, la convivencia vecinal, la tranquilidad en sus calles, la siesta reparadora, un buenos días cada mañana, el partido del fin de semana, casarse y formar una Familia frente a viento y marea, un sueldo o un horario fijo, el producto nacional, los consejos de los abuelos, el quedarse una hora más durmiendo, ese belén navideño presidiendo el salón, las nerviosas primeras horas con su recién nacido en los brazos, tomarse algo con los amigos, la paciencia ante el error, la labor del maestro, leer un buen libro, la verdadera justicia ante la corrupción y ante el crimen, el ahorro para la necesitadas vacaciones, las oportunidades en las rebajas, la presencia policial en sus barrios, aguantar varias horas de pie para contemplar los tronos procesionales, las buenas notas de los niños, los símbolos de su país, el calor del hogar. Esa ciudadanía normal y corriente a la que casi todos pertenecemos.
A ella, y solo a ella, pertenece la Soberanía. No a las castas políticas, viejas o nuevas, que viven solo para su beneficio y el de sus grupos afines; no a las oligarquías económicas que se aprovechan de la necesidad ajena para llenar sus bolsillos; no a las autoproclamadas élites sociales o culturales que tratan con desdén al pueblo llano y solo viven a base de subvenciones; no a los poderes internacionales que hacen y deshacen en gobiernos y mercados, sin dar cuenta a nadie. Por ello, defender a España es defender a sus ciudadanos reales.
Ser soberano es, primer lugar, ser libre. Ciudadanos dotados de la libertad real (y no solo formal) de opinar y expresarse (o callarse), de emprender y triunfar (o estrellarse), de creer en lo divino o dudar de todo (incluido de lo “políticamente” correcto), de decidir y acertar (o equivocarse), de estar a favor o en contra (o las dos cosas), de tener que aceptar algo o negarse y ser fiel a sus convicciones (y creencias). Pero libertad que debe ir siempre acompañada de la imprescindible responsabilidad consigo mismo y con los demás, fundada en las verdades de siempre; en esos valores familiares y solidarios, comunitarios y naturales, sin los cuales dicha libertad se limita a lo que la mera capacidad económica permite comprar. Es decir, saber que solo la verdad nos hará libres.
Ser soberano implica, en segundo lugar, ser justo. Ciudadanos que sientan que de verdad son protegidos por el derecho, valorados eficazmente en sus méritos y capacidades, y salvados de la corrupción y el clientelismo; que puedan constatar que son escuchados por las instituciones públicas, que sus reclamaciones y quejas son atendidas, que sus derechos básicos son reconocidos. Justicia social basada en la igualdad de oportunidades desde la unidad que nos ayuda a crecer, pero sin destruir las diferencias que nos hacen únicos.
Ser soberano supone, también y en tercer lugar, exigir seguridad. Una competencia leal y derechos de autor controlados, una producción local apoyada por la autoridad pública, una fronteras firmes y una inmigración regulada, un trabajo decente y estable, una calles donde las mujeres estén protegidas de acosadores y maltratadores, un consumo responsable, una educación asegurada que permita ascender socialmente, una clara seguridad alimentaria y farmacéutica, e instituciones seguras para menores y mayores. Nuestro país y nuestro hogar siempre protegidos.
Pero ser soberano conlleva, necesariamente, participar. Ciudadanos que colaboran directa o indirectamente en la defensa de su país, que dan lo mejor de sí mismo al servicio de los demás, que se sienten orgullos de símbolos comunes que significan unidad y solidaridad, que aportan tradición e innovación para el desarrollo sostenible del país (desde grandes creaciones las pequeña acciones), y que se rebelan contra las injusticias e inmoralidades que convierten a las personas en meros esclavos del vicio o de la explotación. Nadie podrá quejarse si no actúa, si no pone su grano de arena, si no dice la verdad sin miedo, si no es consecuente. Es decir, debemos ser miembros de algo más grande, porque como advirtió G.K. Chesterton, y lo comprobamos cada día, “si suprimimos lo sobrenatural, lo que nos queda es lo antinatural”.
Estos son los principios para construir la Identidad soberana desde este mismo presente. Una identidad común, solidaria y sostenible de personas normales para personas normales, capaz de armonizar las diferentes identidades indiduales o grupales, tradicionales o modernas, que adquirimos en el proceso de socialización. No se necesitan héroes ni mártires, solo hombres y mujeres libres y responsables, que conocen los problemas de la vida real y saben lo que es necesario proteger o cambiar. Otros países europeos han demostrado que se puede cambiar el rumbo errado o que se pueden corregir fallos evidentes (superando, por ejemplo, la tragedia del totalitarismo político e ideológico de su historia reciente). Lo demandan los tiempos, lo requiere nuestro bienestar y el de nuestros hijos.
El devenir.
Hay un listado de tareas pendientes y hay que ponerse manos a la obra. Numerosos quehaceres que tienen que cumplirse para alcanzar esta España soberana, y que parecen sacadas de la sabiduría popular que Don Quijote enseñaba a su inseparable Sancho Panza: “paréceme, Sancho, que no hay refrán que no sea verdadero, porque todas son sentencias sacadas de la mesma experiencia, madre de las ciencias todas”. Reformas prioritarias nacidas del sentido común, de la exigencia ciudadana, del proyecto de la España soberana, y que se refranero inmortal nos recuerda casi siempre:
En segundo lugar recuperando la soberanía externa. Es decir, reclamar el papel de España en el mundo, más allá de la superada Leyenda negra, de interesados complejos de inferioridad y siempre en defensa de los intereses concretos de la ciudadanía. Un país abierto al mundo, aprendiendo de las mejores experiencias de naciones vecinas y amigas, compartiendo recursos y transacciones en igualdad con otros mercados actuales y potenciales, adaptando a nuestra realidad las nuevas creaciones tecnológicas emergentes; pero señalando siempre la especificidad plural, tanto moderna como tradicional, de nuestra Identidad:
Ideas y medidas que pueden ayudar a comprender, y diseñar, los instrumentos necesarios para hacer realidad una España auténticamente soberana. Otros países (de la inmensa Rusia a la pequeña Uganda, de los todopoderosos EEUU a la orgullosa Hungría, de la emergente Brasil a la tradicional Polonia, de la superpoblada Indonesia a la envejecida Italia, de la gran fábrica de China a la euroasiática Turquía), han demostrado que la Identidad soberana es posible, cada una con sus matices patrios y sus fallos superables.
La decisión es de los ciudadanos, la responsabilidad es de sus representantes. Tarde o temprano llegará la hora.