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Así comenzó la Guerra Civil

Elespiadigital | Domingo 09 de diciembre de 2018

Del 17 al 20 de Julio de 1936: Un golpe frustrado

Autor: Miguel Platón Carnicero

Categoría: Historia

Editorial: Actas

Págs: 686 pp. + 16 de fotos



La coyuntura más crítica de la España contemporánea fueron las 72 horas transcurridas entre la tarde del 17 de julio y la del 20 de julio de 1936. En ese breve lapso de tiempo, una situación de paz –por conflictiva que fuese- dio paso a una Guerra Civil de casi tres años, que alteró de forma duradera el destino de 25 millones de españoles, así como el de las generaciones posteriores. El hecho crucial de esos días fue que la rebelión de la mayor parte del Ejército y la Armada, con sus apoyos civiles, comenzó al margen de los planes del Director de la conspiración, el general Emilio Mola, así como del jefe militar que debía iniciar el movimiento: el general Francisco Franco. Este último tenía previsto declarar el estado de guerra en la zona española del Protectorado de Marruecos entre el 20 y el 21 de julio, pero la delación de un infiltrado en la Falange melillense precipitó al menos en tres días el golpe de Estado. Mola y Franco tardaron varias horas en saber que la guerra había empezado, mientras que el Gobierno del Frente Popular, presidido por Santiago Casares Quiroga, estuvo puntualmente informado, lo que le permitió tomar medidas que impidieron a los rebeldes ejecutar sus planes, basados en el rápido traslado de las fuerzas profesionales del Norte de África a la Península. De esa manera, el pronunciamiento fracasó parcialmente y derivó en guerra civil, al no ser capaz el Gobierno de neutralizarlo. Fueron 72 horas cruciales, en las que unos y otros protagonizaron aciertos y errores trascendentes, que este libro, fruto de una laboriosa y paciente investigación, detalla con fuentes y testimonios inéditos.

Este imponente y meticuloso estudio se ocupa de los primeros cuatro días de la Guerra Civil. Se centra principalmente en los oficiales de alto rango: los rebeldes Francisco Franco, Emilio Mola, Miguel Cabanellas, Gonzalo Queipo de Llano, Manuel Goded, Juan Yagüe, y en los lealistas Domingo Batet y Manuel Romerales. También figuran en él los numerosos oficiales más jóvenes que conspiraron contra el Frente Popular. Y no quedan omitidos el número más reducido que, como Batet, tomaron la decisión de obedecer a la autoridad legalmente constituida. En la primavera de 1936, los incendios de iglesias, la inseguridad de la propiedad privada, centenares de huelgas, los insultos públicos dirigidos a los militares y una violencia política creciente permitieron que los conspiradores se organizaran entre importantes sectores de las fuerzas armadas. En estas circunstancias, la derecha se agrupó más rápidamente que la izquierda y Platón tiene el acierto de reparar en que «no se produjeran agresiones entre grupos de la derecha, mientras que hubo docenas de atentados mortales entre grupos de izquierda, preludio de los enfrentamientos que tendrían lugar en la zona republicana durante la Guerra Civil» (p. 77).

Los conspiradores ?entre ellos republicanos históricos como Queipo y Cabanellas? se sentían especialmente inquietos por lo que veían como la incapacidad del régimen para mantener el orden. Estos republicanos de orden orientaron inicialmente la conspiración para perpetuar la retórica y los símbolos republicanos, que fueron abandonados rápidamente según fue avanzando la Guerra Civil. Sin embargo, el golpe se ganó el apoyo de los republicanos centristas, como Alejandro Lerroux. El contexto de «desorden» y polarización política diferenció el contexto de 1936 del de 1932, cuando el intento del general Sanjurjo por derrocar la República fracasó rápidamente. Además, la persecución legal de los oficiales implicados en la represión de la revuelta de Asturias en 1934 por parte del gobierno del Frente Popular alarmó a muchos militares que habían participado en lo que ellos veían como la defensa de una República legítima que estaba siendo atacada por comunistas, socialistas y anarquistas revolucionarios.

El gobierno estaba al corriente de la insatisfacción de importantes mandos militares, pero sus servicios de inteligencia dejaban mucho que desear. Además, como han subrayado otros historiadores, el Gobierno del Frente Popular presidido por Manuel Azaña y Santiago Casares Quiroga temía otra serie de revueltas similares a las de Asturias protagonizadas por anarquistas y otros revolucionarios y se mostraba, por tanto, renuente a reprimir a los oficiales que podían haber estado involucrados en una conspiración, pero cuyos servicios podrían requerirse para atajar nuevos episodios de represión. En Melilla, y este es un tema que el autor ha estudiado anteriormente en gran profundidad, el general Romerales también pensó que el peligro para la República procedía de los conspiradores de izquierda, no de los de derecha. Como primer ministro, Casares se mostró incapaz de hacer gala de las mismas dosis de astucia que había exhibido Azaña cuando aplastó la malhadada Sanjurjada cuatro años antes. Durante la mayor parte de julio, Casares pensó que podría sofocar fácilmente una rebelión similar del ejército y menospreció gravemente a sus numerosos enemigos, que estaban convencidos de que su gobierno no podría acabar o no pondría fin a los desórdenes ni cortaría los desmanes de la izquierda revolucionaria.

Platón rechaza la teoría de Ángel Viñas según la cual Franco conspiró con éxito para matar al general Amado Balmes Alonso a fin de proporcionar al futuro Caudillo una excusa conveniente para ir a Gran Canaria y luego volar para unirse a otros conspiradores en el norte de África . Platón se alinea, en cambio, con gran parte de la historiografía y acepta que fue el asesinato de José Calvo Sotelo el 13 de julio el que convenció a un cauteloso y vacilante Franco (al que sus compañeros oficiales llamaban «Miss Canarias») de actuar de inmediato para acabar con el régimen. Muchos de los que prestaban un apoyo esencial al Gobierno del Frente Popular bloquearon resueltamente una investigación imparcial del asesinato y subestimaron los efectos negativos del crimen en un amplio espectro de la opinión pública, incluidos los republicanos moderados. La muerte violenta de Calvo Sotelo contribuyó a profundizar la contrarrevolución y, a su vez, la propia revolución. Platón es consciente de que la inmensa mayoría de los españoles no estaban alineados con ninguno de los dos bandos y, en el mejor de los casos, tan solo el 10% de la población se alistaron como voluntarios para combatir contra el enemigo: «El espíritu de Sancho Panza, práctico hijo del pueblo, se impuso al lector de libros de caballerías Don Quijote por 10 a 1 [...]. Muchos ciudadanos, con toda probabilidad la mayoría, fueron víctimas pasivas de los sucesos que protagonizaban los elites políticas, militares y sindicales» (pp. 596-597).

El autor demuestra (pero no subraya) que una conspiración católica internacional resultó ser mucho más eficaz que una supuesta masónica (o, en lenguaje franquista, judeomasónica). La elaborada y secreta planificación que alquiló el Dragon Rapide que permitió a Franco volar de las Islas Canarias al Marruecos español fue una empresa en gran medida católica (y anticomunista)  internacional. Los católicos españoles ?Juan Ignacio Luca de Tena y Luis Bolín, ambos ligados a la prensa)? y los católicos británicos ?Douglas Jerrold, el director de la revista católica conservadora The English Review, y el devoto Hugh Pollard, un comandante de aviación retirado? fueron indispensables para la organización y ejecución de una misión que acabaría logrando su objetivo. El menos devoto Juan March financió generosamente la operación y garantizó fondos para apoyar a la mujer y la hija de Franco. El fracaso de sus compañeros masones para convencer a su «hermano», el primer ministro Casares, de la inminente rebelión militar contrastó marcadamente con el éxito con que se anticiparon y prepararon los contrarrevolucionarios católicos. Durante la propia guerra, la implicación católica doméstica e internacional del lado de los nacionalistas superaría con mucho a la de sus enemigos masónicos con la República.

Los conspiradores, que querían una rápida campaña de represión como la de Asturias en octubre de 1934, se vieron enfrentados, sin embargo, a un «golpe frustrado». Las dificultades de comunicación entre los rebeldes desbarataron cualquier ataque sorpresa bien coordinado contra el régimen. Las sospechas del gobierno del Frente Popular y las investigaciones en curso presionaron a los conspiradores de Melilla para lanzar una rebelión prematura. Su torpeza provocó una resistencia popular defensiva rápidamente sofocada por los militares rebeldes, incluidos los regulares musulmanes, gracias a la superioridad de sus armas y a su mayor movilidad. La rebelión, la primera del siglo XX que se lanzaba desde la periferia de España, se extendió desde el norte de África hasta la península, pero no logró hacerse con las grandes ciudades, especialmente Madrid, pero también Barcelona, Valencia, Bilbao y Málaga. Dada la concentración del autor en un examen detallado de la participación (o la ausencia de ella) de los oficiales de mayor rango, es posible que no haya analizado suficientemente la escisión España urbana/España rural que determinó en muchos sentidos no sólo el estallido, sino también del desenlace del conflicto. Platón está en lo cierto al señalar que el infructuoso golpe dio lugar a una terrible guerra civil, pero la victoria de los insurgentes en última instancia no puede explicarse sin examinar su constante apelación a gran parte de la España rural. Al mismo tiempo, los residentes en las grandes ciudades siguieron constituyendo la base que encarnó la resistencia al golpe. El apoyo de la España rural y también, en realidad, del Marruecos rural, que padeció los cortes presupuestarios de la República y pensaba que el competente Franco triunfaría, pudo compensar la pérdida inicial de Madrid y de otras importantes zonas urbanas.

El golpe también fracasó por haber ignorado en gran medida el papel fundamental de la Armada, cuyos oficiales no fueron incluidos en la planificación y no estuvieron en su mayoría al tanto de la inminente revuelta. Mola demostró ser un «hombre de tierra» (p. 77) que pasó por alto el papel esencial del mar. Junto con Cabanellas, Mola rechazó la oferta formulada en el último minuto por Diego Martínez Barrio el 19 de julio para negociar cómo detener un conflicto cada vez más violento. La fe equivocada de los generales rebeldes en una rápida victoria a la asturiana pesó más que la voluntad de poner fin a lo que estaba claramente convirtiéndose en una importante guerra civil de atrición en la que ?en contraste con el precedente asturiano? los insurgentes carecían de la legitimidad de un Estado legal y reconocido internacionalmente.

Perfil del autor

MIGUEL PLATÓN (Melilla, 1949) ha cubierto, como periodista, el final de la Dictadura de Franco, la Transición y los primeros 40 años de la actual democracia. Ha sido director de Información de la Agencia EFE, consejero de Radiotelevisión Madrid y director de Multimedia. También es autor de una decena de libros de historia contemporánea. Entre ellos, La amenaza separatista (1994); El fracaso de la utopía (1997); Alfonso XIII, de Primo de Rivera a Franco (1998); Hablan los militares (2001); 11-M. Cómo la Yihad puso de rodillas a España (2005) y El primer día de la guerra. Segunda República y Guerra Civil en Melilla (2013).