Editoriales Antiguos

NÚMERO 222. El 26-J y los pequeños cambios decisivos

Victoria | Domingo 12 de junio de 2016

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Por supuesto que la coyuntura electoral española no va a propiciar ningún ‘efecto mariposa’ que pueda alterar radicalmente el sistema político, ni mucho menos provocar el caos democrático que algunos vaticinan en contra de un posible gobierno de auténtica izquierda, o de una izquierda menos tibia que la socialdemócrata del PSOE.

Si observamos con atención la dinámica sociopolítica de la democracia, e incluso la del franquismo, aquí ‘nunca pasa nada’. Así lo advertimos en una crónica anterior parafraseando a Juan Antonio Bardem a propósito de la película del mismo título que estrenó en 1963, en la que de forma sutil mostraba la intrahistoria de una pequeña ciudad representativa de aquella sociedad, remarcando su invariable rutina cotidiana y la pobre interacción de sus ambientes y habitantes.

Entonces, la expresión ‘nunca pasa nada’ se asentó en los medios políticos, tal vez como una lógica aspiración del viejo régimen. Y lo cierto es que, con un poco de perspicacia, también podríamos verla reflejada en la política de la Transición y, sin duda alguna, en la época del bipartidismo imperfecto protagonizado por el PP y el PSOE.

Puede decirse que, políticamente, con Franco nunca pasó nada y que, según se mire, después de su muerte tampoco pasó mucho. Más bien sólo lo imprescindible para que, en el fondo, todo siguiera ‘atado y bien atado’, en una suerte no de ruptura democrática sino de una insoslayable reforma del oxidado régimen establecido, con una acusada continuidad terminal de las esencias y prohombres del franquismo hasta su total agotamiento vital.

En realidad, la muerte de la UCD tras la intentona golpista del 23-F solo fue consecuencia de la fosilización del modelo político pre-existente, al igual que la eclosión del PSOE en las elecciones generales del 28 de octubre de 1982 también sería su única salida posible.

Tras el natural acceso del PSOE al poder, el establishment decidió dar por concluida la Transición y por consolidado el nuevo régimen democrático, así llamado porque dimanaba de una Carta Magna, en la que los constituyentes impusieron entre otras cosas -y con poca posibilidad de respuesta popular- el cuestionado Estado de las Autonomías. El referéndum previo por el que se aprobó la Monarquía parlamentaria como nueva forma política del Estado, tampoco sería gran cosa, porque venía totalmente encarrilado como una herencia franquista…

Al fin y al cabo, los avances democráticos de nuestra historia política más reciente no han sido nada extraordinarios. Aunque se hayan presentado como notables y trascendentes, acaso porque ni siquiera había costumbre de que sucedieran cosas semejantes.

Pero en estos momentos, el nuevo agotamiento del modelo político está a punto de propiciar que pequeñas cosas, como algunas nimias rectificaciones en el comportamiento electoral, terminen siendo sean decisivas, quizás por el desinterés previo del PP-PSOE en promover las reformas institucionales y el regeneracionismo demandado por los votantes.

Y el acomodo del sistema ha sido tan grande, que hasta la aparición de Podemos y sus movimientos populares (la consolidación de Ciudadanos fue una reacción ante ese fenómeno en el espectro de la derecha), tampoco se ha tenido conciencia de lo que supone un verdadero ‘cambio político’. La agria reacción que esa novedad ha generado en el poder establecido -el establishment-, intentando confundir simples reivindicaciones sociales poco menos que con el caos democrático, e incluso con la propia anarquía, o pretendiendo identificar esas reformas necesarias con el puro desgobierno, muestra lo raro o inhabitual del suceso.

Ahora, la contumacia no rectificadora del PP-PSOE ha situado a los partidos emergentes en el fiel de la balanza política, tomando el poder en algunos ayuntamientos emblemáticos sin que la realidad del día a día haya activado las alarmas del tsunami político. Porque los tiros no van por ahí.

Lo que se percibe objetivamente es que, poco a poco y en cada una de las elecciones que se van sucediendo, la dinámica del cambio político (radical) avanza de forma irreversible, como un proceso silente que sólo vislumbran las bases sociales y los analistas independientes, mientras la clase todavía dirigente sigue aferrada a los deplorables tics y formas del pasado.

Ahora es el momento en el que las pequeñas rectificaciones (las que los políticos no han querido acometer y las que los electores pueden sustanciar en las urnas el 26-J), van a mostrarse decisivas.

Algunos analistas hablan de cansancio y posible abstención electoral, otros de cómo el voto de la ‘racionalidad’ se puede imponer al de la ‘emotividad’ y otros más de cómo los votos fugados del PP-PSOE pueden volver al redil de las casas madre… Más o menos con la esperanza, sin duda ilusoria, de que se pueda reinstaurar el nocivo modelo previo de bipartidismo imperfecto.

Nosotros preferimos interpretar la realidad secuencial del comportamiento en los últimos procesos electorales y su tendencia, los datos sobre malestar social, el avance de la pobreza en España, la clara continuidad de la crisis económica, la tolerancia con la corrupción política y la negación a ultranza del regeneracionismo…, por ejemplo. Y desde luego prever cómo el acuerdo de Unidos Podemos dejará de castigar la dispersión geográfica de IU o cómo el sistema D’Hont para la adjudicación de escaños ya no primará de forma exclusiva a los dos partidos históricamente mayoritarios…

El 26-J será el momento en el que mover o reajustar apenas un 5% de los votos, o convertirlos en escaños de forma más objetiva y democrática, va a poder generar un efecto definitivo sobre el sistema. El pasado 20-D se inició ese tránsito y nada se ha rectificado ni hecho para impedir su progreso.

Fernando J. Muniesa