Editoriales Antiguos

NÚMERO 196. Ni la mayor competencia entre partidos ni el alto porcentaje de voto indeciso, desdibujan la previsibilidad de los resultados del 20-D

Elespiadigital | Domingo 13 de diciembre de 2015

Al margen del interés manipulador de las encuestas y de la tendenciosidad con la que se suelen presentar públicamente las estimaciones y análisis pre-electorales, que no son poca cosa, el resultado final salido de las urnas siempre ha tenido cierta carga de previsibilidad o de sentido común. De hecho, esta realidad ha puesto a menudo en evidencia las especulaciones de los politólogos y portavoces partidistas, sin que en lo sucesivo jamás hayan querido prescindir de sus tradicionales enredos demoscópicos.

Cabría decir, pues, que si bien muchos electores votan de forma demasiado emotiva, o un tanto irracional o alienada, otros lo hacen guiados por una dinámica de acontecimientos y balances políticos evidentes, que antes, es decir a lo largo de toda una legislatura, o de varias, van conformando sus opiniones y comportamiento en las urnas. Quizás no siempre con la convicción de votar lo más adecuado, pero si con la de propiciar el castigo a quien no ha sabido o querido asumir su representación política de forma satisfactoria para los representados.

Así ha venido sucediendo en las elecciones generales celebradas desde la Transición, con sorpresas que en no pocas ocasiones la clase política ha sido incapaz de vislumbrar. Ahí están la debacle de la UCD en 1982 -que la llevó a su extinción aparejando una insospechada mayoría absoluta socialista de 202 escaños-, la también mayoría absoluta lograda por el PP en 2000 y su posterior pérdida del poder en 2004 -ambas inesperadas por los populares-, el batacazo del PSOE en 2011… O la pérdida de posición política que están arrastrando tanto el PP como el PSOE en los territorios con aspiraciones soberanistas.

Con ocasión de las últimas elecciones europeas, en mayo de 2014 no fue difícil anticipar que el bipartidismo PP-PSOE hacía aguas por debajo de su línea de flotación. Incluso siendo unos comicios ciertamente alejados del interés social cotidiano, el electorado español no desperdició la ocasión para mostrar su malestar con la casta política y la corrupción sin freno que había instalado en el país.

A continuación, en las elecciones andaluzas del 22 de marzo de 2015, se evidenció que los partidos emergentes (Podemos y Ciudadanos) iban en serio, amenazando la hegemonía de los dos partidos tradicionales y su sistemática rotación en el poder. Y dos meses más tarde, el 24 de mayo, las elecciones municipales y autonómicas corroboraban que los nuevos partidos habían llegado para quedarse y exactamente a costa del PP y del PSOE.

Los comicios anticipados al Parlamento de Cataluña del 27 de septiembre, también confirmarían la caída libre del PP y del PSOE y que Ciudadanos y Podemos iban a constituir una amenaza electoral insoslayable…

Hoy, el fotograma aproximativo que supone una encuesta electoral puntual, más o menos manipulada, está condicionado por la secuencia general de la realidad política y la continuidad de su incidencia en la opinión y actitudes del electorado. Así, antes del 20-D, ya sabemos que el bipartidismo ha muerto y que existen cuatro fuerzas políticas de ámbito nacional en liza, cada vez más apretada.

Y se puede asegurar también que esa nueva competencia electoral va a conllevar de forma implícita -y gobierne quien gobierne- un estruendoso fracaso del PP y del PSOE y un éxito incontrovertible de Ciudadanos y Podemos. Esa es la nueva realidad que aflorará el 20-D, sin necesidad de tener que esperar al recuento de los votos.


Cierto es que la nueva oferta política consolidada, más amplia, conlleva más posibilidades de elección y una mayor participación electoral, acompañadas en buena lógica por más indecisión y una dinámica más complicada en el trasvase de votos. Pero sin frenar para nada la caída de la impostura bipartidista, sino más bien acrecentándola.

La conformación del nuevo Gobierno es otra cosa. Pero también es evidente que, sin posibles mayorías absolutas, su viabilidad ha de pasar de forma obligada por el aro de los pactos políticos a dos o tres bandas, según la aritmética parlamentaria resultante y la posición ideológica de las partes.

Bien mediante un gobierno de coalición -difícil de encajar sean cuales sean las combinaciones de siglas que se barajen-, o bien facilitando un gobierno de minoría parlamentaria con apoyos externos para la investidura presidencial, la aprobación de los presupuestos generales y las llamadas ‘políticas de Estado’, dejando al albur del debate y la negociación puntual el resto de la acción legislativa.

Y esas dos posibles formas de afrontar la constitución del nuevo Gobierno de la Nación, que es un problema sin solución previa al reparto de escaños del 20-D, lo que hacen es no solo convertir a Ciudadanos en árbitro de la contienda electoral, sino situar a Rivera en la catapulta para hacerse con el poder, pudiendo pasar a presidir el Consejo de Ministros sin haber tenido hasta el momento representación en el Congreso de los Diputados. Todo gracias a cinco circunstancias principales: su posicionamiento político centrista en momentos en los que el antagonismo derecha/izquierda y el bipartidismo PP-PSOE se muestran agotados, su imagen de partido limpio y combativo ante el fenómeno de la corrupción, su moderación en el fondo y en las formas de aproximación a la vida pública, sus propuestas comedidas de carácter reformista y su clara defensa de unos principios básicos para el entendimiento y la vertebración nacional frente a las reivindicaciones soberanistas.

Una fijación de posiciones más que suficiente para que en los últimos momentos Ciudadanos pueda seguir creciendo por su derecha a costa del PP y por su izquierda a costa del PSOE, e incluso para captar votos más transversales hasta ahora anclados en la abstención o próximos a otras formaciones políticas minoritarias.

Si la pugna entre Albert Rivera y Pedro Sánchez se decanta a favor del primero, alcanzando el segundo puesto en el ranking electoral, el líder de Ciudadanos puede convertirse en el próximo presidente del Gobierno, rompiendo la tradición bipartidista del ‘quítate tú para ponerme yo’. Y ahuyentando también los fantasmas del populismo que, quiérase o no, han venido envolviendo a Podemos. Todo lo demás es mucho más complicado, incierto e improbable.

San Agustín -el ‘Doctor de la Gracia’-, y mucho antes Aristóteles -discípulo de Platón y maestro de la lógica- sostuvieron que en el justo medio es donde anida la virtud. De ahí que, a siete días vista del 20-D y con la aritmética parlamentaria que se atisba, creamos muy probable que sea Rivera quien finalmente lidere el próximo Gobierno.

Claro está que el último cartucho del ‘pim, pam, pum’ electoral lo van a tener Rajoy y Sánchez, diseñado a su imagen y semejanza y servido en bandeja de plata por TVE y la Academia de las Ciencias y las Artes de Televisión el 14 de diciembre, a seis días del 20-D, y excluyendo del mismo a cualquier otro competidor electoral. Ya se verá quién gana esta última jugada a favor del bipartidismo, quien lo pierde o si ambos candidatos salen trasquilados de tan descarado favor mediático.

Fernando J. Muniesa